En Las leyes, su último diálogo, el viejo Platón comenta que los humanos estamos sometidos a la forzosa pedagogía de dos maestros exigentes: el placer y el dolor. Ellos nos enseñan con sus coacciones -gratas o terribles-a vivir y a sobrevivir. Como la mayor parte de lo que nos hace gozar y sufrir a los humanos es común para todos, el placer y el dolor son fuertes abrazaderas de la hermandad universal entre nosotros; pero como nadie disfruta y padece exactamente con los mismos matices ni a lo largo de su trayecto vital ha estado sometido a los mismos estímulos, son también placeres y dolores los que nos dotan de una biografía irrepetible, los que perfilan la auténtica individualidad de cada cual. El placer y el dolor nos enseñan que somos «iguales» en lo general pero a la vez «diversos» en lo particular. De nuevo se comprueba que lo mismo que nos une -nuestros «intereses»-, es también lo que nos separa, nos personaliza y quizá antes o después nos enfrenta.
Veamos un poco más de cerca lo que en términos muy amplios podríamos llamar «placer». No me refiero solamente a cuanto nos produce una sensación físicamente grata sino a todo aquello -sea cosa,
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persona, producto, comportamiento, etcétera- ante lo que sentimos claramente aprobación: «¡a esto, sí!», «¡de esto, más!», «¡esto, que vuelva otra vez!». Por ejemplo, un delicioso plato de comida... (dejo a cada cual que llene la línea de puntos con el nombre de su especialidad culinaria favorita), el cual nos complace porque resulta muy agradable al paladar. O quizá una ducha refrescante en el calor del verano, también enormemente placentera. Estas sensaciones «gratificantes» resultan muy importantes en la vida de todos nosotros, los humanos, pero también lo son para cualquier animal dotado de un sistema nervioso pasablemente desarrollado. Otro ejemplo distinto: la satisfacción que nos produce ver a alguien realizar una acción generosa y valiente o, mejor todavía, realizarla nosotros mismos. «¡Vaya -suspiramos contentos-, esto sí que es bueno! ¡Así habría siempre que portarse!» El aprecio por lo «bueno» es propio de los seres dotados de razón, que al reflexionar nos damos cuenta de cuánto mejor sería esta perra vida si fuésemos todos capaces de tales conductas excelentes. Último ejemplo: veo una llameante puesta de sol en el mar o escucho una polonesa de Chopin bien interpretada al piano. Y de nuevo me surge la aprobación placentera: «¡Qué hermosa es!».
Sin embargo, este caso resulta diferente a los otros dos: indudablemente no podría disfrutar de lo «hermoso» si no fuera por mis sentidos, pero también interviene la razón en ese goce porque no se trata de una satisfacción meramente sensorial. Los placeres de la belleza son los menos «zoológicos» de todos. Sin embargo, lo que siento ante la belleza tampoco se trata de algo parecido al respeto moral o al aplauso que suscita en mí un gesto virtuoso; incluso es posible que yo prefiriese por razones éticas que en el mundo no hubiese tal o cual cosa hermosa... ¡aunque no por ello deja de parecerme hermosa! Supongamos que estoy con un amigo ante la gran pirámide egipcia de Keops y le confieso que me parece muy bella. «¿Bella? ¿A qué te refieres? ¿Debo suponer que te gustaría vivir dentro de ese túmulo oscuro? ¿O que te parece un lugar “agradable” para estar fuera, aquí sentado, a pleno sol del desierto?» Le respondo que la simple idea de habitar en una pirámide o de encaramarme a ella para tomar el sol me resulta perfectamente desagradable. «Además, ¿acaso no sabes -sigue malévolamente mi amigo- cómo se construyó? ¡Miles de esclavos arras-trando piedras enormes a latigazos para construirle una tumba suntuosa al tirano que pisoteaba sus derechos! ¿Es eso lo que te resulta tan bonito? ¿Acaso quieres que volvamos a construir pirámides como ésta a tal precio?» Admito que no, todo lo contrario: incluso preferiría que no existiese la pirámide si de ese modo se les hubiera ahorrado sufrimiento injusto a quienes la construyeron. Y desde luego no abrigo el más mínimo deseo de que vuelva a emprenderse una obra semejante con tales procedimientos inhumanos. Sin embargo, no tengo más remedio que reconocer que la gran pirámide se me antoja muy bella, pese a que no vea en ella nada «agradable» ni me parezca moralmente «bueno» que un día fuese construida. Y ya no sé qué más decir ante las pullas de mi amigo, porque no soy capaz de explicar claramente qué saco yo de eso que llamo «hermosura» o «belleza» para que me resulte gozosa a pesar de todo: es difícil entender por qué me «interesa» tanto.
