lunes, 25 de marzo de 2019

8. Política. (3ª ev.).

1ª ¿Podemos hacernos «humanos» por nosotros mismos, sin necesidad de nadie más? 
2ª ¿Empezamos a humanizarnos con la palabra o ya antes, con la mirada de los semejantes? 
3ª ¿Es inevitable que nos resulte «doloroso» la convivencia con los otros? 
4ª ¿Está justificado que protestemos de los resultados efectivos de esta sociedad que por otra parte tanto necesitamos?
5ª  ¿No sería peor el infierno de ser ignorado por los otros que el de vivir entre ellos? 
6ª ¿Estamos «incomunicados» o es que no debemos esperar nunca «comunicarnos» del todo? 
7ª ¿Nos enfrentamos los humanos en la sociedad porque no somos lo suficientemente racionales o porque no somos razonables? 
8ª ¿Puede obtenerse algún modo de concordia a partir de la discordia producida por las razones contrapuestas de los hombres?
9ª ¿Cómo explica Hegel el paso desde nuestra animalidad «natural» hasta nuestra «humanidad» histórica y cultural? 
10ª Los filósofos que han reflexionado sobre la po-lítica ¿quieren comprenderla mejor o aboliría de una vez?
11ª  ¿Puede haber «política» sin conflicto ni enfrenta-mientos? 
12ª ¿Puede haber democracia sin política? 
13ª ¿En qué se parece la esencia de la filosofía a la esencia de la democracia? 
14ª ¿Qué son las «utopías»? ¿Por qué los filósofos suelen ser aficionados a ellas?
15ª  ¿Es lo mismo «utopía» que «ideal»?
16ª  ¿Hay «utopías» aborrecibles o por lo menos peligrosas? 
17ª ¿Se ha realizado históricamente alguna «utopía»? 
18ª ¿Establecemos los humanos un «contrato social» o somos más bien resultado de elecciones privadas que determinan lo mejor para todos? 
19ª ¿Son plenamente compatibles todos los ideales políticos en la sociedad efectiva? ¿Qué es la justicia? ¿Cuál es su relación con la «dignidad humana»?
20ª  ¿Cuál es la relación entre la «dignidad» humana y los «derechos humanos»?
21ª ¿Puede haber «derechos humanos» colectivos? 
22ª ¿Estamos los humanos determinados inexorablemente por nuestra raza o nuestra cultura? 
23ª ¿Cuáles son los principios más generales de las morales humanas? 
24ª ¿Es la risa un argumento a favor de la vida en común de los hombres?




Nadie llega a convertirse en humano si está solo: nos hacemos humanos los unos a los otros. Nuestra humanidad nos la han «contagiado»: ¡es una enfermedad mortal que nunca hubiéramos desarrollado si no fuera por la proximidad de nuestros semejantes! Nos la pasaron boca a boca, por la palabra, pero antes aún por la mirada: cuando todavía estamos muy lejos de saber leer, ya leemos nuestra humanidad en los ojos de nuestros padres o de quienes en su lugar nos prestan atención. Es una mirada que contiene amor, preocupación, reproche o burla: es decir, significados. Y que nos saca de nuestra insignificancia natural para hacernos humanamente significativos. Uno de los autores contemporáneos que con mayor sensibilidad ha tocado el tema, Tzvetan Todorov, lo expresa así:

 «El niño busca captar la mirada de su madre no solamente para que ésta acuda a alimentarle o reconfortarle, sino porque esa mirada en sí misma le aporta un complemento indispensable: le confirma en su existencia. [...] Como si supieran la importancia de ese momento -aunque no es así-, el padre o la madre y el hijo pueden mirarse durante largo rato a los ojos; esta acción sería completamente excepcional en la edad adulta, cuando una mirada mutua de más de diez segundos no puede significar más que dos cosas: que las dos personas van a batirse o a hacer el amor».

Siendo como somos en cuanto humanos fruto de ese contagio social, resulta a primera vista sorprendente que soportemos nuestra sociabilidad con tanto desasosiego. No seríamos lo que somos sin los otros pero nos cuesta ser con los otros. La convivencia social nunca resulta indolora. ¿Por qué? Quizá precisamente porque es demasiado importante para nosotros, porque esperamos o tememos demasiado de ella, porque nos fastidia necesitarla tanto. Durante un brevísimo período de tiempo cada ser humano cree ser Dios o por lo menos el rey de su diminuto universo conocido: el seno materno aparece para calmar el hambre (casi siempre en forma de biberón), manos cariñosas responden a nuestros lloros para secarnos, refrescarnos o calentarnos, para darnos compañía. Hablo de los afortunados, porque hay niños cuyo destino atroz les niega incluso este primer paraíso de ilusoria omnipotencia. Pero nuestro reinado acaba pronto, incluso en los casos menos desdichados. Pronto tenemos que asumir que esos seres de quienes tanto dependemos tienen su propia voluntad, que no siempre consiste en obedecer a la nuestra. Un día lloramos y mamá tarda en venir; eso nos anuncia y nos prepara a la fuerza para otro día más lejano, el día en que lloraremos y mamá ya no volverá.

La filosofía y la literatura contemporáneas abundan en lamentos sobre la carga que nos impone vivir en sociedad, las frustraciones que acarrea nuestra condición social y los preservativos que podemos utilizar para padecerlas lo menos posible. En su drama A puerta cerrada, Jean-Paul Sartre acuñó una sentencia célebre, luego mil veces repetida:

 «El infierno son los demás». 

