En Las leyes, su último diálogo, el viejo Platón comenta que los humanos estamos sometidos a la forzosa pedagogía de dos maestros exigentes: el placer y el dolor. Ellos nos enseñan con sus coacciones -gratas o terribles-a vivir y a sobrevivir. Como la mayor parte de lo que nos hace gozar y sufrir a los humanos es común para todos, el placer y el dolor son fuertes abrazaderas de la hermandad universal entre nosotros; pero como nadie disfruta y padece exactamente con los mismos matices ni a lo largo de su trayecto vital ha estado sometido a los mismos estímulos, son también placeres y dolores los que nos dotan de una biografía irrepetible, los que perfilan la auténtica individualidad de cada cual. El placer y el dolor nos enseñan que somos «iguales» en lo general pero a la vez «diversos» en lo particular. De nuevo se comprueba que lo mismo que nos une -nuestros «intereses»-, es también lo que nos separa, nos personaliza y quizá antes o después nos enfrenta.
Veamos un poco más de cerca lo que en términos muy amplios podríamos llamar «placer». No me refiero solamente a cuanto nos produce una sensación físicamente grata sino a todo aquello -sea cosa,
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persona, producto, comportamiento, etcétera- ante lo que sentimos claramente aprobación: «¡a esto, sí!», «¡de esto, más!», «¡esto, que vuelva otra vez!». Por ejemplo, un delicioso plato de comida... (dejo a cada cual que llene la línea de puntos con el nombre de su especialidad culinaria favorita), el cual nos complace porque resulta muy agradable al paladar. O quizá una ducha refrescante en el calor del verano, también enormemente placentera. Estas sensaciones «gratificantes» resultan muy importantes en la vida de todos nosotros, los humanos, pero también lo son para cualquier animal dotado de un sistema nervioso pasablemente desarrollado. Otro ejemplo distinto: la satisfacción que nos produce ver a alguien realizar una acción generosa y valiente o, mejor todavía, realizarla nosotros mismos. «¡Vaya -suspiramos contentos-, esto sí que es bueno! ¡Así habría siempre que portarse!» El aprecio por lo «bueno» es propio de los seres dotados de razón, que al reflexionar nos damos cuenta de cuánto mejor sería esta perra vida si fuésemos todos capaces de tales conductas excelentes. Último ejemplo: veo una llameante puesta de sol en el mar o escucho una polonesa de Chopin bien interpretada al piano. Y de nuevo me surge la aprobación placentera: «¡Qué hermosa es!».
Sin embargo, este caso resulta diferente a los otros dos: indudablemente no podría disfrutar de lo «hermoso» si no fuera por mis sentidos, pero también interviene la razón en ese goce porque no se trata de una satisfacción meramente sensorial. Los placeres de la belleza son los menos «zoológicos» de todos. Sin embargo, lo que siento ante la belleza tampoco se trata de algo parecido al respeto moral o al aplauso que suscita en mí un gesto virtuoso; incluso es posible que yo prefiriese por razones éticas que en el mundo no hubiese tal o cual cosa hermosa... ¡aunque no por ello deja de parecerme hermosa! Supongamos que estoy con un amigo ante la gran pirámide egipcia de Keops y le confieso que me parece muy bella. «¿Bella? ¿A qué te refieres? ¿Debo suponer que te gustaría vivir dentro de ese túmulo oscuro? ¿O que te parece un lugar “agradable” para estar fuera, aquí sentado, a pleno sol del desierto?» Le respondo que la simple idea de habitar en una pirámide o de encaramarme a ella para tomar el sol me resulta perfectamente desagradable. «Además, ¿acaso no sabes -sigue malévolamente mi amigo- cómo se construyó? ¡Miles de esclavos arras-trando piedras enormes a latigazos para construirle una tumba suntuosa al tirano que pisoteaba sus derechos! ¿Es eso lo que te resulta tan bonito? ¿Acaso quieres que volvamos a construir pirámides como ésta a tal precio?» Admito que no, todo lo contrario: incluso preferiría que no existiese la pirámide si de ese modo se les hubiera ahorrado sufrimiento injusto a quienes la construyeron. Y desde luego no abrigo el más mínimo deseo de que vuelva a emprenderse una obra semejante con tales procedimientos inhumanos. Sin embargo, no tengo más remedio que reconocer que la gran pirámide se me antoja muy bella, pese a que no vea en ella nada «agradable» ni me parezca moralmente «bueno» que un día fuese construida. Y ya no sé qué más decir ante las pullas de mi amigo, porque no soy capaz de explicar claramente qué saco yo de eso que llamo «hermosura» o «belleza» para que me resulte gozosa a pesar de todo: es difícil entender por qué me «interesa» tanto.
Kant, algunos de cuyos planteamientos en la Crítica del juicio he parafraseado a mi manera hasta aquí, asegura que el deleite producido por la belleza es el único verdaderamente desinteresado y libre. En efecto, nuestras demás satisfacciones provienen de los intereses necesarios de nuestros sentidos o de nuestra razón. Lo «agradable» nos atrae porque cumple los afanes primordiales de comida, bebida, cobijo, comodidad, recompensa sexual, etc. Lo «bueno» se nos impone porque nuestra razón no tiene más remedio que aceptar que la vida humana resulta más digna de ser vivida cuando cualquiera de nosotros hace lo que es debido y reconoce a los demás como verdaderos semejantes, no meros instrumentos manipulables. Pero el afán de belleza no parece responder a ninguna necesidad concreta ni sensorial ni racional. Sabemos por qué los hombres primitivos hicieron cuencos de arcilla cocida para satisfacer con mayor comodidad su hambre y su sed. Podemos suponer que también los utilizaron para alimentar a sus hijos o dar de beber a sus compañeros sedientos, puesto que somos seres necesariamente sociales. Pero ¿por qué los adornaron con una cenefa de figuras geométricas o de motivos florales? Esa decoración no sirve para nada, no cumple en apa-riencia ninguna función: ningún chimpancé hubiese perdido el tiempo añadiendo tal superfluidad a un objeto cuya utilidad, por lo demás, podría llegar a entender. Sin embargo, esos motivos ornamentales revelan que los hombres no sólo buscan satisfacer sus necesidades sino que también tienen interés en que las cosas sean hermosas o que les parezcan hermosas a ellos. ¿Qué tipo de «interés»? Sin retroceder ante la paradoja, Kant dice que se trata de un interés desinteresado. Lo cual, francamente, no nos ayuda demasiado a salir de dudas...
Pero sigamos un poco más en compañía de Kant, que nunca resulta del todo una mala compañía. Según Kant, «es bello lo que complace universalmente sin concepto». Las dos características son importantes. Decir que una flor es «hermosa» o que un poema es «bello» no es lo mismo que asegurar «me gusta la paella»: en el primer caso consideramos que la belleza está en la flor o en el poema y que cualquiera debería poder verla si mira adecuadamente (¡y no sólo desde nuestro personal e intransferible punto de vista!), en el segundo admitimos que -como suele decirse- «el gusto es mío» y «sobre gustos no hay nada escrito» (es decir, no hay escrita ninguna ley que nos obligue a compartirlos, porque por lo demás sobre gustos se escribe muchísimo... probablemente más que sobre ninguna otra cosa). A lo que se refiere Kant
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cuando dice que lo bello complace «universalmente» no es a que «de hecho» todos coincidamos en considerar «bellas» a las mismas cosas sino a que sólo llamamos «bello» a lo que consideramos que tiene derecho y mérito suficiente en sí mismo para ser considerado así por todo el mundo, mientras que no exigimos tanto al proclamar otro tipo de gustos: sería de una ridícula falsa modestia dar a entender que algo es «bello» sólo para mí, mientras que sería admisible -¡aunque profundamente erróneo!- considerar como un rasgo original y personalísimo de mi carácter mi afición a la paella.
No menos interesante es la afirmación kantiana de que lo bello «no tiene concepto». Según el uso que Kant hace del término, el concepto es lo que nos permite identificar inequívocamente algo y además brinda una regla práctica para construirlo o juzgarlo. Pero aunque podemos identificar conceptualmente que tal cosa es un amanecer y tal otra una catedral, carecemos de una regla o modelo determinante que establezca necesariamente cuándo el uno y la otra merecen el atributo de «hermosura». Sólo la pedantería o el academicismo estéril creen que pueden dictarse unas normas según las cuales resultarán bellas obligatoriamente unas cosas y otras no. Incluso Kant va más allá y distingue entre la belleza propiamente «libre» o «vaga» y la belleza «adherente» (aunque ya nos ha dicho que el contento producido por todo tipo de belleza es desinteresado y libre). La «adherente» es la belleza de aquellas cosas cuyo objetivo conocemos o cuya perfección funcional podemos más o menos definir: por muy «desinteresado» que sea nuestro aprecio estético de un palacio o un caballo de carreras nunca puede desligarse del todo de que sabemos «para qué sir-ven». Lo mismo ocurre con las obras de arte basadas en la representación fiel de lo real o en finos análisis morales y psicológicos, cuya hermosura siempre está también ligada a la interpretación precisa de lo que existe o debería existir. En cambio, la belleza «vaga» es la que corresponde a las flores, las conchas que encontramos en la playa, el juego de las sombras una tarde de verano, los intrincados jeroglíficos ornamentales del arte islámico, el dibujo de una tapicería o algo que Kant no pudo conocer porque apareció en el mundo más de un siglo después de su muerte: la pintura abstracta (Mon-drian, Jackson Pollock... son ejemplos que el viejo filósofo hubiera quizá considerado con atónito aprecio). Según la Crítica del juicio., todos esos tipos de belleza «sin sentido» ni «concepto» son los que con mayor pureza y nitidez suscitan el placer más indudablemente «estético»... ¡aunque Kant no solía emplear esta palabra en su uso actual!
Pero ¿podemos realmente separar por completo la belleza de otros valores humanos, utilitarios o morales? En su origen, como siempre suele suceder con términos encomiásticos, estas formas de aprecio debían estar mucho más mezcladas que hoy, si la etimología no nos engaña. La palabra que nos resulta inmediatamente más familiar -«bello», del latín bellus- parece ser un diminutivo de «bueno» -bonus, bonulus- como también ocurre obviamente con el término «bonito»: algo bastante bueno, superior a la media, aunque no excelente, sino más bien «gracioso». También el griego kalos, para el que Platón en su diálogo Cratilo busca o imagina una etimología que significa «atrayente», está ligado semánticamente a la voz «bueno» -agathos- y forma a veces compuestos muy comunes como kalokagathos, calificación habitual del hombre ejemplar, el perfectamente logrado en lo físico y lo cívico. Señalemos de paso que en griego moderno kalos significa hoy propiamente bueno. También en chino el ideograma para «bello» -miei, que representa un gran cordero- está directamente vinculado con el ideograma para «bueno» o «bien» (shan, que si no estoy mal informado representa la madre con el niño en brazos). En cuanto a «hermoso», viene del latín formosus, es decir aquello que conserva adecuadamente su «forma» de manera armónica y de acuerdo con la debida proporción entre sus partes. Señala Remo Bodei, de quien tomo estos datos etimológicos, que el aprecio por la idea de «forma» proviene en primer término quizá del contraste con el horror provocado por el deshacerse de los organismos roídos por el tiempo y por la muerte34: amamos lo bien formado porque amamos antes lo que está bien vivo.
Resumiendo: parece indudable que originariamente la idea de lo bello (aún no de la Belleza misma), planteada de modo más intuitivo que reflexivo, estuvo ligada a la noción de lo bueno (aún no del Bien), es decir lo mejor para la vida. Tanto lo bello como lo bueno y por supuesto lo agradable, las categorías que Kant distingue y -hasta cierto punto- separa, derivan probablemente de un núcleo común centrado en un mismo objetivo: hacer la vida humana mejor, es decir más cooperativa y solidaria, más rica en experiencias, más llena de imaginación, más confortable y exquisita, en una palabra, menos sumisa a la oscuridad devoradora e insensible de la muerte. Resumen de resúmenes: lo bello comparte con lo bueno y lo delicioso la tarea de lograr que haya más vida y menos muerte... para los mortales. Uno de los filósofos contemporáneos que más y mejor han insistido sobre esta perspectiva es Jorge Santayana (un pensador de origen español y existencia dichosamente vagabunda que escribió toda su obra en inglés).