Kant, algunos de cuyos planteamientos en la Crítica del juicio he parafraseado a mi manera hasta aquí, asegura que el deleite producido por la belleza es el único verdaderamente desinteresado y libre. En efecto, nuestras demás satisfacciones provienen de los intereses necesarios de nuestros sentidos o de nuestra razón. Lo «agradable» nos atrae porque cumple los afanes primordiales de comida, bebida, cobijo, comodidad, recompensa sexual, etc. Lo «bueno» se nos impone porque nuestra razón no tiene más remedio que aceptar que la vida humana resulta más digna de ser vivida cuando cualquiera de nosotros hace lo que es debido y reconoce a los demás como verdaderos semejantes, no meros instrumentos manipulables. Pero el afán de belleza no parece responder a ninguna necesidad concreta ni sensorial ni racional. Sabemos por qué los hombres primitivos hicieron cuencos de arcilla cocida para satisfacer con mayor comodidad su hambre y su sed. Podemos suponer que también los utilizaron para alimentar a sus hijos o dar de beber a sus compañeros sedientos, puesto que somos seres necesariamente sociales. Pero ¿por qué los adornaron con una cenefa de figuras geométricas o de motivos florales? Esa decoración no sirve para nada, no cumple en apa-riencia ninguna función: ningún chimpancé hubiese perdido el tiempo añadiendo tal superfluidad a un objeto cuya utilidad, por lo demás, podría llegar a entender. Sin embargo, esos motivos ornamentales revelan que los hombres no sólo buscan satisfacer sus necesidades sino que también tienen interés en que las cosas sean hermosas o que les parezcan hermosas a ellos. ¿Qué tipo de «interés»? Sin retroceder ante la paradoja, Kant dice que se trata de un interés desinteresado. Lo cual, francamente, no nos ayuda demasiado a salir de dudas...
Pero sigamos un poco más en compañía de Kant, que nunca resulta del todo una mala compañía. Según Kant, «es bello lo que complace universalmente sin concepto». Las dos características son importantes. Decir que una flor es «hermosa» o que un poema es «bello» no es lo mismo que asegurar «me gusta la paella»: en el primer caso consideramos que la belleza está en la flor o en el poema y que cualquiera debería poder verla si mira adecuadamente (¡y no sólo desde nuestro personal e intransferible punto de vista!), en el segundo admitimos que -como suele decirse- «el gusto es mío» y «sobre gustos no hay nada escrito» (es decir, no hay escrita ninguna ley que nos obligue a compartirlos, porque por lo demás sobre gustos se escribe muchísimo... probablemente más que sobre ninguna otra cosa). A lo que se refiere Kant
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cuando dice que lo bello complace «universalmente» no es a que «de hecho» todos coincidamos en considerar «bellas» a las mismas cosas sino a que sólo llamamos «bello» a lo que consideramos que tiene derecho y mérito suficiente en sí mismo para ser considerado así por todo el mundo, mientras que no exigimos tanto al proclamar otro tipo de gustos: sería de una ridícula falsa modestia dar a entender que algo es «bello» sólo para mí, mientras que sería admisible -¡aunque profundamente erróneo!- considerar como un rasgo original y personalísimo de mi carácter mi afición a la paella.
No menos interesante es la afirmación kantiana de que lo bello «no tiene concepto». Según el uso que Kant hace del término, el concepto es lo que nos permite identificar inequívocamente algo y además brinda una regla práctica para construirlo o juzgarlo. Pero aunque podemos identificar conceptualmente que tal cosa es un amanecer y tal otra una catedral, carecemos de una regla o modelo determinante que establezca necesariamente cuándo el uno y la otra merecen el atributo de «hermosura». Sólo la pedantería o el academicismo estéril creen que pueden dictarse unas normas según las cuales resultarán bellas obligatoriamente unas cosas y otras no. Incluso Kant va más allá y distingue entre la belleza propiamente «libre» o «vaga» y la belleza «adherente» (aunque ya nos ha dicho que el contento producido por todo tipo de belleza es desinteresado y libre). La «adherente» es la belleza de aquellas cosas cuyo objetivo conocemos o cuya perfección funcional podemos más o menos definir: por muy «desinteresado» que sea nuestro aprecio estético de un palacio o un caballo de carreras nunca puede desligarse del todo de que sabemos «para qué sir-ven». Lo mismo ocurre con las obras de arte basadas en la representación fiel de lo real o en finos análisis morales y psicológicos, cuya hermosura siempre está también ligada a la interpretación precisa de lo que existe o debería existir. En cambio, la belleza «vaga» es la que corresponde a las flores, las conchas que encontramos en la playa, el juego de las sombras una tarde de verano, los intrincados jeroglíficos ornamentales del arte islámico, el dibujo de una tapicería o algo que Kant no pudo conocer porque apareció en el mundo más de un siglo después de su muerte: la pintura abstracta (Mon-drian, Jackson Pollock... son ejemplos que el viejo filósofo hubiera quizá considerado con atónito aprecio). Según la Crítica del juicio., todos esos tipos de belleza «sin sentido» ni «concepto» son los que con mayor pureza y nitidez suscitan el placer más indudablemente «estético»... ¡aunque Kant no solía emplear esta palabra en su uso actual!