Según eso, el paraíso sería la soledad o el aislamiento (que por cierto distan mucho de ser lo mismo). El tema de la «incomunicación» aparece también de las más diversas formas en obras de pensamiento, novelas, poemas, etcétera. A veces es una queja por la pérdida de una comunidad de sentido que supuestamente existía en las sociedades tradicionales y que el individualismo moderno ha desmoronado; pero en otros casos parece provenir más bien de ese mismo individualismo, que se considera incomprendido por los demás en lo que tiene de único e irreductiblemente «especial». Otros autores deploran o se rebelan contra las limitaciones que la convivencia en sociedad impone a nuestra libertad personal: ¡nunca somos lo que realmente queremos ser, sino lo que los otros exigen que seamos! Y algunos plantean estrategias vitales para que lo colectivo no devore totalmente nuestra intimidad: colaboremos con la sociedad en tanto nos resulte beneficioso y sepamos disociarnos de ella cuando nos parezca oportuno. A fin de cuentas, como dijo en una ocasión la emprendedora Mrs. Thatcher, la sociedad es una entelequia y los únicos que existen verdaderamente son los individuos...

A favor de estas protestas y recelos abundan los argumentos aceptables. Las sociedades modernas de masas tienden a despersonalizar las relaciones humanas, haciéndolas apresuradas y burocráticas, es decir muy «frías» si se las compara con la «calidez» inmediata de las antiguas comunidades, menos reguladas, menos populosas y más homogéneas. En cambio crece la posibilidad de control gubernamental o simplemente social sobre las conductas individuales, cada vez más vigiladas y obligadas a someterse a ciertas normas comunes... ¡aunque esta última forma de tiranía nunca ha faltado tampoco en las pequeñas comunidades premodernas! Pese a tanto control, demasiados ciudadanos conocen muy pocas ventajas de la vida en común y padecen miseria o abandono. Por encima de todo, nuestro siglo ha conocido ejemplos espeluznantes del terror totalitario que pueden ejercer sobre las personas los colectivismos dictatoriales. Tantas adversidades pueden hacer olvidar hasta qué punto la sociabilidad no es simplemente un fardo ajeno que se impone a nuestra autonomía sino una exigencia de nuestra condición humana sin la cual nos sería imposible desarrollar esa autonomía misma de la que nos sentimos tan justificadamente celosos. Sin querer llevarle la contraria a Mrs. Thatcher, parece evidente que las sociedades no son simplemente un acuerdo más o menos temporal, más o menos conveniente, al que llegan individuos racionales y autónomos, sino que por el contrario los individuos racionales y autónomos son productos excelentes de la evolución histórica de las sociedades, a cuya transfor-mación contribuyen luego a su vez. ¿Cómo podría ser de otro modo?
¿Son los demás el infierno? Sólo en tanto que pueden hacernos la vida infernal al revelarnos -a veces poco consideradamente- las fisuras del sueño libertario de omnipotencia que nuestra inmadurez autocomplaciente gusta de imaginar. ¿Vivimos necesariamente incomunicados? Desde luego, si por «comunicación» entendemos el que los demás nos interpreten espontáneamente de modo tan exhaustivo como nosotros mismos creemos expresarnos; pero sólo muy relativamente, si asumimos que no es lo mismo pedir comprensión que hacerse comprender y que la buena comunicación tiene como primer requisito hacer un esfuerzo por comprender a ese otro mismo del que pedimos comprensión. ¿Limitan nuestra libertad los demás y las instituciones que compartimos con ellos? Quizá la pregunta debiera plantearse de modo diferente: ¿tiene sentido hablar de libertad sin referencia a la responsabilidad, es decir a nuestra relación con los demás?, ¿no son precisamente las instituciones -empezando por las leyes- las que nos revelan que somos libres de obedecerlas o desafiarlas, así como también para establecerlas o revocarlas? Incluso los abusos totalitarios o simplemente autoritarios sirven al menos para que comprendamos mejor -en la resistencia contra ellos- las implicaciones políticas y sociales de nuestra autonomía personal.

Por justificadas que estén las protestas contra las formas efectivas de la sociedad actual (de cualquier sociedad «actual»), sigue siendo igualmente cierto que estamos humanamente configurados para y por nuestros semejantes. Es nuestro destino de seres lingüísticos, es decir, simbólicos. Al nacer somos «capaces» de humanidad, pero no actualizamos esa capacidad -que incluye entre sus rasgos la autonomía y la libertad- hasta gozar y sufrir la relación con los demás. Los cuales por cierto nunca están «de más», es decir nunca son superfluos o meros impedimentos para el desarrollo de una individualidad que en realidad sólo se afirma entre ellos. Para conocernos a nosotros mismos necesitamos primero ser reconocidos por nuestros semejantes. Por muy malo que pueda eventualmente resultarnos el trato con los otros, nunca será tan irrevocablemente aniquilador como vendría a ser la ausencia completa de trato, el ser plena y perpetuamente «desconocidos» por quienes deben reconocernos. Lo ha expresado muy bien el gran psicólogo William James: «El yo social del hombre es el reconocimiento que éste obtiene de sus semejantes. Somos no solamente animales gregarios, que gustamos de la proximidad con nuestros compañeros, sino que también tenemos una tendencia innata a hacernos conocer, y conocer con aprobación, por los seres de nuestra especie. Ningún castigo más diabólico podría ser concebido, si fuese físicamente posible, que vernos arrojados a la sociedad y permanecer totalmente desapercibidos por todos los miembros que la componen»31. Nadie llegaría a la humanidad si otros no le contagiasen la suya, puesto que hacerse humano nunca es cosa de uno solo sino tarea de varios; pero una vez humanos, la peor tortura sería que ya nadie nos reconociese como tales... ¡ni siquiera para abrumarnos con sus reproches!