34 Le forme del bello, de R. Bodei, Bolonia, II Mulino.
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Para Santayana los valores estéticos nunca pueden ser «separados» del resto de los valores vitales humanos, aunque deban ser distinguidos en ciertos aspectos de los demás. No son «desinteresados» -el valor demuestra siempre apasionado «interés» por un aspecto positivo de la vida- sino que exploran y amplían el campo posible de nuestros intereses. Siempre se trata de ensanchar la finitud angosta de la vida para rebajar cuanto podamos la anchura agobiante de la muerte. Aún más, según Santayana, el arte nunca ha carecido de una base o motivo práctico ni de una función intelectual, social o religiosa. En su obra principal sobre este tema, El sentido de la belleza, asegura que «nada salvo lo bueno de la vida entra en la textura de lo bello. Lo que nos encanta de lo cómico, lo que nos espolea de lo sublime y lo que nos conmueve de lo patético, es el vislumbre de algún bien; la imperfección tiene valor sólo como una incipiente perfección». En otro de sus libros, Reason in art, afirma tajantemente que «es pura barbarie creer que una cosa es estéticamente buena, pero moralmente mala, o moralmente buena, pero odiosa a la percepción. Las cosas parcialmente buenas o parcialmente feas pueden haber sido escogidas bajo la coerción de desfavorables circunstancias, antes de que llegue algo peor; pero si una cosa es fea por eso mismo no puede ser completamente buena, y si es completamente buena debe también ser por fuerza hermosa». Y convierte a los antiguos griegos en un tra-sunto del paraíso y un canon, para así refutar a quienes se alejan de ellos hacia los aspectos bárbaros de lo que llamamos «modernidad» (sobre lo «feo» en el arte contemporáneo tendremos sin duda que hablar más adelante): «Entre los griegos, la idea de felicidad era estética y la de belleza era moral; y esto no porque los griegos estuviesen confundidos, sino porque eran civilizados» (The Mutability of Aesthetics Categoríes).
Sin embargo, tampoco los griegos de la época clásica consideraron el asunto de la belleza de un modo nítido y uniforme. El más ilustre protagonista de nuestra tradición filosófica, Platón, distingue entre la belleza propiamente dicha -que efectivamente coincide con lo bueno y lo verdadero- y el tipo de hermosura al que aspiran los artistas. Esta última se le antoja prescindible por lo inauténtica y hasta peligrosa para un orden político bien concebido. En su República, el diálogo en el que diseña a qué debería parecerse una polis organizada de acuerdo con la más recta justicia, nos informa de que si a su ciudad ideal llegase un poeta dramático sería acompañado con firmeza cortés a la frontera y devuelto sin más trámite a su casa. En otros pasajes de la misma obra se deja entender que a otros artistas se les reservaría también un trato parecido... empezando por ciertos arquitectos de tendencias «modernas» para su época. Y lo que nos resulta todavía más escandaloso hoy: en Las leyes no sólo se preconiza la censura de obras de arte por razones políticas sino que hasta se dan normas bastante detalladas para aplicarla del modo más eficaz. ¿Hace falta recordar que cuando Platón habla de poetas y otros artistas no se refiere a gente mediocre o movida solamente por bajos intereses comerciales -como los que hoy tan reiteradamente se denuncian- sino a genios como Hornero, Esquilo, Sófocles, Fidias, Policleto, etc., es decir, a los creadores que formaron lo que con la perspectiva de los siglos nos parece una especie de Edad de Oro artística de la humanidad?
No ha sido Platón el único enamorado de la belleza (y sin duda en cierto modo artista también él mismo, porque sus diálogos son obras maestras de la literatura universal cuyo prestigio ha sido constante desde hace veintitantos siglos) que ha fustigado o por lo menos menospreciado los logros de la belleza artística, la primera en la que probablemente pensamos ahora nosotros cuando se dice de alguien que es un «amante de la belleza» o que tiene «buen gusto estético». También para Kant el prototipo de la verdadera belleza es el espectáculo de lo natural y mira a los artistas con cierta desconfianza, todo lo más conce-diéndoles alcanzar de vez en cuando esa «belleza adherente» o añadida de rango netamente inferior. Rousseau detestaba el teatro, que hubiera querido ver erradicado por completo de la república de Ginebra en la que vivía, y en ocasiones parece considerar todas las artes como una forma de decadencia de la que los ciudadanos con mejor salud democrática harían bien en alejarse. Y un artista tan excepcional de la novela como León Tolstoi escribió páginas virulentas nada menos que contra Shakespeare (el cual por cierto tampoco le gustaba a Wittgenstein) considerándole representante de un tipo de arte que corrompe la rectitud moral y religiosa de sus víctimas. Incluso un esteta tan refinado como Santayana señaló en su última obra, Dominations and Powers, que «un genuino amante de lo bello podría no entrar nunca en un museo».
Pero vamos a centrarnos en los argumentos antiartísticos de Platón, los más importantes no sólo por la excepcionalidad incomparable del personaje sino también porque de un modo u otro Rousseau, Tolstoi y el resto -incluidos los nazis que persiguieron las obras de arte «degeneradas», los talibanes que prohíben en Afganistán la música y casi todo el cine americano, o quienes exigen menos violencia y mayor moralidad en los programas de televisión- repiten sabiéndolo o sin saberlo buena parte de la argumentación platónica. ¿Por qué Platón quería desterrar a los artistas de su ciudad ideal? Esta pregunta sirve de subtítulo a un precioso libro, El fuego y el sol, en el que la notable novelista y pensadora irlandesa Iris Murdoch estudia con penetración el «caso» platónico. A continuación seguiremos en parte su análisis y en ocasiones citaremos algunos fragmentos relevantes de esta obra35.
35 El fuego y el sol, de I. Murdoch, México, Fondo de Cultura Económica.
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Empecemos por aclarar que Platón desconfía de los artistas y nos previene contra ellos porque está convencido de su fuerza, es decir de su capacidad de seducción. Si el arte no fuese más que una trivial pérdida de tiempo, Platón no le hubiese dedicado probablemente la menor atención crítica. ¿En dónde reside la «fuerza» de los artistas? Sin duda en su habilidad para producir placer, el cual es junto al dolor -como ya hemos indicado- el instrumento por excelencia de la formación social de las personas. Quien es dueño de los mecanismos de placer controla también al menos en gran parte la educación de la ciudadanía: por tanto más vale que dichos instrumentos estén en buenas manos. A este respecto, los artistas no le parecen a Platón candidatos idóneos a educadores. Los más peligrosos de todos son quienes se ocupan en describir los sentimientos, pasiones y destinos humanos, es decir los poetas épicos o los dramaturgos (sin lugar a dudas hoy Platón incluiría en este rango a los novelistas y a los creadores cinematográficos) puesto que nada ejerce mayor seducción sobre los seres humanos que la representación, por ficticia o caprichosa que sea, del comportamiento vital de nuestros semejantes. Cualquier persona mínimamente adiestrada en el uso de la razón puede descubrir los fallos o las trampas de una argumentación teórica (si la mayoría parece incapaz de hacerlo es simplemente porque no presta atención a los razonamientos), pero en cambio un buen artista puede hacerle «creíble» y hasta admirable cualquier tipo de vida incluso al más sofisticado de los espectadores... ¡por no hablar de su influjo sobre el vulgo!
Pero ¿por qué los dramatizadores artísticos de la vida humana ejercen por lo general una influencia más perniciosa que benéfica? Porque, según Platón, el arte suele aceptar acríticamente las apariencias en lugar de cuestionarlas: es decir, porque al artista le gustan sobremanera esas apariencias que también fascinan al público en general, en lugar de apreciar y promover las verdades racionales que las subyacen y desmienten, de las cuales sólo se ocupan los filósofos... es decir, los auténticos educadores. Fantasear sobre cosas inverosímiles es mucho más «entretenido» que estudiar la esencia inmutable de lo real, sobria y rigurosa como la geometría. Aún más grave: como el poeta o el dramaturgo (en nuestros días también el novelista, el director cinematográfico, etc.) lo que quieren ante todo es agradar a su clientela y causar placer a la mayoría, se centran con delectación en las biografías de malvados «porque el hombre malo es múltiple, divertido y extremo, mientras que el hombre bueno es tranquilo y siempre el mismo». La ética lleva las de perder en materia de diversión frente a la estética. ¿Por qué? Pues porque sabemos de antemano cómo deben ser las personas decentes -su actuación se rige por principios, es decir por normas que conocemos aun antes de conocerles a ellos-, en tanto que los malos resultan variados en su transgresión y sorprendentes. Sólo hay unas cuantas maneras de portarse bien, mientras que las de portarse mal son innumerables; de aquí proviene que la ética -la cual no hace más que recordar una y otra vez lo fundamental- sea estéticamente «aburrida», mientras que la estética -que pretende ante todo la novedad y lo insólito- sea moralmente sospechosa. Tal como resume Murdoch, «el artista no puede representar ni encomiar lo bueno, sino sólo lo demoníaco, lo fantástico y lo extremo; mientras que la verdad es tranquila, sobria y limitada; el arte es sofistería, en el mejor de los casos una mimesis (imitación) irónica cuya falsa "veracidad" es un astuto enemigo de la virtud».
Para Platón hay una clara contraposición entre el arte y el verdadero conocimiento, es decir la filosofía. En el arte predomina ante todo la personalidad hechicera del artista, mientras que la filosofía aspira a la realidad impersonal tal como es en sí misma, más allá de los arrebatos y caprichos humanos. Los artistas consiguen gracias a su capacidad seductora objetivar universalmente su mera subjetividad, mientras que la tarea del filósofo es apropiarse subjetivamente por medio del conocimiento de la universalidad objetiva. La belleza a que el filósofo aspira es la alegría que nos produce la realidad cuando la comprendemos con precisión matemática tras habernos purificado de nuestros deseos, no el estremecimiento morboso que halaga nuestras pasiones. Tampoco Platón descarta todo tipo de arte, sólo se opone al demasiado individualista y personal, el arte de los grandes creadores: en cambio no tiene objeciones contra lo que hoy llamaríamos arte «popular», las artesanías tradicionales y la música tonificante que despierta sanas emociones patrióticas o religiosas; es decir, las manifestaciones en las que prima lo colectivo sobre la idiosincrasia subversiva de unas cuantas subjetividades con tendencia a la introspección. En nombre de la armonía unánime de la sociedad debe censurarse lo que cierto tipo de arte tiene de disgregador. ¿Deberemos subrayar que en nuestro siglo también han existido y existen planteamientos semejantes, aunque siempre al servicio de doctrinas políticas escasamente deseables por los partidarios de la libertad personal?
Pero la pretensión platónica de oponer la belleza del fingimiento artístico y la belleza de la verdad filosófica no es en modo alguno inatacable. Aunque Platón haya tenido destacados seguidores, Aristóteles y otros muchos filósofos también considerables han pensado de modo muy distinto, manteniendo que las obras de los grandes artistas no son un obstáculo para llegar al verdadero conocimiento de la realidad sino que, por el contrario, resultan imprescindibles para desarrollarlo cabalmente. En efecto, a su modo los artistas también exploran nuevas vías de comprensión de lo que existe. Sin duda parten de su peculiar forma de sentir y de los
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fantasmas de su interioridad, pero ¿acaso podemos excluir lo subjetivo de la comprensión total de la realidad, como si se tratase meramente de una ilusión superflua? Incluso las obras de arte que apuestan por lo fantástico desarrollan también nuestra percepción de las posibilidades de lo real y ofrecen sus alternativas ante lo vigente.
No es cierto que los mejores artistas pretendan solamente divertir o halagar las pasiones menos nobles del público: ante todo aspiran a ayudarle a mejorar su conocimiento. Leonardo da Vinci dijo que la misión de la pintura y de la escultura era llegar a saper vedere, a saber ver mejor. Y ¿acaso en efecto no hemos descubierto nuevos matices de las cosas, de las formas y de los colores gracias al propio Leonardo, a Miguel Ángel, a Velázquez o a Picasso? ¿Acaso los poetas, dramaturgos y novelistas no han enriquecido decisivamente la comprensión de la vida humana, de lo que significa habitar como humanos en la complejidad del mundo? Sin duda esa visión que nos proporcionan no siempre es plácida ni tranquilizadora, pero en eso mismo reside su mayor mérito. Nos desasosiegan porque nos abren los ojos, no por simple afán de ofuscarnos. Como certeramente señala Iris Murdoch, «el buen artista nos ayuda a ver el lugar de la necesidad en la vida humana, qué es lo que se debe soportar, qué hacer y deshacer, y a purificar nuestra imaginación hasta contemplar el mundo real (generalmente velado por miedos y ansiedad) incluyendo lo terrible y lo absurdo». También a veces lo obsceno, lo contradictorio y lo siniestro, aunque ello suela desazonar a bienintencionados guardianes de la decencia pública.