Pero ¿podemos realmente separar por completo la belleza de otros valores humanos, utilitarios o morales? En su origen, como siempre suele suceder con términos encomiásticos, estas formas de aprecio debían estar mucho más mezcladas que hoy, si la etimología no nos engaña. La palabra que nos resulta inmediatamente más familiar -«bello», del latín bellus- parece ser un diminutivo de «bueno» -bonus, bonulus- como también ocurre obviamente con el término «bonito»: algo bastante bueno, superior a la media, aunque no excelente, sino más bien «gracioso». También el griego kalos, para el que Platón en su diálogo Cratilo busca o imagina una etimología que significa «atrayente», está ligado semánticamente a la voz «bueno» -agathos- y forma a veces compuestos muy comunes como kalokagathos, calificación habitual del hombre ejemplar, el perfectamente logrado en lo físico y lo cívico. Señalemos de paso que en griego moderno kalos significa hoy propiamente bueno. También en chino el ideograma para «bello» -miei, que representa un gran cordero- está directamente vinculado con el ideograma para «bueno» o «bien» (shan, que si no estoy mal informado representa la madre con el niño en brazos). En cuanto a «hermoso», viene del latín formosus, es decir aquello que conserva adecuadamente su «forma» de manera armónica y de acuerdo con la debida proporción entre sus partes. Señala Remo Bodei, de quien tomo estos datos etimológicos, que el aprecio por la idea de «forma» proviene en primer término quizá del contraste con el horror provocado por el deshacerse de los organismos roídos por el tiempo y por la muerte34: amamos lo bien formado porque amamos antes lo que está bien vivo.
Resumiendo: parece indudable que originariamente la idea de lo bello (aún no de la Belleza misma), planteada de modo más intuitivo que reflexivo, estuvo ligada a la noción de lo bueno (aún no del Bien), es decir lo mejor para la vida. Tanto lo bello como lo bueno y por supuesto lo agradable, las categorías que Kant distingue y -hasta cierto punto- separa, derivan probablemente de un núcleo común centrado en un mismo objetivo: hacer la vida humana mejor, es decir más cooperativa y solidaria, más rica en experiencias, más llena de imaginación, más confortable y exquisita, en una palabra, menos sumisa a la oscuridad devoradora e insensible de la muerte. Resumen de resúmenes: lo bello comparte con lo bueno y lo delicioso la tarea de lograr que haya más vida y menos muerte... para los mortales. Uno de los filósofos contemporáneos que más y mejor han insistido sobre esta perspectiva es Jorge Santayana (un pensador de origen español y existencia dichosamente vagabunda que escribió toda su obra en inglés).
34 Le forme del bello, de R. Bodei, Bolonia, II Mulino.
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Para Santayana los valores estéticos nunca pueden ser «separados» del resto de los valores vitales humanos, aunque deban ser distinguidos en ciertos aspectos de los demás. No son «desinteresados» -el valor demuestra siempre apasionado «interés» por un aspecto positivo de la vida- sino que exploran y amplían el campo posible de nuestros intereses. Siempre se trata de ensanchar la finitud angosta de la vida para rebajar cuanto podamos la anchura agobiante de la muerte. Aún más, según Santayana, el arte nunca ha carecido de una base o motivo práctico ni de una función intelectual, social o religiosa. En su obra principal sobre este tema, El sentido de la belleza, asegura que «nada salvo lo bueno de la vida entra en la textura de lo bello. Lo que nos encanta de lo cómico, lo que nos espolea de lo sublime y lo que nos conmueve de lo patético, es el vislumbre de algún bien; la imperfección tiene valor sólo como una incipiente perfección». En otro de sus libros, Reason in art, afirma tajantemente que «es pura barbarie creer que una cosa es estéticamente buena, pero moralmente mala, o moralmente buena, pero odiosa a la percepción. Las cosas parcialmente buenas o parcialmente feas pueden haber sido escogidas bajo la coerción de desfavorables circunstancias, antes de que llegue algo peor; pero si una cosa es fea por eso mismo no puede ser completamente buena, y si es completamente buena debe también ser por fuerza hermosa». Y convierte a los antiguos griegos en un tra-sunto del paraíso y un canon, para así refutar a quienes se alejan de ellos hacia los aspectos bárbaros de lo que llamamos «modernidad» (sobre lo «feo» en el arte contemporáneo tendremos sin duda que hablar más adelante): «Entre los griegos, la idea de felicidad era estética y la de belleza era moral; y esto no porque los griegos estuviesen confundidos, sino porque eran civilizados» (The Mutability of Aesthetics Categoríes).