 ¿Es «natural» la imperiosa necesidad de ser reconocidos por nuestros semejantes, la cual a su vez abre el camino a todos nuestros empeños propiamente «culturales»? En la Fenomenología del espíritu, sin disputa una de las piezas claves de la filosofía moderna, Hegel narra ese tránsito por medio de una especie de mito especulativo conocido como «El señor y el siervo» (o, aún más dramáticamente, «El amo y el esclavo»). Partamos de que por el mundo vaga un ser dotado de conciencia, del que todavía no sabemos si es animal o humano. Tiene apetitos (hambre, sed, cobijo, sexo...) que busca satisfacer de modo inmediato, así como rivales y enemigos con los que debe luchar o de los que tiene que huir. Para esa conciencia el mundo no es más que un lugar donde se suscitan y satisfacen sus apetitos, el ámbito en el que tiene lugar su búsqueda a toda costa de supervivencia biológica. Existe plena continuidad entre el mundo y la conciencia que en él se mueve o, por decirlo con la expresión de Georges Bataille en su Teoría de la religión, la conciencia vital -zoológica- aún se encuentra en el mundo «como el agua en el agua». De modo que en realidad no hay «mundo» como algo independiente y separado de la conciencia, por lo que tampoco hay realmente «conciencia» como una voluntad autónoma para sí misma. Pero ahora supongamos que la conciencia se transforma en autoconciencia, en conciencia de sí misma, y comienza a valorar la propia independencia de sus deseos respecto al mundo circundante. Inmediatamente también el mundo se transforma en algo «ajeno», que resiste o se opone a sus apetitos, que parece «querer» por su cuenta en contra de lo que la autoconciencia tiene por su querer propio.

La autoconciencia entonces ya no se conforma simplemente con la supervivencia biológica que le bastaba mientras se halló en plena continuidad con el resto del mundo. Ahora la autoconciencia quiere ante todo su propio querer, su voluntad autónoma distinta del mundo que se le opone. En cierto modo esto la sitúa al margen de la vida, del simple durar «como el agua en el agua», y la enfrenta con la muerte. De ser conciencia de la vida pasa a convertirse en autoconciencia que asume y desafía la certeza de su propia muerte. En ese mundo que se opone y resiste al cumplimiento de sus apetitos, la autoconciencia comienza a ser más y más capaz de valorar, de elegir, de jerarquizar sus deseos de acuerdo no ya sólo con la supervivencia sino con la afirmación autónoma de su querer. Antes o después, la autoconciencia habrá de enfrentarse a otra autoconciencia en apariencia semejante a ella misma. Pero de buenas a primeras no está dispuesta a aceptar ese parentesco: al contrario, aspira a ser reconocida como única por la otra y que ésta renuncie a sus aspiraciones de tenerse por su igual. Entonces tiene lugar la lucha a muerte por el reconocimiento entre ambas, una batalla en la que se mezclarán las armas físicas y también las simbólicas.

¿Cómo podrá una autoconciencia afirmarse triunfalmente frente a la otra? Por medio del más universal de los instrumentos, el miedo a la muerte. Puesto que ambas son conscientes de su mortalidad, deberán probar hasta qué punto se hallan «por encima» del mero instinto de supervivencia que aún las entronca con la zoología, de la que pugnan por zafarse para consolidar su autonomía. El combate por el reconocimiento será ganado entonces por la autoconciencia más capaz de sobreponerse al terror a morir: vence el temerario, capaz de combatir con la frialdad implacable de alguien que ya estuviera muerto, frente al timorato, aún demasiado apegado al latido vital y que nunca renuncia a cubrirse las espaldas o retroceder a tiempo. La situación es semejante a la de aquel tremendo juego que hizo furor hace pocas décadas en Estados Unidos, una de cuyas versiones aparece en la película de Nicholas Ray Rebelde sin causa: los competidores conducen dos automóviles lanzados a toda velocidad uno hacia el otro o ambos en paralelo hacia un pre-cipicio. El primero que frena o se desvía por instinto de supervivencia es «el gallina» y pierde. El otro -¡si salva el pellejo!- es reconocido como el valiente, es decir, el que más vale, aquel cuyo desprecio a la muerte le sitúa más lejos de la animalidad (por cierto, también la mayoría de los animales cuando luchan con sus semejantes y van perdiendo se ofrecen rendidos al oponente antes de que la bronca tenga un resultado fatal).

La autoconciencia vencida -vencida sobre todo por el miedo a morir- queda sometida a las órdenes del vencedor (que no reconoce más «amo» que la muerte misma). Pero el derrotado no se convierte en un mero animal: para servir al señor se ve obligado a trabajar, lo cual le aleja de la simple inmediatez de los apetitos zoológicos. Por medio del trabajo el mundo deja de ser sólo un obstáculo o un enemigo y se convierte en material para realizar transformaciones, proyectos, tareas creadoras. A la larga el amo, cuyos deseos se ven inmediatamente satisfechos por su esclavo, recae poco a poco en la animalidad y ya no le queda otro entretenimiento «humano» que contemplar una y otra vez su rostro en el espejo de la muerte, hasta identificarse con ella. En cambio el siervo se convierte en depositario de la más duradera autoconciencia, no limitada al estéril desafío frente a la muerte sino dedicada a la creación de nuevas formas para racionalizar la vida. Finalmente, cada una de las dos autoconciencias representa una mitad nada más de la voluntad autónoma del hombre: la afirmación de su independencia como valor superior a la mera supervivencia biológica y el empeño técnico de llegar a vivir más y mejor. Aún un paso más y cada una de las autoconciencias reconoce la validez de la otra: la validez del Otro. Ya en plano de igualdad, el individuo admite la dignidad humana de los demás no como meros instrumentos -de muerte o de creación- sino como fines en sí mismos cuyos derechos han de ser reconocidos en un marco social de cooperación.

Hasta aquí mi paráfrasis libérrima -¡Hegel me perdone!- de la dialéctica mitológica entre el señor y el siervo, que también ha inspirado a talentos mejores que el mío como los de Karl Marx o Alexandre Kojéve. A esta fábula especulativa se le pueden buscar diversas ilustraciones antropológicas o históricas. Lo que me parece más significativo de ella -sería absurdo tomarla al pie de la letra-es el esfuerzo por narrar de modo inteligible una perspectiva del tránsito entre naturaleza y cultura, entre la conciencia de la muerte y la voluntad de asegurar la vida: desde el rebaño sometido al despotismo del más fuerte hasta la sociedad igualitaria que se reparte las tareas sociales. Una vez llegados al plano de la sociedad humana -a la vez sometida a valoraciones éticas y a consideraciones políticas- la pregunta viene a ser ésta: ¿cómo organizar la convivencia? Pregunta que sigue vigente aunque ya se haya superado la oposición brutal entre amos y escla-vos. Porque los diversos «socios» que forman parte de la comunidad mantienen cada cual sus propios apetitos e intereses, su incansable necesidad de reconocimiento por los demás, sus enfrentamientos en torno a cómo deben repartirse los bienes que admiten reparto y quién debe poseer aquellos que no pueden tener más que un solo dueño. En una palabra, la cuestión es cómo se convierte la discordia humana en concordia social.