Quizá el pensador que con mayor decisión se enfrentó a las tesis platónicas (¡aunque, eso sí, alrededor de veinticuatro siglos más tarde!) fue el notable poeta, autor dramático e historiador Federico Schiller. En sus Cartas sobre la educación estética del hombre, este discípulo poco ortodoxo de Kant reivindica con ardor romántico la importancia que tiene cultivar la sensibilidad estética para conseguir auténticos ciudadanos capaces de vivir y participar en una sociedad moderna no autoritaria. A fin de cuentas, para Schiller «la obra de arte más perfecta que cabe es el establecimiento de una verdadera libertad política»36, proyecto que sin duda no hubiera contado con la aprobación de Platón más que después de infinitas reservas y matices... ¡en el afortunado caso de haber llegado alguna vez a obtenerla! Para Schiller, la formación estética complementa decisivamente la preparación moral e intelectual del ciudadano y le dispone para decidir libremente por sí mismo no sólo en cuanto poseedor de razón sino también de sentidos corporales no menos nobles que aquélla. El arte ciertamente no nos indica lo que tenemos que hacer -en tal caso sólo sería una mera sucursal plástica o narrativa de la moral- sino que nos agita y purifica tonificante-mente para que seamos lo que queremos llegar a ser. Tomando al toro por los cuernos, Schiller responde así vigorosamente a Platón: «Hay que dar la razón a los que dicen que lo bello y el estado en que lo bello pone al espíritu son enteramente indiferentes con respecto al conocimiento y a la convicción moral. Tienen razón, en efecto: la belleza no produce en absoluto un resultado particular, ni realiza ningún fin, ni intelectual ni moral; no nos descubre una verdad, no nos ayuda a cumplir un deber; y, en una palabra, es igualmente incapaz de afirmar el carácter y de iluminar el intelecto. La cultura estética, pues, deja en la más completa indeterminación el valor de un hombre o su dignidad, en cuanto que ésta sólo puede depender de él mismo; lo único que consigue la cultura estética es poner al hombre, por naturaleza, en situación de hacer por sí mismo lo que quiera, devolviéndole por completo la libertad de ser lo que deba ser». La función de la belleza, tanto si proviene de la admiración de la naturaleza como de la creación artística (en especial esta última), es puramente emancipadora: sirve para revelar al hombre lo abierto y aun lo terrible de su libertad.
La gran originalidad de Schiller es relacionar la vocación artística con una dimensión de la actividad humana habitualmente tenida por trivial y de rango inferior: el juego. Sólo algunos presocráticos como Heráclito (véase capítulo quinto) se atrevieron a comparar el supuesto «orden» del universo con los resultados de un juego infantil, aunque en tal caso los «niños» que juegan pudieran ser los dioses o el azar. La actividad lúdica no tiene otro objetivo, no se propone otro modelo ni obtiene otro provecho que su propio cumplimiento: así también lo más grave, eso que llamamos «cosmos». Ciertamente Platón desconfiaba de esta metáfora peligrosamente anárquica. Schiller vuelve a ella, situando la diferencia específica de lo humano precisamente en la capacidad de jugar: «Sólo juega el hombre cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y solo es plenamente hombre cuando juega». Las crías de los animales superiores y los niños muy pequeños, más que «jugar» propiamente, lo que hacen es entrenarse gozosamente en la realización de los gestos y movimientos corporales que luego necesitarán para cumplir las tareas de la vida adulta. El verdadero «juego» comienza cuando se constituye un mundo simbólico autosuficiente y auto-referente en el que se desarrolla una actividad que se da a sí misma las debidas pautas y sanciones. Ese mundo tiene que ver desde luego con el de la vida cotidiana, al que imita y refleja en cierto modo, pero también se sacude sus normas y
36La educación estética del hombre, de F. Schiller, trad. de M. García Morente, Madrid, col. Austral.
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descarta los apremios mortíferos de la necesidad. Según Schiller, en ese ámbito del juego es donde se mueve el artista: juega con la belleza de lo real y convierte en realidad primordial la belleza misma en cuanto tesoro que va descubriendo y a la vez fraguando nuestra libertad. El juego del arte nos convierte en dueños de un mundo propio y así nos hace manifiesto un destino social pero también personal más allá de las coacciones naturales o legales, en el que tendremos que decidir sin culpas ni disculpas lo que queremos llegar a ser.
En varias ocasiones nos hemos referido anteriormente a los artistas, sobre todo a los más grandes, llamándoles creadores. Es un término que no suele aplicarse a los científicos o a los deportistas, por notables que sean. ¿Por qué esta diferencia de trato? ¿En qué sentido decimos que un artista es «creador»? Desde luego no parece que sea «creador» tal como se supone que lo es Dios, porque ni el mayor de los artistas puede sacar su obra de la nada. Siempre utilizan materiales previos (pinturas, mármol, una lengua, las notas musicales...), y se apoyan más o menos en lo que hicieron sus antecesores, aunque sea para rechazarlo y buscar nuevos caminos. Pero un poco «divinos» sí que son, porque su obra no se explica sin ellos -sin su vocación y personalidad-, o sea que si cada uno de ellos no hubiera existido lo que han hecho nunca hubiese llegado a ser. Me explico: si Colón no hubiese llegado en 1492 al continente americano, antes o después otro hubiera hecho este viaje desde Europa tal como los vikingos los realizaron en épocas más remotas; si Alexander Fleming no hubiera descubierto la penicilina, antes o después otro sabio habría descubierto las propiedades curativas del hongo milagroso; y el récord de los cien metros lisos ha sido ya batido muchas veces y sin duda volverá antes o después a serlo. El descubridor, el científico y el campeón deportivo son los primeros en llegar hasta dónde aún no se había alcanzado... pero en terrenos ya existentes que se ofrecen previamente a la curiosidad y habilidad de cualquiera. En cambio, si Mozart o Cervantes hubieran muerto en la cuna nadie habría compuesto La flauta mágica ni contado la historia de Don Quijote. No nos habrían faltado música o novelas, pero no esa música o esa novela. Podemos imaginar el teléfono sin Graham Bell o la teoría de la relatividad sin Einstein, pero no Las meninas sin Velázquez. Decimos que es «creador» quien fabrica algo que sin él nunca hubiera llegado a ser, el que trae algo al mundo -grande o pequeño- que sin él nunca podría haber existido precisamente de ese modo y no de otro más o menos parecido. Las obras de arte no son posibilidades o cualidades realizadas de lo que previamente ya hay, sino que brotan de la personalidad misma de los artistas que las llevan a cabo. Se les parecen, reflejan tanto la forma de ser de quien las hace como la realidad del mundo de las que pasan a formar parte. El artista no es el primero en descubrir o lograr algo, sino el único que podía «crearlo» a su insustituible modo y manera...
Pero ¿tiene que ser siempre «bella» en el sentido de «bonita», es decir, lo contrario de «fea», la obra realizada por el artista? ¿Tiene que fundarse explícitamente en la armonía y equilibrio entre las partes, en la perfección del conjunto, o puede acoger también lo disonante e incluso lo deforme? La santísima trinidad platónica está formada por el Bien, la Verdad y la Belleza y pertenece a un orden ideal más allá de este mundo; pero la tríada infernal que parece en cambio presidir nuestros conflictos terrenales está constituida por el Mal, lo Falso y lo Feo. ¿Es obligación del artista aspirar sólo a mostrarse devoto de la primera trinidad o también incluye su tarea darse cuenta y darnos cuenta de la segunda? Tomemos por ejemplo el caso de Giorgione, uno de los pintores más excelsos del Renacimiento italiano. En muchas ocasiones reprodujo la hermosura de figuras humanas agraciadas y sin embargo también pintó el retrato implacablemente fiel de una vieja desdentada y decrépita que debía haber sido guapa en su mocedad, porque el cuadro se titula Col tempo («Con el tiempo»). No es cuadro que represente la belleza sino lo que el tiempo suele hacer con la belleza. Y la anciana así representada no es «bella» bajo ningún punto de vista, ni tampoco tiene nada de bonito o armonioso el destructivo paso de los años que la ha reducido a tan triste estado físico. ¿Traicionó entonces Giorgione su compromiso artístico con la «belleza» pintando algo que nos produce casi repulsión y que puede suscitar negros temores si reflexionamos sobre ello? Sin embargo me atrevería a decir que el cuadro es artísticamente «hermoso», incluso infinitamente más bello que tantas reproducciones tópicas de paisajes almibarados o de alguna Miss Universo en la flor de su edad. ¿Por qué?
Porque quizá lo que en arte puede ser llamado «belleza» -si es que admitimos que lo que pretende el arte es producir belleza a toda costa- tiene poco que ver en muchas ocasiones con el sentimiento de agrado o con la placidez de lo decorativo. El poeta Rainer María Rilke opinaba que la belleza «es aquel grado de lo terrible que aún podemos soportar». La atracción del arte no nos llega siempre como una suave caricia sino a menudo como un zarpazo. Alain, un pensador contemporáneo que escribió mucho sobre el proceso artístico, señala que «lo bello no gusta ni disgusta sino que nos detiene». El primordial efecto estético es fijar la atención distraída que resbala sobre la superficie de las cosas, las formas, los sentimientos o los sonidos sin prestarles más que una consideración rutinaria. Según este criterio, es realmente hermoso todo aquello en lo que no hay más remedio que fijarse. Más que buscar nuestra complacencia o nuestro acuerdo, el arte reclama nuestra atención. Y quedar atentos puede ser lo opuesto a dejarnos invadir por lo inmediatamente gratificante, como quien se introduce tras un largo día de esfuerzos en un baño bien caliente. Más bien lo contrario, si le damos la razón a otro pensador actual -Theodor W. Adorno- que en su Estética sostiene que «el logro estético podría definirse como la capacidad de producir algún tipo de escalofrío, como si la piel de gallina fuese la
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primera imagen estética». Nos estremece lo que no nos permite pasar de largo, lo que nos agarra, sujeta y zarandea: la evidencia de lo real, deslumbrante y atroz, que quizá nunca habíamos advertido antes en su pureza y desnudez implacables. Paradoja de la belleza, que a veces puede ser experimentada como beatitud y en otras ocasiones como escalofrío...
La trayectoria del arte moderno, sobre todo el más contemporáneo, nos abruma con distorsiones del sonido y de la forma, nos enfrenta a lo monstruoso, nos familiariza con los desgarramientos de almas sin esperanza. Sin embargo, también a través de él podemos sentir el estremecimiento conmovedor de la belleza y logramos a veces, incluso desde un radical desasosiego, vislumbrar ciertas formas de serenidad. ¿Traición a la belleza? Quizá todo lo contrario: un intento de no ofrecerla demasiado barata, fácil y accesible, es decir: engañosa. El novelista Stendhal dijo memorablemente que «la belleza es una promesa de felicidad». Pero mantener viva la aspiración a la armonía que encierra esa promesa nos obliga a comprometernos hasta el final con lo malo, lo falso y lo feo de la realidad no reconciliada aún en que vivimos. En la denuncia de lo que falta se vislumbra al trasluz la posibilidad futura de lo que podría ser la plenitud. Sin duda el peligro de esta trayectoria es caer en lo meramente chocante o en formas tan abstrusas de representación estética que requieran la aceptación de disquisiciones teóricas para digerir lo que resulta sensorial o emotivamente arbitrario, provocando además una radical confrontación entre los productos artísticos populares -que el mercado se encarga de vulgarizar más y más- y el llamado «gran arte» cada vez más reservado a una élite que tanto puede ser de entendidos como de simples pedantes.
¿Es reversible este camino? ¿Podemos aspirar sin renunciar a lo que sabemos al regreso nostálgico a una armonía perdida, la cual quizá nunca fue tal como hoy desde nuestra desazón la imaginamos? Seguramente Giorgione tenía razón: también para la belleza, como para cada uno de nosotros, como para todo lo real, el tiempo pasa y se niega a retroceder o detenerse. El tiempo... pero ¿qué es el tiempo? Bien podría ser esta cuestión la que cerrase nuestro recorrido teórico por las preguntas de la vida.
Da que pensar...