Sin embargo, tampoco los griegos de la época clásica consideraron el asunto de la belleza de un modo nítido y uniforme. El más ilustre protagonista de nuestra tradición filosófica, Platón, distingue entre la belleza propiamente dicha -que efectivamente coincide con lo bueno y lo verdadero- y el tipo de hermosura al que aspiran los artistas. Esta última se le antoja prescindible por lo inauténtica y hasta peligrosa para un orden político bien concebido. En su República, el diálogo en el que diseña a qué debería parecerse una polis organizada de acuerdo con la más recta justicia, nos informa de que si a su ciudad ideal llegase un poeta dramático sería acompañado con firmeza cortés a la frontera y devuelto sin más trámite a su casa. En otros pasajes de la misma obra se deja entender que a otros artistas se les reservaría también un trato parecido... empezando por ciertos arquitectos de tendencias «modernas» para su época. Y lo que nos resulta todavía más escandaloso hoy: en Las leyes no sólo se preconiza la censura de obras de arte por razones políticas sino que hasta se dan normas bastante detalladas para aplicarla del modo más eficaz. ¿Hace falta recordar que cuando Platón habla de poetas y otros artistas no se refiere a gente mediocre o movida solamente por bajos intereses comerciales -como los que hoy tan reiteradamente se denuncian- sino a genios como Hornero, Esquilo, Sófocles, Fidias, Policleto, etc., es decir, a los creadores que formaron lo que con la perspectiva de los siglos nos parece una especie de Edad de Oro artística de la humanidad?
No ha sido Platón el único enamorado de la belleza (y sin duda en cierto modo artista también él mismo, porque sus diálogos son obras maestras de la literatura universal cuyo prestigio ha sido constante desde hace veintitantos siglos) que ha fustigado o por lo menos menospreciado los logros de la belleza artística, la primera en la que probablemente pensamos ahora nosotros cuando se dice de alguien que es un «amante de la belleza» o que tiene «buen gusto estético». También para Kant el prototipo de la verdadera belleza es el espectáculo de lo natural y mira a los artistas con cierta desconfianza, todo lo más conce-diéndoles alcanzar de vez en cuando esa «belleza adherente» o añadida de rango netamente inferior. Rousseau detestaba el teatro, que hubiera querido ver erradicado por completo de la república de Ginebra en la que vivía, y en ocasiones parece considerar todas las artes como una forma de decadencia de la que los ciudadanos con mejor salud democrática harían bien en alejarse. Y un artista tan excepcional de la novela como León Tolstoi escribió páginas virulentas nada menos que contra Shakespeare (el cual por cierto tampoco le gustaba a Wittgenstein) considerándole representante de un tipo de arte que corrompe la rectitud moral y religiosa de sus víctimas. Incluso un esteta tan refinado como Santayana señaló en su última obra, Dominations and Powers, que «un genuino amante de lo bello podría no entrar nunca en un museo».
Pero vamos a centrarnos en los argumentos antiartísticos de Platón, los más importantes no sólo por la excepcionalidad incomparable del personaje sino también porque de un modo u otro Rousseau, Tolstoi y el resto -incluidos los nazis que persiguieron las obras de arte «degeneradas», los talibanes que prohíben en Afganistán la música y casi todo el cine americano, o quienes exigen menos violencia y mayor moralidad en los programas de televisión- repiten sabiéndolo o sin saberlo buena parte de la argumentación platónica. ¿Por qué Platón quería desterrar a los artistas de su ciudad ideal? Esta pregunta sirve de subtítulo a un precioso libro, El fuego y el sol, en el que la notable novelista y pensadora irlandesa Iris Murdoch estudia con penetración el «caso» platónico. A continuación seguiremos en parte su análisis y en ocasiones citaremos algunos fragmentos relevantes de esta obra35.
35 El fuego y el sol, de I. Murdoch, México, Fondo de Cultura Económica.
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Empecemos por aclarar que Platón desconfía de los artistas y nos previene contra ellos porque está convencido de su fuerza, es decir de su capacidad de seducción. Si el arte no fuese más que una trivial pérdida de tiempo, Platón no le hubiese dedicado probablemente la menor atención crítica. ¿En dónde reside la «fuerza» de los artistas? Sin duda en su habilidad para producir placer, el cual es junto al dolor -como ya hemos indicado- el instrumento por excelencia de la formación social de las personas. Quien es dueño de los mecanismos de placer controla también al menos en gran parte la educación de la ciudadanía: por tanto más vale que dichos instrumentos estén en buenas manos. A este respecto, los artistas no le parecen a Platón candidatos idóneos a educadores. Los más peligrosos de todos son quienes se ocupan en describir los sentimientos, pasiones y destinos humanos, es decir los poetas épicos o los dramaturgos (sin lugar a dudas hoy Platón incluiría en este rango a los novelistas y a los creadores cinematográficos) puesto que nada ejerce mayor seducción sobre los seres humanos que la representación, por ficticia o caprichosa que sea, del comportamiento vital de nuestros semejantes. Cualquier persona mínimamente adiestrada en el uso de la razón puede descubrir los fallos o las trampas de una argumentación teórica (si la mayoría parece incapaz de hacerlo es simplemente porque no presta atención a los razonamientos), pero en cambio un buen artista puede hacerle «creíble» y hasta admirable cualquier tipo de vida incluso al más sofisticado de los espectadores... ¡por no hablar de su influjo sobre el vulgo!