¿Por qué existe la discordia? Desde luego, no es porque los seres humanos seamos irracionales o violentos por naturaleza, como a veces dicen los predicadores de trivialidades. Más bien todo lo contrario. Gran parte de nuestros antagonismos provienen de que somos seres decididamente «racionales», es decir, muy capaces de calcular nuestro beneficio y decididos a no aceptar ningún pacto del que no salgamos claramente gananciosos. Somos lo suficientemente «racionales» al menos como para aprovecharnos de los demás y desconfiar del prójimo (suponiendo, con buenos argumentos, que se portará si puede con nosotros como nosotros intentamos portarnos con él). También usamos la razón lo suficiente para darnos cuenta de que nada nos sería tan beneficioso como vivir en una comunidad de gente leal y solidaria ante la desgracia ajena, pero nos preguntamos: «¿Y si los demás no se han dado cuenta todavía?», para concluir: «Que empiecen ellos y me comprometo a pagarles en la misma moneda». Todo muy racional, como se ve. Aunque a estas alturas del libro espero no tener que recordarle al lector la diferencia ya reiterada entre lo «racional» y lo «razonable». Por si falta hiciere, miren a la realidad que les circunda (en la que unos pocos centenares de privilegiados poseen la inmensa mayoría de las riquezas mientras millones de criaturas perecen de hambre) y podrán concluir que vivimos en un mundo tremendamente racional pero poquísimo razonable...

Tampoco es verdad que seamos espontáneamente «violentos» o «antisociales». Ni mucho menos. Por supuesto existen en todas las sociedades personas así, que padecen alguna alteración psíquica o que han sido tan maltratadas por los demás que luego les pagan con la misma moneda. No podemos legítimamente esperar que aquellos a quienes el resto de la comunidad trata como si fuesen animales, utilizándolos como bestias de carga y desentendiéndose de su suerte, se porten después como perfectos ciudadanos. Pero no hay tantos casos como pudiera esperarse (sorprende realmente lo sociables que se empeñan en seguir siendo incluso quienes menos provecho sacan de la sociedad) ni rompen la convivencia humana tanto como otras causas diríamos que opuestas. En efecto, los grandes enfrentamientos colectivos no los suelen protagonizar individuos personalmente violentos sino grupos formados por gente disciplinada y obediente a la que se ha convencido de que su interés común depende de que luchen contra ciertos adversarios «extraños» y los destruyan. No son violentos por razones «antisociales» sino por exceso de sociabilidad: tienen tanto afán de «normalidad», de parecerse lo más posible al resto del grupo, de conservar su «identidad» con él a toda costa, que están dispuestos a exterminar a los diferentes, a los forasteros, a quienes tienen creencias o hábitos aje-nos, a los que se considera que amenazan los intereses legítimos o abusivos del propio rebaño. No, no abundan los lobos feroces ni los que hay representan el mayor riesgo para la concordia humana; el verdadero peligro proviene por lo general de las ovejas rabiosas...

Desde muy antiguo se viene intentando organizar la sociedad humana de tal modo que garantice el máximo de concordia. Por supuesto, no podemos confiar para lograrlo sencillamente en el instinto social que tiene nuestra especie. Es verdad que nos hace necesitar la compañía de nuestros semejantes, pero también nos enfrenta a ellos. Las mismas razones que nos aproximan a los demás pueden hacer que éstos se conviertan en nuestros enemigos. ¿Cómo puede suceder? Somos seres sociables porque nos parecemos muchísimo unos a otros (mucho más desde luego de lo que la diversidad de nuestras culturas y formas de vida hacen suponer) y aproximadamente solemos querer todos las mismas cosas esenciales: reconocimiento, compañía, protección, abundancia, diversión, seguridad... Pero nos parecemos tanto que con frecuencia apetecemos a la vez las mismas cosas (materiales o simbólicas) y nos las disputamos unos a otros. Incluso es frecuente que deseemos ciertos bienes solamente porque vemos que otros también los desean: ¡hasta tal punto resultamos ser gregarios y conformistas!

De modo que lo mismo que nos une nos enfrenta: nuestros intereses. La palabra «interés» viene del latín inter esse, lo que está en medio, entre dos personas o grupos: pero lo que está entre dos personas o dos grupos sirve en ocasiones para unirles y otras veces se interpone para separarles y volverles hostiles uno contra otro. A veces acerca a los distantes (sólo junto a ti puedo obtener lo que busco) y otras veces enfrenta a los distintos (quieres lo que yo quiero y si es para ti no podrá ser para mí). La misma «sociabilidad» indudable de los intereses humanos hace que necesitemos vivir en sociedad pero también que en demasiadas ocasiones la concordia social nos resulte imposible.