¿Cuáles son los dos instrumentos fundamentales que nos condicionan socialmente a los humanos? ¿Tenemos acaso otra biografía que la de nuestros placeres y dolores? ¿En qué consiste el «placer»., más allá de la mera sensación física agradable? Además de los evidentes placeres de la sensación y de la satisfacción de necesidades físicas, ¿hay también placeres de la razón? ¿Podemos decir que no sólo es placentero lo confortable o lo útil sino también lo «bueno»? ¿Qué tipo de placer produce la belleza y en qué se diferencia de los otros placeres mencionados? ¿Es placentera la belleza porque resulte «útil» o «buena»? ¿Por qué dijo Kant que el aprecio de la belleza es un «interés desinteresado»? ¿Cuál es la diferencia kan-tiana entre la belleza «vaga o libre» y la belleza «adherente»? ¿Han estado siempre los valores estéticos radicalmente separados de los restantes valores de la vida? ¿Cuál es el planteamiento de Santayana sobre la relación entre lo bello y lo bueno? ¿Es posible valorar la belleza y desconfiar o menospreciar la «belleza» que producen los artistas? ¿Se da el caso de que grandes artistas hayan desconfiado de las obras de arte? ¿Por qué Platón quiso desterrar a los poetas y demás artistas de su ciudad ideal? ¿Diría Platón que un «buen» artista es lo mismo que un artista «bueno»? ¿Cuál es la diferencia platónica entre la tarea educativa del artista y la del filósofo? ¿Cuál fue la respuesta de Schiller a las tesis platónicas? ¿En qué se parecen el juego y el arte? ¿Puede favorecer la educación artística la preparación del ciudadano para la libertad política? ¿Por qué llamamos «creadores» a los artistas y no a los científicos? ¿Debe el artista siempre buscar la belleza o también tiene que representar a veces la fealdad e incluso el mal? ¿Es «feo» o «malo» estéticamente hablando representar lo «malo» o lo «feo»? ¿Por qué el arte moderno y contemporáneo parecen haber abandonado el concepto tradicional de «belleza»? ¿En qué sentido la belleza puede ser una promesa de felicidad? ¿Cómo nos «detiene» la belleza y qué tipo de «escalofrío» produce?
lunes, 25 de marzo de 2019
8. Política. (3ª ev.).
1ª ¿Podemos hacernos «humanos» por nosotros mismos, sin necesidad de nadie más?
2ª ¿Empezamos a humanizarnos con la palabra o ya antes, con la mirada de los semejantes?
3ª ¿Es inevitable que nos resulte «doloroso» la convivencia con los otros?
4ª ¿Está justificado que protestemos de los resultados efectivos de esta sociedad que por otra parte tanto necesitamos?
5ª ¿No sería peor el infierno de ser ignorado por los otros que el de vivir entre ellos?
6ª ¿Estamos «incomunicados» o es que no debemos esperar nunca «comunicarnos» del todo?
7ª ¿Nos enfrentamos los humanos en la sociedad porque no somos lo suficientemente racionales o porque no somos razonables?
8ª ¿Puede obtenerse algún modo de concordia a partir de la discordia producida por las razones contrapuestas de los hombres?
9ª ¿Cómo explica Hegel el paso desde nuestra animalidad «natural» hasta nuestra «humanidad» histórica y cultural?
10ª Los filósofos que han reflexionado sobre la po-lítica ¿quieren comprenderla mejor o aboliría de una vez?
11ª ¿Puede haber «política» sin conflicto ni enfrenta-mientos?
12ª ¿Puede haber democracia sin política?
13ª ¿En qué se parece la esencia de la filosofía a la esencia de la democracia?
14ª ¿Qué son las «utopías»? ¿Por qué los filósofos suelen ser aficionados a ellas?
15ª ¿Es lo mismo «utopía» que «ideal»?
16ª ¿Hay «utopías» aborrecibles o por lo menos peligrosas?
17ª ¿Se ha realizado históricamente alguna «utopía»?
18ª ¿Establecemos los humanos un «contrato social» o somos más bien resultado de elecciones privadas que determinan lo mejor para todos?
19ª ¿Son plenamente compatibles todos los ideales políticos en la sociedad efectiva? ¿Qué es la justicia? ¿Cuál es su relación con la «dignidad humana»?
20ª ¿Cuál es la relación entre la «dignidad» humana y los «derechos humanos»?
21ª ¿Puede haber «derechos humanos» colectivos?
22ª ¿Estamos los humanos determinados inexorablemente por nuestra raza o nuestra cultura?
23ª ¿Cuáles son los principios más generales de las morales humanas?
24ª ¿Es la risa un argumento a favor de la vida en común de los hombres?
Nadie llega a convertirse en humano si está solo: nos hacemos humanos los unos a los otros. Nuestra humanidad nos la han «contagiado»: ¡es una enfermedad mortal que nunca hubiéramos desarrollado si no fuera por la proximidad de nuestros semejantes! Nos la pasaron boca a boca, por la palabra, pero antes aún por la mirada: cuando todavía estamos muy lejos de saber leer, ya leemos nuestra humanidad en los ojos de nuestros padres o de quienes en su lugar nos prestan atención. Es una mirada que contiene amor, preocupación, reproche o burla: es decir, significados. Y que nos saca de nuestra insignificancia natural para hacernos humanamente significativos. Uno de los autores contemporáneos que con mayor sensibilidad ha tocado el tema, Tzvetan Todorov, lo expresa así:
«El niño busca captar la mirada de su madre no solamente para que ésta acuda a alimentarle o reconfortarle, sino porque esa mirada en sí misma le aporta un complemento indispensable: le confirma en su existencia. [...] Como si supieran la importancia de ese momento -aunque no es así-, el padre o la madre y el hijo pueden mirarse durante largo rato a los ojos; esta acción sería completamente excepcional en la edad adulta, cuando una mirada mutua de más de diez segundos no puede significar más que dos cosas: que las dos personas van a batirse o a hacer el amor».
Siendo como somos en cuanto humanos fruto de ese contagio social, resulta a primera vista sorprendente que soportemos nuestra sociabilidad con tanto desasosiego. No seríamos lo que somos sin los otros pero nos cuesta ser con los otros. La convivencia social nunca resulta indolora. ¿Por qué? Quizá precisamente porque es demasiado importante para nosotros, porque esperamos o tememos demasiado de ella, porque nos fastidia necesitarla tanto. Durante un brevísimo período de tiempo cada ser humano cree ser Dios o por lo menos el rey de su diminuto universo conocido: el seno materno aparece para calmar el hambre (casi siempre en forma de biberón), manos cariñosas responden a nuestros lloros para secarnos, refrescarnos o calentarnos, para darnos compañía. Hablo de los afortunados, porque hay niños cuyo destino atroz les niega incluso este primer paraíso de ilusoria omnipotencia. Pero nuestro reinado acaba pronto, incluso en los casos menos desdichados. Pronto tenemos que asumir que esos seres de quienes tanto dependemos tienen su propia voluntad, que no siempre consiste en obedecer a la nuestra. Un día lloramos y mamá tarda en venir; eso nos anuncia y nos prepara a la fuerza para otro día más lejano, el día en que lloraremos y mamá ya no volverá.
La filosofía y la literatura contemporáneas abundan en lamentos sobre la carga que nos impone vivir en sociedad, las frustraciones que acarrea nuestra condición social y los preservativos que podemos utilizar para padecerlas lo menos posible. En su drama A puerta cerrada, Jean-Paul Sartre acuñó una sentencia célebre, luego mil veces repetida:
«El infierno son los demás».
Según eso, el paraíso sería la soledad o el aislamiento (que por cierto distan mucho de ser lo mismo). El tema de la «incomunicación» aparece también de las más diversas formas en obras de pensamiento, novelas, poemas, etcétera. A veces es una queja por la pérdida de una comunidad de sentido que supuestamente existía en las sociedades tradicionales y que el individualismo moderno ha desmoronado; pero en otros casos parece provenir más bien de ese mismo individualismo, que se considera incomprendido por los demás en lo que tiene de único e irreductiblemente «especial». Otros autores deploran o se rebelan contra las limitaciones que la convivencia en sociedad impone a nuestra libertad personal: ¡nunca somos lo que realmente queremos ser, sino lo que los otros exigen que seamos! Y algunos plantean estrategias vitales para que lo colectivo no devore totalmente nuestra intimidad: colaboremos con la sociedad en tanto nos resulte beneficioso y sepamos disociarnos de ella cuando nos parezca oportuno. A fin de cuentas, como dijo en una ocasión la emprendedora Mrs. Thatcher, la sociedad es una entelequia y los únicos que existen verdaderamente son los individuos...
A favor de estas protestas y recelos abundan los argumentos aceptables. Las sociedades modernas de masas tienden a despersonalizar las relaciones humanas, haciéndolas apresuradas y burocráticas, es decir muy «frías» si se las compara con la «calidez» inmediata de las antiguas comunidades, menos reguladas, menos populosas y más homogéneas. En cambio crece la posibilidad de control gubernamental o simplemente social sobre las conductas individuales, cada vez más vigiladas y obligadas a someterse a ciertas normas comunes... ¡aunque esta última forma de tiranía nunca ha faltado tampoco en las pequeñas comunidades premodernas! Pese a tanto control, demasiados ciudadanos conocen muy pocas ventajas de la vida en común y padecen miseria o abandono. Por encima de todo, nuestro siglo ha conocido ejemplos espeluznantes del terror totalitario que pueden ejercer sobre las personas los colectivismos dictatoriales. Tantas adversidades pueden hacer olvidar hasta qué punto la sociabilidad no es simplemente un fardo ajeno que se impone a nuestra autonomía sino una exigencia de nuestra condición humana sin la cual nos sería imposible desarrollar esa autonomía misma de la que nos sentimos tan justificadamente celosos. Sin querer llevarle la contraria a Mrs. Thatcher, parece evidente que las sociedades no son simplemente un acuerdo más o menos temporal, más o menos conveniente, al que llegan individuos racionales y autónomos, sino que por el contrario los individuos racionales y autónomos son productos excelentes de la evolución histórica de las sociedades, a cuya transfor-mación contribuyen luego a su vez. ¿Cómo podría ser de otro modo?
¿Son los demás el infierno? Sólo en tanto que pueden hacernos la vida infernal al revelarnos -a veces poco consideradamente- las fisuras del sueño libertario de omnipotencia que nuestra inmadurez autocomplaciente gusta de imaginar. ¿Vivimos necesariamente incomunicados? Desde luego, si por «comunicación» entendemos el que los demás nos interpreten espontáneamente de modo tan exhaustivo como nosotros mismos creemos expresarnos; pero sólo muy relativamente, si asumimos que no es lo mismo pedir comprensión que hacerse comprender y que la buena comunicación tiene como primer requisito hacer un esfuerzo por comprender a ese otro mismo del que pedimos comprensión. ¿Limitan nuestra libertad los demás y las instituciones que compartimos con ellos? Quizá la pregunta debiera plantearse de modo diferente: ¿tiene sentido hablar de libertad sin referencia a la responsabilidad, es decir a nuestra relación con los demás?, ¿no son precisamente las instituciones -empezando por las leyes- las que nos revelan que somos libres de obedecerlas o desafiarlas, así como también para establecerlas o revocarlas? Incluso los abusos totalitarios o simplemente autoritarios sirven al menos para que comprendamos mejor -en la resistencia contra ellos- las implicaciones políticas y sociales de nuestra autonomía personal.
Por justificadas que estén las protestas contra las formas efectivas de la sociedad actual (de cualquier sociedad «actual»), sigue siendo igualmente cierto que estamos humanamente configurados para y por nuestros semejantes. Es nuestro destino de seres lingüísticos, es decir, simbólicos. Al nacer somos «capaces» de humanidad, pero no actualizamos esa capacidad -que incluye entre sus rasgos la autonomía y la libertad- hasta gozar y sufrir la relación con los demás. Los cuales por cierto nunca están «de más», es decir nunca son superfluos o meros impedimentos para el desarrollo de una individualidad que en realidad sólo se afirma entre ellos. Para conocernos a nosotros mismos necesitamos primero ser reconocidos por nuestros semejantes. Por muy malo que pueda eventualmente resultarnos el trato con los otros, nunca será tan irrevocablemente aniquilador como vendría a ser la ausencia completa de trato, el ser plena y perpetuamente «desconocidos» por quienes deben reconocernos. Lo ha expresado muy bien el gran psicólogo William James: «El yo social del hombre es el reconocimiento que éste obtiene de sus semejantes. Somos no solamente animales gregarios, que gustamos de la proximidad con nuestros compañeros, sino que también tenemos una tendencia innata a hacernos conocer, y conocer con aprobación, por los seres de nuestra especie. Ningún castigo más diabólico podría ser concebido, si fuese físicamente posible, que vernos arrojados a la sociedad y permanecer totalmente desapercibidos por todos los miembros que la componen»31. Nadie llegaría a la humanidad si otros no le contagiasen la suya, puesto que hacerse humano nunca es cosa de uno solo sino tarea de varios; pero una vez humanos, la peor tortura sería que ya nadie nos reconociese como tales... ¡ni siquiera para abrumarnos con sus reproches!