Pero ¿por qué los dramatizadores artísticos de la vida humana ejercen por lo general una influencia más perniciosa que benéfica? Porque, según Platón, el arte suele aceptar acríticamente las apariencias en lugar de cuestionarlas: es decir, porque al artista le gustan sobremanera esas apariencias que también fascinan al público en general, en lugar de apreciar y promover las verdades racionales que las subyacen y desmienten, de las cuales sólo se ocupan los filósofos... es decir, los auténticos educadores. Fantasear sobre cosas inverosímiles es mucho más «entretenido» que estudiar la esencia inmutable de lo real, sobria y rigurosa como la geometría. Aún más grave: como el poeta o el dramaturgo (en nuestros días también el novelista, el director cinematográfico, etc.) lo que quieren ante todo es agradar a su clientela y causar placer a la mayoría, se centran con delectación en las biografías de malvados «porque el hombre malo es múltiple, divertido y extremo, mientras que el hombre bueno es tranquilo y siempre el mismo». La ética lleva las de perder en materia de diversión frente a la estética. ¿Por qué? Pues porque sabemos de antemano cómo deben ser las personas decentes -su actuación se rige por principios, es decir por normas que conocemos aun antes de conocerles a ellos-, en tanto que los malos resultan variados en su transgresión y sorprendentes. Sólo hay unas cuantas maneras de portarse bien, mientras que las de portarse mal son innumerables; de aquí proviene que la ética -la cual no hace más que recordar una y otra vez lo fundamental- sea estéticamente «aburrida», mientras que la estética -que pretende ante todo la novedad y lo insólito- sea moralmente sospechosa. Tal como resume Murdoch, «el artista no puede representar ni encomiar lo bueno, sino sólo lo demoníaco, lo fantástico y lo extremo; mientras que la verdad es tranquila, sobria y limitada; el arte es sofistería, en el mejor de los casos una mimesis (imitación) irónica cuya falsa "veracidad" es un astuto enemigo de la virtud».
Para Platón hay una clara contraposición entre el arte y el verdadero conocimiento, es decir la filosofía. En el arte predomina ante todo la personalidad hechicera del artista, mientras que la filosofía aspira a la realidad impersonal tal como es en sí misma, más allá de los arrebatos y caprichos humanos. Los artistas consiguen gracias a su capacidad seductora objetivar universalmente su mera subjetividad, mientras que la tarea del filósofo es apropiarse subjetivamente por medio del conocimiento de la universalidad objetiva. La belleza a que el filósofo aspira es la alegría que nos produce la realidad cuando la comprendemos con precisión matemática tras habernos purificado de nuestros deseos, no el estremecimiento morboso que halaga nuestras pasiones. Tampoco Platón descarta todo tipo de arte, sólo se opone al demasiado individualista y personal, el arte de los grandes creadores: en cambio no tiene objeciones contra lo que hoy llamaríamos arte «popular», las artesanías tradicionales y la música tonificante que despierta sanas emociones patrióticas o religiosas; es decir, las manifestaciones en las que prima lo colectivo sobre la idiosincrasia subversiva de unas cuantas subjetividades con tendencia a la introspección. En nombre de la armonía unánime de la sociedad debe censurarse lo que cierto tipo de arte tiene de disgregador. ¿Deberemos subrayar que en nuestro siglo también han existido y existen planteamientos semejantes, aunque siempre al servicio de doctrinas políticas escasamente deseables por los partidarios de la libertad personal?
Pero la pretensión platónica de oponer la belleza del fingimiento artístico y la belleza de la verdad filosófica no es en modo alguno inatacable. Aunque Platón haya tenido destacados seguidores, Aristóteles y otros muchos filósofos también considerables han pensado de modo muy distinto, manteniendo que las obras de los grandes artistas no son un obstáculo para llegar al verdadero conocimiento de la realidad sino que, por el contrario, resultan imprescindibles para desarrollarlo cabalmente. En efecto, a su modo los artistas también exploran nuevas vías de comprensión de lo que existe. Sin duda parten de su peculiar forma de sentir y de los
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fantasmas de su interioridad, pero ¿acaso podemos excluir lo subjetivo de la comprensión total de la realidad, como si se tratase meramente de una ilusión superflua? Incluso las obras de arte que apuestan por lo fantástico desarrollan también nuestra percepción de las posibilidades de lo real y ofrecen sus alternativas ante lo vigente.
No es cierto que los mejores artistas pretendan solamente divertir o halagar las pasiones menos nobles del público: ante todo aspiran a ayudarle a mejorar su conocimiento. Leonardo da Vinci dijo que la misión de la pintura y de la escultura era llegar a saper vedere, a saber ver mejor. Y ¿acaso en efecto no hemos descubierto nuevos matices de las cosas, de las formas y de los colores gracias al propio Leonardo, a Miguel Ángel, a Velázquez o a Picasso? ¿Acaso los poetas, dramaturgos y novelistas no han enriquecido decisivamente la comprensión de la vida humana, de lo que significa habitar como humanos en la complejidad del mundo? Sin duda esa visión que nos proporcionan no siempre es plácida ni tranquilizadora, pero en eso mismo reside su mayor mérito. Nos desasosiegan porque nos abren los ojos, no por simple afán de ofuscarnos. Como certeramente señala Iris Murdoch, «el buen artista nos ayuda a ver el lugar de la necesidad en la vida humana, qué es lo que se debe soportar, qué hacer y deshacer, y a purificar nuestra imaginación hasta contemplar el mundo real (generalmente velado por miedos y ansiedad) incluyendo lo terrible y lo absurdo». También a veces lo obsceno, lo contradictorio y lo siniestro, aunque ello suela desazonar a bienintencionados guardianes de la decencia pública.