¿Cómo arreglárnoslas para organizar eso que Kant llamó con acierto y un punto de ironía «nuestra insociable sociabilidad»? Los filósofos han elucubrado sobre este punto, como sobre el resto de las cuestiones de alcance y hondura semejantes. Pero con una notable diferencia, que hizo notar perspicazmente Hannah Arendt. La filosofía del conocimiento no quiere que acabe el conocimiento, ni la filosofía cosmológica pretende abolir el universo, pero en cambio la filosofía política parece suponer que sólo obtendrá auténtico éxito cuando la política quede suprimida. O sea, de Platón en adelante, los filósofos han tratado siempre la política como un conflicto indeseable que hay que corregir, no como una expresión de libertad creadora que debe ser protegida y encauzada. Porque la política es colisión de intereses, tanteos hacia una armonía siempre precaria, hallar para los viejos problemas soluciones parciales que inevitablemente crean nuevas y no menos desconcertantes dificultades. Cuando hablan de política, la mayoría de los filósofos están deseando poner punto final a tanto embrollo. Sueñan con una fórmula definitiva que acabe de una vez por todas con las rivalidades, discordias y aporías de la vida en común, en una palabra: una solución que nos permita vivir sin política. Y por tanto también sin historia; sólo a un filósofo se le puede ocurrir hablar con cierto discreto ali-vio del «final de la historia», como se le ocurrió no hace mucho a Fukuyama. La mayoría de los restantes filósofos que le denunciaron con vehemencia lo que censuraban fue solamente el creer que ese momento jubiloso había llegado ya, porque cada uno de ellos tenía su propio final de la historia que aún aguardaba realizarse. Pero compartían con Fukuyama el deseo de que acabase de una buena vez la historia junto con la política, ese fatigoso y confuso dolor.
Por esta razón tantos grandes filósofos, desde los griegos de nuestros comienzos, han sido críticos y hasta declarados adversarios de las ideas democráticas. No deja de ser esta animadversión una auténtica paradoja, porque la filosofía nace con la democracia y en cierto sentido esencial es inseparable de ella: hay democracia cuando los humanos asumen que sus leyes y proyectos políticos no provienen de los dioses o la tradición, sino de la autonomía ciudadana de cada cual armonizada polémica y transitoriamente con las de los demás, con iguales derechos a opinar y decidir; hay filosofía cuando los humanos asumen que deben pensar por sí mismos, sin dogmas preestablecidos, soportando la crítica y el debate con sus semejantes racionales. En el fondo, el proyecto de la democracia es en el plano sociopolítico lo mismo que el proyecto filosófico en el plano intelectual. La democracia implica que siempre habrá política (en el sentido discordante y conflictivo que hemos visto) por la misma razón que la filosofía implica que siempre habrá pensamiento, es decir duda y disputa sobre lo más esencial. A esto último los filósofos suelen avenirse más o menos a regañadientes (¿a qué filósofo no le hubiera gustado que los grandes problemas quedaran definitivamente resueltos por él?), pero en lo tocante a los fundamentos de la política todos coinciden en querer dejarlos zanjados de una vez por todas. Que acabe el pensamiento autónomo representa una desdicha incluso para el pensador más arrogante; pero cancelar de una buena vez la discordante autonomía social de los individuos sería visto como un triunfo deseable por muchos grandes teóricos de la sociedad...

Supongo que de aquí proviene la afición de tantos filósofos de la política por las utopías. Aunque actualmente se utiliza la palabra «utopía» y sobre todo el adjetivo «utópico» en un sentido muy vago y genérico, que para unos significa «absurdo» o «irrealizable» mientras que para otros equivale al ímpetu racional de transformar positivamente el mundo y acabar con las injusticias, el término debería ser empleado de modo un tanto más preciso. Proviene, como es sabido, de un relato fantástico titulado precisamente así -Utopía- que escribió en 1516 sir Tomás Moro, un personaje realmente notable que reunió atributos tan escasamente conciliables como ser pensador, estadista, mártir de la fe y santo de la Iglesia católica. En una película biográfica muy notable en su día, interpretada con excelsitud por Paul Scofield, se le denominaba «un hombre para todas las ocasiones» y sin duda merece tal calificación. Su relato «Utopía» tiene algo de sátira y mucho de experimento mental: «Cómo serían las cosas si...». Desde el propio título la ironía de Moro juega con ambigüedades calculadas, porque según su etimología griega «utopía» significa «lugar que no está en ninguna parte» (es decir, un no lugar) pero también suena parecido a «utopía», lugar bueno, el lugar del Bien.
Muchas de las características de las utopías posteriores se encuentran ya en ese libro: un ámbito político cerrado y sin escapatoria («Utopía» es una isla), autoritarismo supuestamente benevolente basado en la estricta aplicación de criterios racionales, reglamentación minuciosa de la vida cotidiana de todo el mundo (incluidos los momentos de ocio, las relaciones familiares o la sexualidad), abolición de la propiedad privada, sometimiento absoluto de cada individuo al bien común (las personas pueden ser desplazadas de un lugar a otro de acuerdo con las necesidades generales), igualdad económica, abolición de la competencia, inmovilidad histórica (las leyes fueron dictadas por el mítico ancestro Utopus ¡hace novecientos años!), etc. También incluía Moro en su original diseño algunos elementos que chocaban con su propia ortodoxia eclesial, como la tolerancia religiosa (¿quizá un guiño a su amigo Erasmo?) o la eutanasia voluntaria, aunque finalmente reconocía que seguir la verdad revelada por la fe podía ser una «utopía» aún mejor. Sin duda sería inadecuado leer este relato como un programa político o, mejor dicho, «antipolítico», desconociendo su componente lúdico, de juego teórico. El propio autor se negó al final de su vida a que fuese traducido del latín al inglés porque temía que sirviese para corromper a los incultos. Un temor muy justificado, viendo algunos de los efectos «utopistas» posteriores.