¿Es «natural» la imperiosa necesidad de ser reconocidos por nuestros semejantes, la cual a su vez abre el camino a todos nuestros empeños propiamente «culturales»? En la Fenomenología del espíritu, sin disputa una de las piezas claves de la filosofía moderna, Hegel narra ese tránsito por medio de una especie de mito especulativo conocido como «El señor y el siervo» (o, aún más dramáticamente, «El amo y el esclavo»). Partamos de que por el mundo vaga un ser dotado de conciencia, del que todavía no sabemos si es animal o humano. Tiene apetitos (hambre, sed, cobijo, sexo...) que busca satisfacer de modo inmediato, así como rivales y enemigos con los que debe luchar o de los que tiene que huir. Para esa conciencia el mundo no es más que un lugar donde se suscitan y satisfacen sus apetitos, el ámbito en el que tiene lugar su búsqueda a toda costa de supervivencia biológica. Existe plena continuidad entre el mundo y la conciencia que en él se mueve o, por decirlo con la expresión de Georges Bataille en su Teoría de la religión, la conciencia vital -zoológica- aún se encuentra en el mundo «como el agua en el agua». De modo que en realidad no hay «mundo» como algo independiente y separado de la conciencia, por lo que tampoco hay realmente «conciencia» como una voluntad autónoma para sí misma. Pero ahora supongamos que la conciencia se transforma en autoconciencia, en conciencia de sí misma, y comienza a valorar la propia independencia de sus deseos respecto al mundo circundante. Inmediatamente también el mundo se transforma en algo «ajeno», que resiste o se opone a sus apetitos, que parece «querer» por su cuenta en contra de lo que la autoconciencia tiene por su querer propio.
La autoconciencia entonces ya no se conforma simplemente con la supervivencia biológica que le bastaba mientras se halló en plena continuidad con el resto del mundo. Ahora la autoconciencia quiere ante todo su propio querer, su voluntad autónoma distinta del mundo que se le opone. En cierto modo esto la sitúa al margen de la vida, del simple durar «como el agua en el agua», y la enfrenta con la muerte. De ser conciencia de la vida pasa a convertirse en autoconciencia que asume y desafía la certeza de su propia muerte. En ese mundo que se opone y resiste al cumplimiento de sus apetitos, la autoconciencia comienza a ser más y más capaz de valorar, de elegir, de jerarquizar sus deseos de acuerdo no ya sólo con la supervivencia sino con la afirmación autónoma de su querer. Antes o después, la autoconciencia habrá de enfrentarse a otra autoconciencia en apariencia semejante a ella misma. Pero de buenas a primeras no está dispuesta a aceptar ese parentesco: al contrario, aspira a ser reconocida como única por la otra y que ésta renuncie a sus aspiraciones de tenerse por su igual. Entonces tiene lugar la lucha a muerte por el reconocimiento entre ambas, una batalla en la que se mezclarán las armas físicas y también las simbólicas.
¿Cómo podrá una autoconciencia afirmarse triunfalmente frente a la otra? Por medio del más universal de los instrumentos, el miedo a la muerte. Puesto que ambas son conscientes de su mortalidad, deberán probar hasta qué punto se hallan «por encima» del mero instinto de supervivencia que aún las entronca con la zoología, de la que pugnan por zafarse para consolidar su autonomía. El combate por el reconocimiento será ganado entonces por la autoconciencia más capaz de sobreponerse al terror a morir: vence el temerario, capaz de combatir con la frialdad implacable de alguien que ya estuviera muerto, frente al timorato, aún demasiado apegado al latido vital y que nunca renuncia a cubrirse las espaldas o retroceder a tiempo. La situación es semejante a la de aquel tremendo juego que hizo furor hace pocas décadas en Estados Unidos, una de cuyas versiones aparece en la película de Nicholas Ray Rebelde sin causa: los competidores conducen dos automóviles lanzados a toda velocidad uno hacia el otro o ambos en paralelo hacia un pre-cipicio. El primero que frena o se desvía por instinto de supervivencia es «el gallina» y pierde. El otro -¡si salva el pellejo!- es reconocido como el valiente, es decir, el que más vale, aquel cuyo desprecio a la muerte le sitúa más lejos de la animalidad (por cierto, también la mayoría de los animales cuando luchan con sus semejantes y van perdiendo se ofrecen rendidos al oponente antes de que la bronca tenga un resultado fatal).
La autoconciencia vencida -vencida sobre todo por el miedo a morir- queda sometida a las órdenes del vencedor (que no reconoce más «amo» que la muerte misma). Pero el derrotado no se convierte en un mero animal: para servir al señor se ve obligado a trabajar, lo cual le aleja de la simple inmediatez de los apetitos zoológicos. Por medio del trabajo el mundo deja de ser sólo un obstáculo o un enemigo y se convierte en material para realizar transformaciones, proyectos, tareas creadoras. A la larga el amo, cuyos deseos se ven inmediatamente satisfechos por su esclavo, recae poco a poco en la animalidad y ya no le queda otro entretenimiento «humano» que contemplar una y otra vez su rostro en el espejo de la muerte, hasta identificarse con ella. En cambio el siervo se convierte en depositario de la más duradera autoconciencia, no limitada al estéril desafío frente a la muerte sino dedicada a la creación de nuevas formas para racionalizar la vida. Finalmente, cada una de las dos autoconciencias representa una mitad nada más de la voluntad autónoma del hombre: la afirmación de su independencia como valor superior a la mera supervivencia biológica y el empeño técnico de llegar a vivir más y mejor. Aún un paso más y cada una de las autoconciencias reconoce la validez de la otra: la validez del Otro. Ya en plano de igualdad, el individuo admite la dignidad humana de los demás no como meros instrumentos -de muerte o de creación- sino como fines en sí mismos cuyos derechos han de ser reconocidos en un marco social de cooperación.
Hasta aquí mi paráfrasis libérrima -¡Hegel me perdone!- de la dialéctica mitológica entre el señor y el siervo, que también ha inspirado a talentos mejores que el mío como los de Karl Marx o Alexandre Kojéve. A esta fábula especulativa se le pueden buscar diversas ilustraciones antropológicas o históricas. Lo que me parece más significativo de ella -sería absurdo tomarla al pie de la letra-es el esfuerzo por narrar de modo inteligible una perspectiva del tránsito entre naturaleza y cultura, entre la conciencia de la muerte y la voluntad de asegurar la vida: desde el rebaño sometido al despotismo del más fuerte hasta la sociedad igualitaria que se reparte las tareas sociales. Una vez llegados al plano de la sociedad humana -a la vez sometida a valoraciones éticas y a consideraciones políticas- la pregunta viene a ser ésta: ¿cómo organizar la convivencia? Pregunta que sigue vigente aunque ya se haya superado la oposición brutal entre amos y escla-vos. Porque los diversos «socios» que forman parte de la comunidad mantienen cada cual sus propios apetitos e intereses, su incansable necesidad de reconocimiento por los demás, sus enfrentamientos en torno a cómo deben repartirse los bienes que admiten reparto y quién debe poseer aquellos que no pueden tener más que un solo dueño. En una palabra, la cuestión es cómo se convierte la discordia humana en concordia social.
¿Por qué existe la discordia? Desde luego, no es porque los seres humanos seamos irracionales o violentos por naturaleza, como a veces dicen los predicadores de trivialidades. Más bien todo lo contrario. Gran parte de nuestros antagonismos provienen de que somos seres decididamente «racionales», es decir, muy capaces de calcular nuestro beneficio y decididos a no aceptar ningún pacto del que no salgamos claramente gananciosos. Somos lo suficientemente «racionales» al menos como para aprovecharnos de los demás y desconfiar del prójimo (suponiendo, con buenos argumentos, que se portará si puede con nosotros como nosotros intentamos portarnos con él). También usamos la razón lo suficiente para darnos cuenta de que nada nos sería tan beneficioso como vivir en una comunidad de gente leal y solidaria ante la desgracia ajena, pero nos preguntamos: «¿Y si los demás no se han dado cuenta todavía?», para concluir: «Que empiecen ellos y me comprometo a pagarles en la misma moneda». Todo muy racional, como se ve. Aunque a estas alturas del libro espero no tener que recordarle al lector la diferencia ya reiterada entre lo «racional» y lo «razonable». Por si falta hiciere, miren a la realidad que les circunda (en la que unos pocos centenares de privilegiados poseen la inmensa mayoría de las riquezas mientras millones de criaturas perecen de hambre) y podrán concluir que vivimos en un mundo tremendamente racional pero poquísimo razonable...
Tampoco es verdad que seamos espontáneamente «violentos» o «antisociales». Ni mucho menos. Por supuesto existen en todas las sociedades personas así, que padecen alguna alteración psíquica o que han sido tan maltratadas por los demás que luego les pagan con la misma moneda. No podemos legítimamente esperar que aquellos a quienes el resto de la comunidad trata como si fuesen animales, utilizándolos como bestias de carga y desentendiéndose de su suerte, se porten después como perfectos ciudadanos. Pero no hay tantos casos como pudiera esperarse (sorprende realmente lo sociables que se empeñan en seguir siendo incluso quienes menos provecho sacan de la sociedad) ni rompen la convivencia humana tanto como otras causas diríamos que opuestas. En efecto, los grandes enfrentamientos colectivos no los suelen protagonizar individuos personalmente violentos sino grupos formados por gente disciplinada y obediente a la que se ha convencido de que su interés común depende de que luchen contra ciertos adversarios «extraños» y los destruyan. No son violentos por razones «antisociales» sino por exceso de sociabilidad: tienen tanto afán de «normalidad», de parecerse lo más posible al resto del grupo, de conservar su «identidad» con él a toda costa, que están dispuestos a exterminar a los diferentes, a los forasteros, a quienes tienen creencias o hábitos aje-nos, a los que se considera que amenazan los intereses legítimos o abusivos del propio rebaño. No, no abundan los lobos feroces ni los que hay representan el mayor riesgo para la concordia humana; el verdadero peligro proviene por lo general de las ovejas rabiosas...
Desde muy antiguo se viene intentando organizar la sociedad humana de tal modo que garantice el máximo de concordia. Por supuesto, no podemos confiar para lograrlo sencillamente en el instinto social que tiene nuestra especie. Es verdad que nos hace necesitar la compañía de nuestros semejantes, pero también nos enfrenta a ellos. Las mismas razones que nos aproximan a los demás pueden hacer que éstos se conviertan en nuestros enemigos. ¿Cómo puede suceder? Somos seres sociables porque nos parecemos muchísimo unos a otros (mucho más desde luego de lo que la diversidad de nuestras culturas y formas de vida hacen suponer) y aproximadamente solemos querer todos las mismas cosas esenciales: reconocimiento, compañía, protección, abundancia, diversión, seguridad... Pero nos parecemos tanto que con frecuencia apetecemos a la vez las mismas cosas (materiales o simbólicas) y nos las disputamos unos a otros. Incluso es frecuente que deseemos ciertos bienes solamente porque vemos que otros también los desean: ¡hasta tal punto resultamos ser gregarios y conformistas!
De modo que lo mismo que nos une nos enfrenta: nuestros intereses. La palabra «interés» viene del latín inter esse, lo que está en medio, entre dos personas o grupos: pero lo que está entre dos personas o dos grupos sirve en ocasiones para unirles y otras veces se interpone para separarles y volverles hostiles uno contra otro. A veces acerca a los distantes (sólo junto a ti puedo obtener lo que busco) y otras veces enfrenta a los distintos (quieres lo que yo quiero y si es para ti no podrá ser para mí). La misma «sociabilidad» indudable de los intereses humanos hace que necesitemos vivir en sociedad pero también que en demasiadas ocasiones la concordia social nos resulte imposible.