Quizá el pensador que con mayor decisión se enfrentó a las tesis platónicas (¡aunque, eso sí, alrededor de veinticuatro siglos más tarde!) fue el notable poeta, autor dramático e historiador Federico Schiller. En sus Cartas sobre la educación estética del hombre, este discípulo poco ortodoxo de Kant reivindica con ardor romántico la importancia que tiene cultivar la sensibilidad estética para conseguir auténticos ciudadanos capaces de vivir y participar en una sociedad moderna no autoritaria. A fin de cuentas, para Schiller «la obra de arte más perfecta que cabe es el establecimiento de una verdadera libertad política»36, proyecto que sin duda no hubiera contado con la aprobación de Platón más que después de infinitas reservas y matices... ¡en el afortunado caso de haber llegado alguna vez a obtenerla! Para Schiller, la formación estética complementa decisivamente la preparación moral e intelectual del ciudadano y le dispone para decidir libremente por sí mismo no sólo en cuanto poseedor de razón sino también de sentidos corporales no menos nobles que aquélla. El arte ciertamente no nos indica lo que tenemos que hacer -en tal caso sólo sería una mera sucursal plástica o narrativa de la moral- sino que nos agita y purifica tonificante-mente para que seamos lo que queremos llegar a ser. Tomando al toro por los cuernos, Schiller responde así vigorosamente a Platón: «Hay que dar la razón a los que dicen que lo bello y el estado en que lo bello pone al espíritu son enteramente indiferentes con respecto al conocimiento y a la convicción moral. Tienen razón, en efecto: la belleza no produce en absoluto un resultado particular, ni realiza ningún fin, ni intelectual ni moral; no nos descubre una verdad, no nos ayuda a cumplir un deber; y, en una palabra, es igualmente incapaz de afirmar el carácter y de iluminar el intelecto. La cultura estética, pues, deja en la más completa indeterminación el valor de un hombre o su dignidad, en cuanto que ésta sólo puede depender de él mismo; lo único que consigue la cultura estética es poner al hombre, por naturaleza, en situación de hacer por sí mismo lo que quiera, devolviéndole por completo la libertad de ser lo que deba ser». La función de la belleza, tanto si proviene de la admiración de la naturaleza como de la creación artística (en especial esta última), es puramente emancipadora: sirve para revelar al hombre lo abierto y aun lo terrible de su libertad.
La gran originalidad de Schiller es relacionar la vocación artística con una dimensión de la actividad humana habitualmente tenida por trivial y de rango inferior: el juego. Sólo algunos presocráticos como Heráclito (véase capítulo quinto) se atrevieron a comparar el supuesto «orden» del universo con los resultados de un juego infantil, aunque en tal caso los «niños» que juegan pudieran ser los dioses o el azar. La actividad lúdica no tiene otro objetivo, no se propone otro modelo ni obtiene otro provecho que su propio cumplimiento: así también lo más grave, eso que llamamos «cosmos». Ciertamente Platón desconfiaba de esta metáfora peligrosamente anárquica. Schiller vuelve a ella, situando la diferencia específica de lo humano precisamente en la capacidad de jugar: «Sólo juega el hombre cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y solo es plenamente hombre cuando juega». Las crías de los animales superiores y los niños muy pequeños, más que «jugar» propiamente, lo que hacen es entrenarse gozosamente en la realización de los gestos y movimientos corporales que luego necesitarán para cumplir las tareas de la vida adulta. El verdadero «juego» comienza cuando se constituye un mundo simbólico autosuficiente y auto-referente en el que se desarrolla una actividad que se da a sí misma las debidas pautas y sanciones. Ese mundo tiene que ver desde luego con el de la vida cotidiana, al que imita y refleja en cierto modo, pero también se sacude sus normas y
36La educación estética del hombre, de F. Schiller, trad. de M. García Morente, Madrid, col. Austral.
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descarta los apremios mortíferos de la necesidad. Según Schiller, en ese ámbito del juego es donde se mueve el artista: juega con la belleza de lo real y convierte en realidad primordial la belleza misma en cuanto tesoro que va descubriendo y a la vez fraguando nuestra libertad. El juego del arte nos convierte en dueños de un mundo propio y así nos hace manifiesto un destino social pero también personal más allá de las coacciones naturales o legales, en el que tendremos que decidir sin culpas ni disculpas lo que queremos llegar a ser.