Una vez establecido así el modo «utópico» como género literario, podemos extender el concepto hacia atrás -hasta la República de Platón- y verlo proseguir en obras como la Nueva Atlántida de Francis Bacon, la Ciudad del sol de Campanella, otras de Charles Fourier o Robert Owen y un extenso etcétera que llega hasta las ficciones de H. G. Wells en nuestro siglo, sin olvidar algunas perversiones del modelo como las Ciento veinte jornadas de Sodoma del marqués de Sade. En líneas generales, los aspectos positivos de las utopías son la propuesta de una alternativa global a las sociedades realmente existentes (modificando la forma de ver rutinaria que tiene por «inevitable» todo lo que de hecho está vigente) y en la mayoría de los casos la propuesta de una armonía social basada en la renuncia a la codicia y a los abusos del interés económico privado. Pero también abundan otros rasgos severamente negativos: autoritarismo claustrofóbico, conversión de los abiertos ideales humanos (libertad, justicia, igualdad, seguridad...) en reglamentos asfixiantes, suposición de que basta el cálculo racional -siempre ejercido por unos cuantos ilustrados-para determinar la vida mejor de «todos» los ciudadanos, desaparición de la espontaneidad y de la innovación (las «utopías» suelen proponerse para el futuro pero ninguna admite el desconocido futuro como prolongación de sí misma), ordenancismo que alcanza hasta los rincones más íntimos de la privacidad, etc.
La realización efectiva de proyectos que en su día pudieron parecer legítimamente «utópicos» (empezando por los Estados Unidos y siguiendo por la Unión Soviética, el Estado de Israel o incluso el tercer Reich de Hitler) nos han hecho bastante más recelosos sobre las bondades del género como guía de organización política de lo que fueron sus pioneros. Incluso en los mejores casos, los bienes sociales conseguidos nunca se dan sin serias contrapartidas que el mero planeamiento racional no preveía. De ahí que la ciencia ficción contemporánea abunde en «distopías», es decir «utopías» francamente detestables propuestas como modelos a no seguir, tales como Un mundo feliz de Aldous Huxiey o Nosotros de Zamiatin. Pese a las buenas intenciones filosóficas que inspiraron la mayoría de ellas, los intentos de acuñar una concordia prefabricada y sin resquicios como sueño de unos cuantos se transforma al realizarse históricamente en la pesadilla de todos los demás.
Algunos utopistas y casi todos los políticos totalitarios de nuestro siglo han reclamado un «hombre nuevo» como materia prima dispuesta para someterse a sus proyectos. Pero el hombre, afortunadamente, no puede ser «nuevo» sin dejar de ser propiamente humano puesto que su propia sustancia simbólica está compuesta con una tradición de conocimientos adquiridos, experiencias históricas, conquistas sociales, memoria y leyendas. Las personas nunca pueden ser pizarras recién borradas -y ¡qué métodos tan terribles se han utilizado en las últimas décadas para borrar de las mentes cuanto merece ser recordado y defendido!- en las que se escriba arbitrariamente la nueva ley social, por buena letra que se proponga hacer el legislador. Tampoco es factible purgar a los hombres del apego racional a sus propios intereses encontrados para someterlos a un interés global o bien común determinado por alguna sabiduría situada por encima de sus cabezas. No, es preciso fraguar la política de concordia a partir de los seres humanos realmente existentes con sus razones y pasiones, con sus discordias, con su tendencia al egoísmo depredador pero también con su necesidad de ser reconocidos por la simpatía social de los demás. Por lo que sabemos, tal concordia será siempre frágil y padecerá mil amenazas: segregará sus propios venenos, a veces a partir de sus mejores logros. ¿Cómo orientar la reflexión sobre tantas paradojas, sobre este drama colectivo de nuestra vida en común?

Hay dos enfoques principales, cada uno con muy diversos matices. El primero piensa la organización política de la comunidad humana a partir de un contrato social entre los individuos (no hace falta creer que ha tenido lugar como acontecimiento histórico, basta con aceptar el punto de partida teórico «como si» hubiese ocurrido), los cuales planean en común sus leyes, sus jerarquías, la distribución del poder y la mejor forma de atender a las necesidades públicas. Además de preocuparse por sus intereses privados, los socios comprenden también que es imprescindible organizar a determinados aspectos colectivos que redundan en beneficio de todos y sustentan la viabilidad misma del grupo como tal. Los intereses de cada cual pueden oponerse a los de otros pero no al marco comunitario del que reciben su sentido: son «particulares» pero no «antisociales», porque si fueran esto último dejarían de funcionar como propiamente «humanos». Por tanto, es posible decidir en común lo que concierne a todos y revisar periódicamente las normas así establecidas: también será necesario que los gobernantes intervengan periódicamente para corregir las disfunciones que resulten de la mera pugna entre los intereses particulares o proteger a quienes se vean por cualquier circunstancia incapacitados para atender a sus necesidades más básicas.

La segunda perspectiva, en cambio, desconfía de la capacidad deliberativa de los socios en lo tocante a lo mejor para la comunidad. El poder político debe establecer tan sólo un marco lo más flexible y menos intervencionista posible, dentro del cual tengan libre juego las libertades de los socios en busca de satisfacer sus intereses. Cada cual es muy capaz de buscar lo mejor para sí mismo, aunque no lo sea para planificar lo que ha de ser preferible para todos. Pero es que precisamente el mayor beneficio público surgirá de la interacción entre quienes buscan sin cortapisas su provecho privado, a causa de la ya mencionada condición «social» de nuestros intereses aparentemente más particulares. En la búsqueda de su propio bien, cada cual no tendrá más remedio que colaborar aún sin proponérselo con el de los demás porque siempre obtenemos más de los otros beneficiándoles que perjudicándoles. Una suerte de «mano invisible» armonizará lo aparentemente discordante, reforzará los mejores planes de vida comunitaria y condenará al fracaso las so-luciones caprichosas o erróneas. El poder político debe abstenerse lo más posible de intervenir en tal juego entre las astucias privadas para no viciar el resultado final y dañar al conjunto buscando un exceso «artificial» de perfección.
En resumen, por decirlo con palabras de Roger Scruton: «El defensor de la decisión colectiva busca una sociedad explícitamente consentida por sus miembros: es decir, que ellos mismos hagan la elección acerca de las instituciones y las condiciones materiales. El defensor de la mano invisible busca una sociedad que resulte del consentimiento, aunque nunca haya sido explícitamente consentida en conjunto puesto que las elecciones de sus miembros individuales recaen sobre cuestiones que nada tienen que ver con el resultado global»32. En líneas generales, la primera de las dos perspectivas políticas es considerada «de izquierdas» y la segunda «de derechas»; pero creo que la marcha efectiva de casi todas las sociedades que conocemos actualmente no puede ser comprendida sin aplicar en un grado u otro ambos criterios.