¿Cómo arreglárnoslas para organizar eso que Kant llamó con acierto y un punto de ironía «nuestra insociable sociabilidad»? Los filósofos han elucubrado sobre este punto, como sobre el resto de las cuestiones de alcance y hondura semejantes. Pero con una notable diferencia, que hizo notar perspicazmente Hannah Arendt. La filosofía del conocimiento no quiere que acabe el conocimiento, ni la filosofía cosmológica pretende abolir el universo, pero en cambio la filosofía política parece suponer que sólo obtendrá auténtico éxito cuando la política quede suprimida. O sea, de Platón en adelante, los filósofos han tratado siempre la política como un conflicto indeseable que hay que corregir, no como una expresión de libertad creadora que debe ser protegida y encauzada. Porque la política es colisión de intereses, tanteos hacia una armonía siempre precaria, hallar para los viejos problemas soluciones parciales que inevitablemente crean nuevas y no menos desconcertantes dificultades. Cuando hablan de política, la mayoría de los filósofos están deseando poner punto final a tanto embrollo. Sueñan con una fórmula definitiva que acabe de una vez por todas con las rivalidades, discordias y aporías de la vida en común, en una palabra: una solución que nos permita vivir sin política. Y por tanto también sin historia; sólo a un filósofo se le puede ocurrir hablar con cierto discreto ali-vio del «final de la historia», como se le ocurrió no hace mucho a Fukuyama. La mayoría de los restantes filósofos que le denunciaron con vehemencia lo que censuraban fue solamente el creer que ese momento jubiloso había llegado ya, porque cada uno de ellos tenía su propio final de la historia que aún aguardaba realizarse. Pero compartían con Fukuyama el deseo de que acabase de una buena vez la historia junto con la política, ese fatigoso y confuso dolor.
Por esta razón tantos grandes filósofos, desde los griegos de nuestros comienzos, han sido críticos y hasta declarados adversarios de las ideas democráticas. No deja de ser esta animadversión una auténtica paradoja, porque la filosofía nace con la democracia y en cierto sentido esencial es inseparable de ella: hay democracia cuando los humanos asumen que sus leyes y proyectos políticos no provienen de los dioses o la tradición, sino de la autonomía ciudadana de cada cual armonizada polémica y transitoriamente con las de los demás, con iguales derechos a opinar y decidir; hay filosofía cuando los humanos asumen que deben pensar por sí mismos, sin dogmas preestablecidos, soportando la crítica y el debate con sus semejantes racionales. En el fondo, el proyecto de la democracia es en el plano sociopolítico lo mismo que el proyecto filosófico en el plano intelectual. La democracia implica que siempre habrá política (en el sentido discordante y conflictivo que hemos visto) por la misma razón que la filosofía implica que siempre habrá pensamiento, es decir duda y disputa sobre lo más esencial. A esto último los filósofos suelen avenirse más o menos a regañadientes (¿a qué filósofo no le hubiera gustado que los grandes problemas quedaran definitivamente resueltos por él?), pero en lo tocante a los fundamentos de la política todos coinciden en querer dejarlos zanjados de una vez por todas. Que acabe el pensamiento autónomo representa una desdicha incluso para el pensador más arrogante; pero cancelar de una buena vez la discordante autonomía social de los individuos sería visto como un triunfo deseable por muchos grandes teóricos de la sociedad...
Supongo que de aquí proviene la afición de tantos filósofos de la política por las utopías. Aunque actualmente se utiliza la palabra «utopía» y sobre todo el adjetivo «utópico» en un sentido muy vago y genérico, que para unos significa «absurdo» o «irrealizable» mientras que para otros equivale al ímpetu racional de transformar positivamente el mundo y acabar con las injusticias, el término debería ser empleado de modo un tanto más preciso. Proviene, como es sabido, de un relato fantástico titulado precisamente así -Utopía- que escribió en 1516 sir Tomás Moro, un personaje realmente notable que reunió atributos tan escasamente conciliables como ser pensador, estadista, mártir de la fe y santo de la Iglesia católica. En una película biográfica muy notable en su día, interpretada con excelsitud por Paul Scofield, se le denominaba «un hombre para todas las ocasiones» y sin duda merece tal calificación. Su relato «Utopía» tiene algo de sátira y mucho de experimento mental: «Cómo serían las cosas si...». Desde el propio título la ironía de Moro juega con ambigüedades calculadas, porque según su etimología griega «utopía» significa «lugar que no está en ninguna parte» (es decir, un no lugar) pero también suena parecido a «utopía», lugar bueno, el lugar del Bien.
Muchas de las características de las utopías posteriores se encuentran ya en ese libro: un ámbito político cerrado y sin escapatoria («Utopía» es una isla), autoritarismo supuestamente benevolente basado en la estricta aplicación de criterios racionales, reglamentación minuciosa de la vida cotidiana de todo el mundo (incluidos los momentos de ocio, las relaciones familiares o la sexualidad), abolición de la propiedad privada, sometimiento absoluto de cada individuo al bien común (las personas pueden ser desplazadas de un lugar a otro de acuerdo con las necesidades generales), igualdad económica, abolición de la competencia, inmovilidad histórica (las leyes fueron dictadas por el mítico ancestro Utopus ¡hace novecientos años!), etc. También incluía Moro en su original diseño algunos elementos que chocaban con su propia ortodoxia eclesial, como la tolerancia religiosa (¿quizá un guiño a su amigo Erasmo?) o la eutanasia voluntaria, aunque finalmente reconocía que seguir la verdad revelada por la fe podía ser una «utopía» aún mejor. Sin duda sería inadecuado leer este relato como un programa político o, mejor dicho, «antipolítico», desconociendo su componente lúdico, de juego teórico. El propio autor se negó al final de su vida a que fuese traducido del latín al inglés porque temía que sirviese para corromper a los incultos. Un temor muy justificado, viendo algunos de los efectos «utopistas» posteriores.
Una vez establecido así el modo «utópico» como género literario, podemos extender el concepto hacia atrás -hasta la República de Platón- y verlo proseguir en obras como la Nueva Atlántida de Francis Bacon, la Ciudad del sol de Campanella, otras de Charles Fourier o Robert Owen y un extenso etcétera que llega hasta las ficciones de H. G. Wells en nuestro siglo, sin olvidar algunas perversiones del modelo como las Ciento veinte jornadas de Sodoma del marqués de Sade. En líneas generales, los aspectos positivos de las utopías son la propuesta de una alternativa global a las sociedades realmente existentes (modificando la forma de ver rutinaria que tiene por «inevitable» todo lo que de hecho está vigente) y en la mayoría de los casos la propuesta de una armonía social basada en la renuncia a la codicia y a los abusos del interés económico privado. Pero también abundan otros rasgos severamente negativos: autoritarismo claustrofóbico, conversión de los abiertos ideales humanos (libertad, justicia, igualdad, seguridad...) en reglamentos asfixiantes, suposición de que basta el cálculo racional -siempre ejercido por unos cuantos ilustrados-para determinar la vida mejor de «todos» los ciudadanos, desaparición de la espontaneidad y de la innovación (las «utopías» suelen proponerse para el futuro pero ninguna admite el desconocido futuro como prolongación de sí misma), ordenancismo que alcanza hasta los rincones más íntimos de la privacidad, etc.
La realización efectiva de proyectos que en su día pudieron parecer legítimamente «utópicos» (empezando por los Estados Unidos y siguiendo por la Unión Soviética, el Estado de Israel o incluso el tercer Reich de Hitler) nos han hecho bastante más recelosos sobre las bondades del género como guía de organización política de lo que fueron sus pioneros. Incluso en los mejores casos, los bienes sociales conseguidos nunca se dan sin serias contrapartidas que el mero planeamiento racional no preveía. De ahí que la ciencia ficción contemporánea abunde en «distopías», es decir «utopías» francamente detestables propuestas como modelos a no seguir, tales como Un mundo feliz de Aldous Huxiey o Nosotros de Zamiatin. Pese a las buenas intenciones filosóficas que inspiraron la mayoría de ellas, los intentos de acuñar una concordia prefabricada y sin resquicios como sueño de unos cuantos se transforma al realizarse históricamente en la pesadilla de todos los demás.
Algunos utopistas y casi todos los políticos totalitarios de nuestro siglo han reclamado un «hombre nuevo» como materia prima dispuesta para someterse a sus proyectos. Pero el hombre, afortunadamente, no puede ser «nuevo» sin dejar de ser propiamente humano puesto que su propia sustancia simbólica está compuesta con una tradición de conocimientos adquiridos, experiencias históricas, conquistas sociales, memoria y leyendas. Las personas nunca pueden ser pizarras recién borradas -y ¡qué métodos tan terribles se han utilizado en las últimas décadas para borrar de las mentes cuanto merece ser recordado y defendido!- en las que se escriba arbitrariamente la nueva ley social, por buena letra que se proponga hacer el legislador. Tampoco es factible purgar a los hombres del apego racional a sus propios intereses encontrados para someterlos a un interés global o bien común determinado por alguna sabiduría situada por encima de sus cabezas. No, es preciso fraguar la política de concordia a partir de los seres humanos realmente existentes con sus razones y pasiones, con sus discordias, con su tendencia al egoísmo depredador pero también con su necesidad de ser reconocidos por la simpatía social de los demás. Por lo que sabemos, tal concordia será siempre frágil y padecerá mil amenazas: segregará sus propios venenos, a veces a partir de sus mejores logros. ¿Cómo orientar la reflexión sobre tantas paradojas, sobre este drama colectivo de nuestra vida en común?
Hay dos enfoques principales, cada uno con muy diversos matices. El primero piensa la organización política de la comunidad humana a partir de un contrato social entre los individuos (no hace falta creer que ha tenido lugar como acontecimiento histórico, basta con aceptar el punto de partida teórico «como si» hubiese ocurrido), los cuales planean en común sus leyes, sus jerarquías, la distribución del poder y la mejor forma de atender a las necesidades públicas. Además de preocuparse por sus intereses privados, los socios comprenden también que es imprescindible organizar a determinados aspectos colectivos que redundan en beneficio de todos y sustentan la viabilidad misma del grupo como tal. Los intereses de cada cual pueden oponerse a los de otros pero no al marco comunitario del que reciben su sentido: son «particulares» pero no «antisociales», porque si fueran esto último dejarían de funcionar como propiamente «humanos». Por tanto, es posible decidir en común lo que concierne a todos y revisar periódicamente las normas así establecidas: también será necesario que los gobernantes intervengan periódicamente para corregir las disfunciones que resulten de la mera pugna entre los intereses particulares o proteger a quienes se vean por cualquier circunstancia incapacitados para atender a sus necesidades más básicas.
La segunda perspectiva, en cambio, desconfía de la capacidad deliberativa de los socios en lo tocante a lo mejor para la comunidad. El poder político debe establecer tan sólo un marco lo más flexible y menos intervencionista posible, dentro del cual tengan libre juego las libertades de los socios en busca de satisfacer sus intereses. Cada cual es muy capaz de buscar lo mejor para sí mismo, aunque no lo sea para planificar lo que ha de ser preferible para todos. Pero es que precisamente el mayor beneficio público surgirá de la interacción entre quienes buscan sin cortapisas su provecho privado, a causa de la ya mencionada condición «social» de nuestros intereses aparentemente más particulares. En la búsqueda de su propio bien, cada cual no tendrá más remedio que colaborar aún sin proponérselo con el de los demás porque siempre obtenemos más de los otros beneficiándoles que perjudicándoles. Una suerte de «mano invisible» armonizará lo aparentemente discordante, reforzará los mejores planes de vida comunitaria y condenará al fracaso las so-luciones caprichosas o erróneas. El poder político debe abstenerse lo más posible de intervenir en tal juego entre las astucias privadas para no viciar el resultado final y dañar al conjunto buscando un exceso «artificial» de perfección.
En resumen, por decirlo con palabras de Roger Scruton: «El defensor de la decisión colectiva busca una sociedad explícitamente consentida por sus miembros: es decir, que ellos mismos hagan la elección acerca de las instituciones y las condiciones materiales. El defensor de la mano invisible busca una sociedad que resulte del consentimiento, aunque nunca haya sido explícitamente consentida en conjunto puesto que las elecciones de sus miembros individuales recaen sobre cuestiones que nada tienen que ver con el resultado global»32. En líneas generales, la primera de las dos perspectivas políticas es considerada «de izquierdas» y la segunda «de derechas»; pero creo que la marcha efectiva de casi todas las sociedades que conocemos actualmente no puede ser comprendida sin aplicar en un grado u otro ambos criterios.
El gran problema es que -a diferencia de lo que sucede en las utopías- en las sociedades existentes no todos los ideales resultan plenamente compatibles. Por ejemplo, las libertades públicas son sumamente deseables pero a veces chocan con la seguridad ciudadana, que también es un principio digno de consideración. En muchos casos se dan conflictos semejantes y aún peores: es importante defender los derechos humanos de las mujeres en aquellas sociedades -como la impuesta por los talibanes en Afganistán- que no los respetan pero también merece respeto el derecho de cada comunidad humana a desarrollar sus propias interpretaciones valorativas sin injerencias violentas de otras naciones, la libertad de comercio y empresa es un principio muy respetable pero entre sus consecuencias indeseables parece estar la miseria creciente de gran parte de la humanidad, etc. A comienzos de nuestro siglo, Max Weber habló de las «batallas entre dioses» que representan estos choques en la realidad histórica de ideales contrapuestos. Son como licores fuertes y puros que no pueden ser tomados sin mezcla. Quizá el arte político por excelencia sea acertar en la dosificación del cóctel que los integre todos sin dejar de ser socialmente «digerible»...