En varias ocasiones nos hemos referido anteriormente a los artistas, sobre todo a los más grandes, llamándoles creadores. Es un término que no suele aplicarse a los científicos o a los deportistas, por notables que sean. ¿Por qué esta diferencia de trato? ¿En qué sentido decimos que un artista es «creador»? Desde luego no parece que sea «creador» tal como se supone que lo es Dios, porque ni el mayor de los artistas puede sacar su obra de la nada. Siempre utilizan materiales previos (pinturas, mármol, una lengua, las notas musicales...), y se apoyan más o menos en lo que hicieron sus antecesores, aunque sea para rechazarlo y buscar nuevos caminos. Pero un poco «divinos» sí que son, porque su obra no se explica sin ellos -sin su vocación y personalidad-, o sea que si cada uno de ellos no hubiera existido lo que han hecho nunca hubiese llegado a ser. Me explico: si Colón no hubiese llegado en 1492 al continente americano, antes o después otro hubiera hecho este viaje desde Europa tal como los vikingos los realizaron en épocas más remotas; si Alexander Fleming no hubiera descubierto la penicilina, antes o después otro sabio habría descubierto las propiedades curativas del hongo milagroso; y el récord de los cien metros lisos ha sido ya batido muchas veces y sin duda volverá antes o después a serlo. El descubridor, el científico y el campeón deportivo son los primeros en llegar hasta dónde aún no se había alcanzado... pero en terrenos ya existentes que se ofrecen previamente a la curiosidad y habilidad de cualquiera. En cambio, si Mozart o Cervantes hubieran muerto en la cuna nadie habría compuesto La flauta mágica ni contado la historia de Don Quijote. No nos habrían faltado música o novelas, pero no esa música o esa novela. Podemos imaginar el teléfono sin Graham Bell o la teoría de la relatividad sin Einstein, pero no Las meninas sin Velázquez. Decimos que es «creador» quien fabrica algo que sin él nunca hubiera llegado a ser, el que trae algo al mundo -grande o pequeño- que sin él nunca podría haber existido precisamente de ese modo y no de otro más o menos parecido. Las obras de arte no son posibilidades o cualidades realizadas de lo que previamente ya hay, sino que brotan de la personalidad misma de los artistas que las llevan a cabo. Se les parecen, reflejan tanto la forma de ser de quien las hace como la realidad del mundo de las que pasan a formar parte. El artista no es el primero en descubrir o lograr algo, sino el único que podía «crearlo» a su insustituible modo y manera...
Pero ¿tiene que ser siempre «bella» en el sentido de «bonita», es decir, lo contrario de «fea», la obra realizada por el artista? ¿Tiene que fundarse explícitamente en la armonía y equilibrio entre las partes, en la perfección del conjunto, o puede acoger también lo disonante e incluso lo deforme? La santísima trinidad platónica está formada por el Bien, la Verdad y la Belleza y pertenece a un orden ideal más allá de este mundo; pero la tríada infernal que parece en cambio presidir nuestros conflictos terrenales está constituida por el Mal, lo Falso y lo Feo. ¿Es obligación del artista aspirar sólo a mostrarse devoto de la primera trinidad o también incluye su tarea darse cuenta y darnos cuenta de la segunda? Tomemos por ejemplo el caso de Giorgione, uno de los pintores más excelsos del Renacimiento italiano. En muchas ocasiones reprodujo la hermosura de figuras humanas agraciadas y sin embargo también pintó el retrato implacablemente fiel de una vieja desdentada y decrépita que debía haber sido guapa en su mocedad, porque el cuadro se titula Col tempo («Con el tiempo»). No es cuadro que represente la belleza sino lo que el tiempo suele hacer con la belleza. Y la anciana así representada no es «bella» bajo ningún punto de vista, ni tampoco tiene nada de bonito o armonioso el destructivo paso de los años que la ha reducido a tan triste estado físico. ¿Traicionó entonces Giorgione su compromiso artístico con la «belleza» pintando algo que nos produce casi repulsión y que puede suscitar negros temores si reflexionamos sobre ello? Sin embargo me atrevería a decir que el cuadro es artísticamente «hermoso», incluso infinitamente más bello que tantas reproducciones tópicas de paisajes almibarados o de alguna Miss Universo en la flor de su edad. ¿Por qué?
Porque quizá lo que en arte puede ser llamado «belleza» -si es que admitimos que lo que pretende el arte es producir belleza a toda costa- tiene poco que ver en muchas ocasiones con el sentimiento de agrado o con la placidez de lo decorativo. El poeta Rainer María Rilke opinaba que la belleza «es aquel grado de lo terrible que aún podemos soportar». La atracción del arte no nos llega siempre como una suave caricia sino a menudo como un zarpazo. Alain, un pensador contemporáneo que escribió mucho sobre el proceso artístico, señala que «lo bello no gusta ni disgusta sino que nos detiene». El primordial efecto estético es fijar la atención distraída que resbala sobre la superficie de las cosas, las formas, los sentimientos o los sonidos sin prestarles más que una consideración rutinaria. Según este criterio, es realmente hermoso todo aquello en lo que no hay más remedio que fijarse. Más que buscar nuestra complacencia o nuestro acuerdo, el arte reclama nuestra atención. Y quedar atentos puede ser lo opuesto a dejarnos invadir por lo inmediatamente gratificante, como quien se introduce tras un largo día de esfuerzos en un baño bien caliente. Más bien lo contrario, si le damos la razón a otro pensador actual -Theodor W. Adorno- que en su Estética sostiene que «el logro estético podría definirse como la capacidad de producir algún tipo de escalofrío, como si la piel de gallina fuese la
Las preguntas de la vida 74
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primera imagen estética». Nos estremece lo que no nos permite pasar de largo, lo que nos agarra, sujeta y zarandea: la evidencia de lo real, deslumbrante y atroz, que quizá nunca habíamos advertido antes en su pureza y desnudez implacables. Paradoja de la belleza, que a veces puede ser experimentada como beatitud y en otras ocasiones como escalofrío...