El gran problema es que -a diferencia de lo que sucede en las utopías- en las sociedades existentes no todos los ideales resultan plenamente compatibles. Por ejemplo, las libertades públicas son sumamente deseables pero a veces chocan con la seguridad ciudadana, que también es un principio digno de consideración. En muchos casos se dan conflictos semejantes y aún peores: es importante defender los derechos humanos de las mujeres en aquellas sociedades -como la impuesta por los talibanes en Afganistán- que no los respetan pero también merece respeto el derecho de cada comunidad humana a desarrollar sus propias interpretaciones valorativas sin injerencias violentas de otras naciones, la libertad de comercio y empresa es un principio muy respetable pero entre sus consecuencias indeseables parece estar la miseria creciente de gran parte de la humanidad, etc. A comienzos de nuestro siglo, Max Weber habló de las «batallas entre dioses» que representan estos choques en la realidad histórica de ideales contrapuestos. Son como licores fuertes y puros que no pueden ser tomados sin mezcla. Quizá el arte político por excelencia sea acertar en la dosificación del cóctel que los integre todos sin dejar de ser socialmente «digerible»...

Desde Platón, la virtud que mejor expresa esa concordia social a partir de elementos discordantes de la que venimos hablando se llama justicia. Estamos demasiado acostumbrados, a mi juicio, a enfocarla de modo meramente distributivo (darle a cada cual lo suyo, a cada cual según sus merecimientos o sus necesidades) o retributivo (castigar a los malos y premiar a los buenos). Pero hay definiciones más amplias y que me parecen preferibles. La que más me gusta es de un pensador anarquista del siglo XIX, Pierre-Joseph Proudhon, y dice así: «La justicia... es el respeto, espontáneamente experimentado y recíprocamente garantizado, de la dignidad humana, en cualquier persona y en cualquier circunstancia en que se encuentre comprometida, y a cualquier riesgo que nos exponga su defensa» (De la justicia en la revolución y en la Iglesia). El concepto de dignidad humana en su forma contemporánea (aunque en el capítulo tercero ya hemos visto que lo empleaba también el renacentista Pico della Mirandola) empieza a generalizarse a partir del siglo XVIII, cuando entra en crisis revolucionaria el sistema de honores propio de la aristocracia -reservado a una minoría- para dar paso a la exigencia de cada cual del reconocimiento de su calidad como hombre y como ciudadano. Entonces aparece el concepto político de «derechos humanos», que se incorporan a las constituciones democráticas y que se han ido fortificando teóricamente -aunque no siempre, ay, cumpliendo en la práctica- durante los últimos doscientos años. Implican una verdadera subversión de las sociedades tradicionales, tanto en su origen (en América aparecieron tras una guerra de independencia y en Europa se impusieron tras una revolución que decapitó reyes) como ahora mismo cuando se los intenta defender de veras. Los derechos humanos o derechos fundamentales son algo así como una declaración más detallada de lo que implica esa «dignidad» que es justo que los hombres se reconozcan los unos a los otros.

¿Qué implica la dignidad humana? En primer lugar, la inviolabilidad de cada persona, el reconocimiento de que no puede ser utilizada o sacrificada por los demás como un mero instrumento para la realización de fines generales. Por eso no hay derechos «humanos» colectivos, por lo mismo que no hay seres «humanos» colectivos: la persona humana no puede darse fuera de la sociedad pero no se agota en el servicio a ella. De aquí la segunda característica de su dignidad, el reconocimiento de la autonomía de cada cual para trazar sus propios planes de vida y sus propios haremos de excelencia, sin otro límite que el derecho semejante de los otros a la misma autonomía. En tercer lugar, el reconocimiento de que cada cual debe ser tratado socialmente de acuerdo con su conducta, mérito o demérito personales, y no según aquellos factores aleatorios que no son esenciales a su humanidad: raza, etnia, sexo, clase social, etc. En cuarto y último lugar, la exigencia de solidaridad con la desgracia y sufrimiento de los otros, el mantener viva y activa la complicidad con los demás. La sociedad de los derechos humanos debe ser la institución en la que nadie resulta abandonado.
Estos factores de la dignidad humana individual han tropezado modernamente con presunciones supuestamente «científicas» que tienden a «cosificar» a las personas, negando su libertad y responsabilidad y reduciéndoles a meros «efectos» de circunstancias genéricas. El racismo es el ejemplo más destacado de tal negación de la dignidad humana, pero en la actualidad va siendo sustituido por otro tipo de determinismo étnico o cultural, según el cual cada uno se debe exclusivamente a la configuración inevitable que recibe de su comunidad. Se supone así que las culturas son realidades cerradas sobre sí mismas, insolubles las unas para las otras e incomparables, cada una de las cuales es portadora de un modo completo de pensar y de existir que no debe ser «contaminado» por las demás ni alterado por las decisiones individuales de sus miembros. Tales dispositivos fatales «programan» a sus crías, en ocasiones para enfrentarlas sin remedio con los de otras culturas (el «choque de civilizaciones» del que habla Samuel Huntington) o al menos para cerrarlos al intercambio espiritual con ellos. ¡Ojalá dentro de cincuenta o cien años las invocaciones a la hoy sacrosanta «identidad cultural» de los pueblos que según algunos debe ser a toda costa preservada polí-ticamente sean vistas con el mismo hostil recelo con que ya la mayoría acogemos las menciones al Rh de la sangre o al color de la piel! Porque sin duda encierran en el fondo una voluntad no menos «injusta» de atentar contra el presupuesto esencial de la dignidad humana de cada uno: el de que los hombres no hemos nacido para vivir formando batallones uniformados, cada uno con su propia bandera al frente, sino para mezclarnos los unos con los otros sin dejar de reconocernos a pesar de todas las diferencias culturales una semejanza esencial y a partir de esa mezcla inventarnos de nuevo una y otra vez (véase lo que dijimos al respecto en la última parte del capítulo cuarto).
La obsesión característica de los nacionalismos, esa dolencia mayor del siglo XX, glorifica la necesaria «pertenencia» de cada ser humano a su terruño y la convierte en fatalidad orgullosa de sí misma. En el fondo no se trata más que de la detestable mentalidad posesiva que no sólo quiere poner el sello del dueño en las casas y en los objetos sino hasta en las tierras o paisajes. El imbécil «aquí somos así» y la mitificación de las «raíces» propias -como si los seres humanos fuésemos vegetales- bloquea la verdadera necesidad humana de hospitalidad que nos debemos unos a otros de acuerdo a lo que hemos llamado «dignidad». Para quien es capaz de reflexionar, todos somos extranjeros, judíos errantes, todos venimos de no se sabe dónde y vamos hacia lo desconocido (¿hacia los desconocidos?), todos nos debemos mutuamente deber de hospedaje en nuestro breve tránsito por este mundo común a todos, nuestra única verdadera «patria». Lo ha formulado muy bien un escritor judío contemporáneo, George Steiner: 