Desde Platón, la virtud que mejor expresa esa concordia social a partir de elementos discordantes de la que venimos hablando se llama justicia. Estamos demasiado acostumbrados, a mi juicio, a enfocarla de modo meramente distributivo (darle a cada cual lo suyo, a cada cual según sus merecimientos o sus necesidades) o retributivo (castigar a los malos y premiar a los buenos). Pero hay definiciones más amplias y que me parecen preferibles. La que más me gusta es de un pensador anarquista del siglo XIX, Pierre-Joseph Proudhon, y dice así: «La justicia... es el respeto, espontáneamente experimentado y recíprocamente garantizado, de la dignidad humana, en cualquier persona y en cualquier circunstancia en que se encuentre comprometida, y a cualquier riesgo que nos exponga su defensa» (De la justicia en la revolución y en la Iglesia). El concepto de dignidad humana en su forma contemporánea (aunque en el capítulo tercero ya hemos visto que lo empleaba también el renacentista Pico della Mirandola) empieza a generalizarse a partir del siglo XVIII, cuando entra en crisis revolucionaria el sistema de honores propio de la aristocracia -reservado a una minoría- para dar paso a la exigencia de cada cual del reconocimiento de su calidad como hombre y como ciudadano. Entonces aparece el concepto político de «derechos humanos», que se incorporan a las constituciones democráticas y que se han ido fortificando teóricamente -aunque no siempre, ay, cumpliendo en la práctica- durante los últimos doscientos años. Implican una verdadera subversión de las sociedades tradicionales, tanto en su origen (en América aparecieron tras una guerra de independencia y en Europa se impusieron tras una revolución que decapitó reyes) como ahora mismo cuando se los intenta defender de veras. Los derechos humanos o derechos fundamentales son algo así como una declaración más detallada de lo que implica esa «dignidad» que es justo que los hombres se reconozcan los unos a los otros.
¿Qué implica la dignidad humana? En primer lugar, la inviolabilidad de cada persona, el reconocimiento de que no puede ser utilizada o sacrificada por los demás como un mero instrumento para la realización de fines generales. Por eso no hay derechos «humanos» colectivos, por lo mismo que no hay seres «humanos» colectivos: la persona humana no puede darse fuera de la sociedad pero no se agota en el servicio a ella. De aquí la segunda característica de su dignidad, el reconocimiento de la autonomía de cada cual para trazar sus propios planes de vida y sus propios haremos de excelencia, sin otro límite que el derecho semejante de los otros a la misma autonomía. En tercer lugar, el reconocimiento de que cada cual debe ser tratado socialmente de acuerdo con su conducta, mérito o demérito personales, y no según aquellos factores aleatorios que no son esenciales a su humanidad: raza, etnia, sexo, clase social, etc. En cuarto y último lugar, la exigencia de solidaridad con la desgracia y sufrimiento de los otros, el mantener viva y activa la complicidad con los demás. La sociedad de los derechos humanos debe ser la institución en la que nadie resulta abandonado.
Estos factores de la dignidad humana individual han tropezado modernamente con presunciones supuestamente «científicas» que tienden a «cosificar» a las personas, negando su libertad y responsabilidad y reduciéndoles a meros «efectos» de circunstancias genéricas. El racismo es el ejemplo más destacado de tal negación de la dignidad humana, pero en la actualidad va siendo sustituido por otro tipo de determinismo étnico o cultural, según el cual cada uno se debe exclusivamente a la configuración inevitable que recibe de su comunidad. Se supone así que las culturas son realidades cerradas sobre sí mismas, insolubles las unas para las otras e incomparables, cada una de las cuales es portadora de un modo completo de pensar y de existir que no debe ser «contaminado» por las demás ni alterado por las decisiones individuales de sus miembros. Tales dispositivos fatales «programan» a sus crías, en ocasiones para enfrentarlas sin remedio con los de otras culturas (el «choque de civilizaciones» del que habla Samuel Huntington) o al menos para cerrarlos al intercambio espiritual con ellos. ¡Ojalá dentro de cincuenta o cien años las invocaciones a la hoy sacrosanta «identidad cultural» de los pueblos que según algunos debe ser a toda costa preservada polí-ticamente sean vistas con el mismo hostil recelo con que ya la mayoría acogemos las menciones al Rh de la sangre o al color de la piel! Porque sin duda encierran en el fondo una voluntad no menos «injusta» de atentar contra el presupuesto esencial de la dignidad humana de cada uno: el de que los hombres no hemos nacido para vivir formando batallones uniformados, cada uno con su propia bandera al frente, sino para mezclarnos los unos con los otros sin dejar de reconocernos a pesar de todas las diferencias culturales una semejanza esencial y a partir de esa mezcla inventarnos de nuevo una y otra vez (véase lo que dijimos al respecto en la última parte del capítulo cuarto).
La obsesión característica de los nacionalismos, esa dolencia mayor del siglo XX, glorifica la necesaria «pertenencia» de cada ser humano a su terruño y la convierte en fatalidad orgullosa de sí misma. En el fondo no se trata más que de la detestable mentalidad posesiva que no sólo quiere poner el sello del dueño en las casas y en los objetos sino hasta en las tierras o paisajes. El imbécil «aquí somos así» y la mitificación de las «raíces» propias -como si los seres humanos fuésemos vegetales- bloquea la verdadera necesidad humana de hospitalidad que nos debemos unos a otros de acuerdo a lo que hemos llamado «dignidad». Para quien es capaz de reflexionar, todos somos extranjeros, judíos errantes, todos venimos de no se sabe dónde y vamos hacia lo desconocido (¿hacia los desconocidos?), todos nos debemos mutuamente deber de hospedaje en nuestro breve tránsito por este mundo común a todos, nuestra única verdadera «patria». Lo ha formulado muy bien un escritor judío contemporáneo, George Steiner:
«Los árboles tienen raíces; los hombres y las mujeres, piernas. Y con ellas cruzan la barrera de la estulticia delimitada con alambradas, que son las fronteras; con ellas visitan y en ellas habitan entre el resto de la humanidad en calidad de invitados. Hay un personaje fundamental en las leyendas, numerosas en la Biblia, pero también en la mitología griega y en otras mitologías: el extranjero en la puerta, el visitante que llama al atardecer tras su viaje. En las fábulas, esta llamada es a menudo la de un dios oculto o un emisario divino que pone a prueba nuestra hospitalidad. Quisiera pensar en estos visitantes como en los auténticos seres humanos que debemos proponernos ser, si es que deseamos sobre vivir».
Según dice Sigmund Freud -fundador del psicoanálisis y uno de los espíritus mayores de nuestra época- en su obra El malestar de la cultura, el sufrimiento humano tiene tres fuentes:
«La supremacía de la Naturaleza, la caducidad de nuestro cuerpo y la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad».
Pero ninguna de estas tres desdichas puede ser propiamente considerada lo peor de lo que nos asedia: para el ser que necesita la mirada comprensiva y confirmadora del otro a fin de llegar a ser él mismo «lo malo es, originariamente, aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida del amor». Nada nos deja más inermes, más desvalidos, más amenazados que la pérdida del amor, entendido éste tanto en su sentido más literal (paternofilial o erótico) como también en el más general que los griegos denominaban filia: la amistad entre quienes se eligen mutuamente como complementarios («porque él era él, porque yo era yo», con estas hermosas palabras justifica Montaigne su filia por Étienne de la Boétie) y la simpatía «civil» -cortés y vagamente impersonal pero solidaria de modo nada irrelevante- que los conciudadanos tienen que demostrarse cotidianamente unos a otros para que la vida en sociedad resulte gratificante. Sin amor ni filia la humanidad se atrofia y quedamos en manos de la inhóspita ley de la jungla. Con razón dijo Goethe que
«Saberse amado da más fuerza que saberse fuerte».
¿Cómo podemos merecer el amor de los otros? Gran parte de las pautas éticas en todas las culturas se han dedicado a darnos instrucciones para conseguirlo. Isaac Asimov, un escritor de ciencia ficción que a mi juicio también es buen filósofo, inventó las «tres leyes de la ro-bótica» que llevan grabadas en su programación las criaturas mecánicas que protagonizan Yo, robot y otros relatos suyos. Son éstas:
Primera: No dañarás a ningún ser humano.
Segunda: Ayudarás cuanto puedas a los seres humanos (siempre que no sea violando la primera regla).
Tercera: Conservarás tu propia existencia (siempre que no sea a costa de violar las dos leyes anteriores).
Como nosotros no somos robots, la mayoría de las morales pasadas y presentes invierten el orden de estos tres preceptos pero por lo demás sus normas quedan bien resumidas en la tríada de Asimov. Por supuesto, siempre ha habido, hay y habrá consejeros provocativamente desengañados que nos recomiendan aprovecharnos cuanto sea posible de quienes respetan la moralidad para obtener otras ventajas. Gracias a tales sabios vivimos rodeados de policías, cárceles, miseria y abandono. ¿Son tan astutos tales consejeros cínicos como suele creerse? ¿Merecen verdaderamente la pena las ventajas ocasionales que personalmente obtenemos escuchándoles frente a lo que perdemos todos en general? ¿Es prudente que tú o yo renunciemos a intentar merecer el amor de nuestros semejantes hasta que el último de los despistados o de los malvados se haya convencido de que es filia y no otra cosa lo que necesitamos?
Las más características manifestaciones humanas sólo pueden comprenderse en un contexto social: son cosas que hacemos pensando en los demás y llamándoles por medio de ellas cuando no están presentes. Por ejemplo, reír. El humor es un guiño en busca de auténticos «compañeros vitales» que puedan compartir con nosotros la aparición gozosa y a veces demoledora del sinsentido en el orden rutinario de los significados establecidos. Nada es tan sociable ni une tanto como el sentido del humor: por eso cuando en una reunión amistosa se oyen muchas risas o se intercambian abundantes sonrisas decimos que «lo están pasando bien». Es decir, que se encuentran a gusto reconociéndose unos a otros. Hasta quien ríe solo en verdad ríe a la espera de las almas gemelas que puedan unirse a reír con él. Y muchas amistades -¡y no pocos amores!- comienzan cuando dos entienden un chiste que se les escapa a los demás...
Tampoco la creación estética y sus goces pueden entenderse adecuadamente si no se comparten. Cuando descubrimos algo hermoso lo primero que hacemos es buscar a alguien que pueda disfrutarlo con nosotros: junto a él o a ella, también nosotros lo disfrutaremos más. Los niños pequeños se pasan la vida arrastrando de la manga a los mayores para enseñarles pequeñas maravillas que a veces los adultos son demasiado estúpidos para apreciar en lo que valen. Pero ¿qué es la belleza? ¿Por qué resulta tan importante para nosotros descubrirla, crearla y compartirla? ¿Por qué hasta lo feo tiene que arreglárselas a veces para aparecer como bonito o si no la vida deja de resultarnos apetecible?
2ª ¿Empezamos a humanizarnos con la palabra o ya antes, con la mirada de los semejantes?
3ª ¿Es inevitable que nos resulte «doloroso» la convivencia con los otros?
4ª ¿Está justificado que protestemos de los resultados efectivos de esta sociedad que por otra parte tanto necesitamos?
5ª ¿No sería peor el infierno de ser ignorado por los otros que el de vivir entre ellos?
6ª ¿Estamos «incomunicados» o es que no debemos esperar nunca «comunicarnos» del todo?
7ª ¿Nos enfrentamos los humanos en la sociedad porque no somos lo suficientemente racionales o porque no somos razonables?
8ª ¿Puede obtenerse algún modo de concordia a partir de la discordia producida por las razones contrapuestas de los hombres?
9ª ¿Cómo explica Hegel el paso desde nuestra animalidad «natural» hasta nuestra «humanidad» histórica y cultural?
10ª Los filósofos que han reflexionado sobre la po-lítica ¿quieren comprenderla mejor o aboliría de una vez?
11ª ¿Puede haber «política» sin conflicto ni enfrenta-mientos?
12ª ¿Puede haber democracia sin política?
13ª ¿En qué se parece la esencia de la filosofía a la esencia de la democracia?
14ª ¿Qué son las «utopías»? ¿Por qué los filósofos suelen ser aficionados a ellas?
15ª ¿Es lo mismo «utopía» que «ideal»?
16ª ¿Hay «utopías» aborrecibles o por lo menos peligrosas?