La trayectoria del arte moderno, sobre todo el más contemporáneo, nos abruma con distorsiones del sonido y de la forma, nos enfrenta a lo monstruoso, nos familiariza con los desgarramientos de almas sin esperanza. Sin embargo, también a través de él podemos sentir el estremecimiento conmovedor de la belleza y logramos a veces, incluso desde un radical desasosiego, vislumbrar ciertas formas de serenidad. ¿Traición a la belleza? Quizá todo lo contrario: un intento de no ofrecerla demasiado barata, fácil y accesible, es decir: engañosa. El novelista Stendhal dijo memorablemente que «la belleza es una promesa de felicidad». Pero mantener viva la aspiración a la armonía que encierra esa promesa nos obliga a comprometernos hasta el final con lo malo, lo falso y lo feo de la realidad no reconciliada aún en que vivimos. En la denuncia de lo que falta se vislumbra al trasluz la posibilidad futura de lo que podría ser la plenitud. Sin duda el peligro de esta trayectoria es caer en lo meramente chocante o en formas tan abstrusas de representación estética que requieran la aceptación de disquisiciones teóricas para digerir lo que resulta sensorial o emotivamente arbitrario, provocando además una radical confrontación entre los productos artísticos populares -que el mercado se encarga de vulgarizar más y más- y el llamado «gran arte» cada vez más reservado a una élite que tanto puede ser de entendidos como de simples pedantes.
¿Es reversible este camino? ¿Podemos aspirar sin renunciar a lo que sabemos al regreso nostálgico a una armonía perdida, la cual quizá nunca fue tal como hoy desde nuestra desazón la imaginamos? Seguramente Giorgione tenía razón: también para la belleza, como para cada uno de nosotros, como para todo lo real, el tiempo pasa y se niega a retroceder o detenerse. El tiempo... pero ¿qué es el tiempo? Bien podría ser esta cuestión la que cerrase nuestro recorrido teórico por las preguntas de la vida.
Da que pensar...
¿Cuáles son los dos instrumentos fundamentales que nos condicionan socialmente a los humanos? ¿Tenemos acaso otra biografía que la de nuestros placeres y dolores? ¿En qué consiste el «placer»., más allá de la mera sensación física agradable? Además de los evidentes placeres de la sensación y de la satisfacción de necesidades físicas, ¿hay también placeres de la razón? ¿Podemos decir que no sólo es placentero lo confortable o lo útil sino también lo «bueno»? ¿Qué tipo de placer produce la belleza y en qué se diferencia de los otros placeres mencionados? ¿Es placentera la belleza porque resulte «útil» o «buena»? ¿Por qué dijo Kant que el aprecio de la belleza es un «interés desinteresado»? ¿Cuál es la diferencia kan-tiana entre la belleza «vaga o libre» y la belleza «adherente»? ¿Han estado siempre los valores estéticos radicalmente separados de los restantes valores de la vida? ¿Cuál es el planteamiento de Santayana sobre la relación entre lo bello y lo bueno? ¿Es posible valorar la belleza y desconfiar o menospreciar la «belleza» que producen los artistas? ¿Se da el caso de que grandes artistas hayan desconfiado de las obras de arte? ¿Por qué Platón quiso desterrar a los poetas y demás artistas de su ciudad ideal? ¿Diría Platón que un «buen» artista es lo mismo que un artista «bueno»? ¿Cuál es la diferencia platónica entre la tarea educativa del artista y la del filósofo? ¿Cuál fue la respuesta de Schiller a las tesis platónicas? ¿En qué se parecen el juego y el arte? ¿Puede favorecer la educación artística la preparación del ciudadano para la libertad política? ¿Por qué llamamos «creadores» a los artistas y no a los científicos? ¿Debe el artista siempre buscar la belleza o también tiene que representar a veces la fealdad e incluso el mal? ¿Es «feo» o «malo» estéticamente hablando representar lo «malo» o lo «feo»? ¿Por qué el arte moderno y contemporáneo parecen haber abandonado el concepto tradicional de «belleza»? ¿En qué sentido la belleza puede ser una promesa de felicidad? ¿Cómo nos «detiene» la belleza y qué tipo de «escalofrío» produce?
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