«Los árboles tienen raíces; los hombres y las mujeres, piernas. Y con ellas cruzan la barrera de la estulticia delimitada con alambradas, que son las fronteras; con ellas visitan y en ellas habitan entre el resto de la humanidad en calidad de invitados. Hay un personaje fundamental en las leyendas, numerosas en la Biblia, pero también en la mitología griega y en otras mitologías: el extranjero en la puerta, el visitante que llama al atardecer tras su viaje. En las fábulas, esta llamada es a menudo la de un dios oculto o un emisario divino que pone a prueba nuestra hospitalidad. Quisiera pensar en estos visitantes como en los auténticos seres humanos que debemos proponernos ser, si es que deseamos sobre vivir».

Según dice Sigmund Freud -fundador del psicoanálisis y uno de los espíritus mayores de nuestra época- en su obra El malestar de la cultura, el sufrimiento humano tiene tres fuentes:

 «La supremacía de la Naturaleza, la caducidad de nuestro cuerpo y la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad». 

Pero ninguna de estas tres desdichas puede ser propiamente considerada lo peor de lo que nos asedia: para el ser que necesita la mirada comprensiva y confirmadora del otro a fin de llegar a ser él mismo «lo malo es, originariamente, aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida del amor». Nada nos deja más inermes, más desvalidos, más amenazados que la pérdida del amor, entendido éste tanto en su sentido más literal (paternofilial o erótico) como también en el más general que los griegos denominaban filia: la amistad entre quienes se eligen mutuamente como complementarios («porque él era él, porque yo era yo», con estas hermosas palabras justifica Montaigne su filia por Étienne de la Boétie) y la simpatía «civil» -cortés y vagamente impersonal pero solidaria de modo nada irrelevante- que los conciudadanos tienen que demostrarse cotidianamente unos a otros para que la vida en sociedad resulte gratificante. Sin amor ni filia la humanidad se atrofia y quedamos en manos de la inhóspita ley de la jungla. Con razón dijo Goethe que 

«Saberse amado da más fuerza que saberse fuerte».

¿Cómo podemos merecer el amor de los otros? Gran parte de las pautas éticas en todas las culturas se han dedicado a darnos instrucciones para conseguirlo. Isaac Asimov, un escritor de ciencia ficción que a mi juicio también es buen filósofo, inventó las «tres leyes de la ro-bótica» que llevan grabadas en su programación las criaturas mecánicas que protagonizan Yo, robot y otros relatos suyos. Son éstas:

Primera: No dañarás a ningún ser humano.
Segunda: Ayudarás cuanto puedas a los seres humanos (siempre que no sea violando la primera regla).
Tercera: Conservarás tu propia existencia (siempre que no sea a costa de violar las dos leyes anteriores).

Como nosotros no somos robots, la mayoría de las morales pasadas y presentes invierten el orden de estos tres preceptos pero por lo demás sus normas quedan bien resumidas en la tríada de Asimov. Por supuesto, siempre ha habido, hay y habrá consejeros provocativamente desengañados que nos recomiendan aprovecharnos cuanto sea posible de quienes respetan la moralidad para obtener otras ventajas. Gracias a tales sabios vivimos rodeados de policías, cárceles, miseria y abandono. ¿Son tan astutos tales consejeros cínicos como suele creerse? ¿Merecen verdaderamente la pena las ventajas ocasionales que personalmente obtenemos escuchándoles frente a lo que perdemos todos en general? ¿Es prudente que tú o yo renunciemos a intentar merecer el amor de nuestros semejantes hasta que el último de los despistados o de los malvados se haya convencido de que es filia y no otra cosa lo que necesitamos?

Las más características manifestaciones humanas sólo pueden comprenderse en un contexto social: son cosas que hacemos pensando en los demás y llamándoles por medio de ellas cuando no están presentes. Por ejemplo, reír. El humor es un guiño en busca de auténticos «compañeros vitales» que puedan compartir con nosotros la aparición gozosa y a veces demoledora del sinsentido en el orden rutinario de los significados establecidos. Nada es tan sociable ni une tanto como el sentido del humor: por eso cuando en una reunión amistosa se oyen muchas risas o se intercambian abundantes sonrisas decimos que «lo están pasando bien». Es decir, que se encuentran a gusto reconociéndose unos a otros. Hasta quien ríe solo en verdad ríe a la espera de las almas gemelas que puedan unirse a reír con él. Y muchas amistades -¡y no pocos amores!- comienzan cuando dos entienden un chiste que se les escapa a los demás...

Tampoco la creación estética y sus goces pueden entenderse adecuadamente si no se comparten. Cuando descubrimos algo hermoso lo primero que hacemos es buscar a alguien que pueda disfrutarlo con nosotros: junto a él o a ella, también nosotros lo disfrutaremos más. Los niños pequeños se pasan la vida arrastrando de la manga a los mayores para enseñarles pequeñas maravillas que a veces los adultos son demasiado estúpidos para apreciar en lo que valen. Pero ¿qué es la belleza? ¿Por qué resulta tan importante para nosotros descubrirla, crearla y compartirla? ¿Por qué hasta lo feo tiene que arreglárselas a veces para aparecer como bonito o si no la vida deja de resultarnos apetecible?


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