17ª ¿Se ha realizado históricamente alguna «utopía»?
18ª ¿Establecemos los humanos un «contrato social» o somos más bien resultado de elecciones privadas que determinan lo mejor para todos?
19ª ¿Son plenamente compatibles todos los ideales políticos en la sociedad efectiva? ¿Qué es la justicia? ¿Cuál es su relación con la «dignidad humana»?
20ª ¿Cuál es la relación entre la «dignidad» humana y los «derechos humanos»?
21ª ¿Puede haber «derechos humanos» colectivos?
22ª ¿Estamos los humanos determinados inexorablemente por nuestra raza o nuestra cultura?
23ª ¿Cuáles son los principios más generales de las morales humanas?
24ª ¿Es la risa un argumento a favor de la vida en común de los hombres?
Nadie llega a convertirse en humano si está solo: nos hacemos humanos los unos a los otros. Nuestra humanidad nos la han «contagiado»: ¡es una enfermedad mortal que nunca hubiéramos desarrollado si no fuera por la proximidad de nuestros semejantes! Nos la pasaron boca a boca, por la palabra, pero antes aún por la mirada: cuando todavía estamos muy lejos de saber leer, ya leemos nuestra humanidad en los ojos de nuestros padres o de quienes en su lugar nos prestan atención. Es una mirada que contiene amor, preocupación, reproche o burla: es decir, significados. Y que nos saca de nuestra insignificancia natural para hacernos humanamente significativos. Uno de los autores contemporáneos que con mayor sensibilidad ha tocado el tema, Tzvetan Todorov, lo expresa así:
«El niño busca captar la mirada de su madre no solamente para que ésta acuda a alimentarle o reconfortarle, sino porque esa mirada en sí misma le aporta un complemento indispensable: le confirma en su existencia. [...] Como si supieran la importancia de ese momento -aunque no es así-, el padre o la madre y el hijo pueden mirarse durante largo rato a los ojos; esta acción sería completamente excepcional en la edad adulta, cuando una mirada mutua de más de diez segundos no puede significar más que dos cosas: que las dos personas van a batirse o a hacer el amor».
Siendo como somos en cuanto humanos fruto de ese contagio social, resulta a primera vista sorprendente que soportemos nuestra sociabilidad con tanto desasosiego. No seríamos lo que somos sin los otros pero nos cuesta ser con los otros. La convivencia social nunca resulta indolora. ¿Por qué? Quizá precisamente porque es demasiado importante para nosotros, porque esperamos o tememos demasiado de ella, porque nos fastidia necesitarla tanto. Durante un brevísimo período de tiempo cada ser humano cree ser Dios o por lo menos el rey de su diminuto universo conocido: el seno materno aparece para calmar el hambre (casi siempre en forma de biberón), manos cariñosas responden a nuestros lloros para secarnos, refrescarnos o calentarnos, para darnos compañía. Hablo de los afortunados, porque hay niños cuyo destino atroz les niega incluso este primer paraíso de ilusoria omnipotencia. Pero nuestro reinado acaba pronto, incluso en los casos menos desdichados. Pronto tenemos que asumir que esos seres de quienes tanto dependemos tienen su propia voluntad, que no siempre consiste en obedecer a la nuestra. Un día lloramos y mamá tarda en venir; eso nos anuncia y nos prepara a la fuerza para otro día más lejano, el día en que lloraremos y mamá ya no volverá.
La filosofía y la literatura contemporáneas abundan en lamentos sobre la carga que nos impone vivir en sociedad, las frustraciones que acarrea nuestra condición social y los preservativos que podemos utilizar para padecerlas lo menos posible. En su drama A puerta cerrada, Jean-Paul Sartre acuñó una sentencia célebre, luego mil veces repetida:
«El infierno son los demás».
Según eso, el paraíso sería la soledad o el aislamiento (que por cierto distan mucho de ser lo mismo). El tema de la «incomunicación» aparece también de las más diversas formas en obras de pensamiento, novelas, poemas, etcétera. A veces es una queja por la pérdida de una comunidad de sentido que supuestamente existía en las sociedades tradicionales y que el individualismo moderno ha desmoronado; pero en otros casos parece provenir más bien de ese mismo individualismo, que se considera incomprendido por los demás en lo que tiene de único e irreductiblemente «especial». Otros autores deploran o se rebelan contra las limitaciones que la convivencia en sociedad impone a nuestra libertad personal: ¡nunca somos lo que realmente queremos ser, sino lo que los otros exigen que seamos! Y algunos plantean estrategias vitales para que lo colectivo no devore totalmente nuestra intimidad: colaboremos con la sociedad en tanto nos resulte beneficioso y sepamos disociarnos de ella cuando nos parezca oportuno. A fin de cuentas, como dijo en una ocasión la emprendedora Mrs. Thatcher, la sociedad es una entelequia y los únicos que existen verdaderamente son los individuos...
A favor de estas protestas y recelos abundan los argumentos aceptables. Las sociedades modernas de masas tienden a despersonalizar las relaciones humanas, haciéndolas apresuradas y burocráticas, es decir muy «frías» si se las compara con la «calidez» inmediata de las antiguas comunidades, menos reguladas, menos populosas y más homogéneas. En cambio crece la posibilidad de control gubernamental o simplemente social sobre las conductas individuales, cada vez más vigiladas y obligadas a someterse a ciertas normas comunes... ¡aunque esta última forma de tiranía nunca ha faltado tampoco en las pequeñas comunidades premodernas! Pese a tanto control, demasiados ciudadanos conocen muy pocas ventajas de la vida en común y padecen miseria o abandono. Por encima de todo, nuestro siglo ha conocido ejemplos espeluznantes del terror totalitario que pueden ejercer sobre las personas los colectivismos dictatoriales. Tantas adversidades pueden hacer olvidar hasta qué punto la sociabilidad no es simplemente un fardo ajeno que se impone a nuestra autonomía sino una exigencia de nuestra condición humana sin la cual nos sería imposible desarrollar esa autonomía misma de la que nos sentimos tan justificadamente celosos. Sin querer llevarle la contraria a Mrs. Thatcher, parece evidente que las sociedades no son simplemente un acuerdo más o menos temporal, más o menos conveniente, al que llegan individuos racionales y autónomos, sino que por el contrario los individuos racionales y autónomos son productos excelentes de la evolución histórica de las sociedades, a cuya transfor-mación contribuyen luego a su vez. ¿Cómo podría ser de otro modo?
¿Son los demás el infierno? Sólo en tanto que pueden hacernos la vida infernal al revelarnos -a veces poco consideradamente- las fisuras del sueño libertario de omnipotencia que nuestra inmadurez autocomplaciente gusta de imaginar. ¿Vivimos necesariamente incomunicados? Desde luego, si por «comunicación» entendemos el que los demás nos interpreten espontáneamente de modo tan exhaustivo como nosotros mismos creemos expresarnos; pero sólo muy relativamente, si asumimos que no es lo mismo pedir comprensión que hacerse comprender y que la buena comunicación tiene como primer requisito hacer un esfuerzo por comprender a ese otro mismo del que pedimos comprensión. ¿Limitan nuestra libertad los demás y las instituciones que compartimos con ellos? Quizá la pregunta debiera plantearse de modo diferente: ¿tiene sentido hablar de libertad sin referencia a la responsabilidad, es decir a nuestra relación con los demás?, ¿no son precisamente las instituciones -empezando por las leyes- las que nos revelan que somos libres de obedecerlas o desafiarlas, así como también para establecerlas o revocarlas? Incluso los abusos totalitarios o simplemente autoritarios sirven al menos para que comprendamos mejor -en la resistencia contra ellos- las implicaciones políticas y sociales de nuestra autonomía personal.
Por justificadas que estén las protestas contra las formas efectivas de la sociedad actual (de cualquier sociedad «actual»), sigue siendo igualmente cierto que estamos humanamente configurados para y por nuestros semejantes. Es nuestro destino de seres lingüísticos, es decir, simbólicos. Al nacer somos «capaces» de humanidad, pero no actualizamos esa capacidad -que incluye entre sus rasgos la autonomía y la libertad- hasta gozar y sufrir la relación con los demás. Los cuales por cierto nunca están «de más», es decir nunca son superfluos o meros impedimentos para el desarrollo de una individualidad que en realidad sólo se afirma entre ellos. Para conocernos a nosotros mismos necesitamos primero ser reconocidos por nuestros semejantes. Por muy malo que pueda eventualmente resultarnos el trato con los otros, nunca será tan irrevocablemente aniquilador como vendría a ser la ausencia completa de trato, el ser plena y perpetuamente «desconocidos» por quienes deben reconocernos. Lo ha expresado muy bien el gran psicólogo William James: «El yo social del hombre es el reconocimiento que éste obtiene de sus semejantes. Somos no solamente animales gregarios, que gustamos de la proximidad con nuestros compañeros, sino que también tenemos una tendencia innata a hacernos conocer, y conocer con aprobación, por los seres de nuestra especie. Ningún castigo más diabólico podría ser concebido, si fuese físicamente posible, que vernos arrojados a la sociedad y permanecer totalmente desapercibidos por todos los miembros que la componen»31. Nadie llegaría a la humanidad si otros no le contagiasen la suya, puesto que hacerse humano nunca es cosa de uno solo sino tarea de varios; pero una vez humanos, la peor tortura sería que ya nadie nos reconociese como tales... ¡ni siquiera para abrumarnos con sus reproches!
¿Es «natural» la imperiosa necesidad de ser reconocidos por nuestros semejantes, la cual a su vez abre el camino a todos nuestros empeños propiamente «culturales»? En la Fenomenología del espíritu, sin disputa una de las piezas claves de la filosofía moderna, Hegel narra ese tránsito por medio de una especie de mito especulativo conocido como «El señor y el siervo» (o, aún más dramáticamente, «El amo y el esclavo»). Partamos de que por el mundo vaga un ser dotado de conciencia, del que todavía no sabemos si es animal o humano. Tiene apetitos (hambre, sed, cobijo, sexo...) que busca satisfacer de modo inmediato, así como rivales y enemigos con los que debe luchar o de los que tiene que huir. Para esa conciencia el mundo no es más que un lugar donde se suscitan y satisfacen sus apetitos, el ámbito en el que tiene lugar su búsqueda a toda costa de supervivencia biológica. Existe plena continuidad entre el mundo y la conciencia que en él se mueve o, por decirlo con la expresión de Georges Bataille en su Teoría de la religión, la conciencia vital -zoológica- aún se encuentra en el mundo «como el agua en el agua». De modo que en realidad no hay «mundo» como algo independiente y separado de la conciencia, por lo que tampoco hay realmente «conciencia» como una voluntad autónoma para sí misma. Pero ahora supongamos que la conciencia se transforma en autoconciencia, en conciencia de sí misma, y comienza a valorar la propia independencia de sus deseos respecto al mundo circundante. Inmediatamente también el mundo se transforma en algo «ajeno», que resiste o se opone a sus apetitos, que parece «querer» por su cuenta en contra de lo que la autoconciencia tiene por su querer propio.
La autoconciencia entonces ya no se conforma simplemente con la supervivencia biológica que le bastaba mientras se halló en plena continuidad con el resto del mundo. Ahora la autoconciencia quiere ante todo su propio querer, su voluntad autónoma distinta del mundo que se le opone. En cierto modo esto la sitúa al margen de la vida, del simple durar «como el agua en el agua», y la enfrenta con la muerte. De ser conciencia de la vida pasa a convertirse en autoconciencia que asume y desafía la certeza de su propia muerte. En ese mundo que se opone y resiste al cumplimiento de sus apetitos, la autoconciencia comienza a ser más y más capaz de valorar, de elegir, de jerarquizar sus deseos de acuerdo no ya sólo con la supervivencia sino con la afirmación autónoma de su querer. Antes o después, la autoconciencia habrá de enfrentarse a otra autoconciencia en apariencia semejante a ella misma. Pero de buenas a primeras no está dispuesta a aceptar ese parentesco: al contrario, aspira a ser reconocida como única por la otra y que ésta renuncie a sus aspiraciones de tenerse por su igual. Entonces tiene lugar la lucha a muerte por el reconocimiento entre ambas, una batalla en la que se mezclarán las armas físicas y también las simbólicas.
¿Cómo podrá una autoconciencia afirmarse triunfalmente frente a la otra? Por medio del más universal de los instrumentos, el miedo a la muerte. Puesto que ambas son conscientes de su mortalidad, deberán probar hasta qué punto se hallan «por encima» del mero instinto de supervivencia que aún las entronca con la zoología, de la que pugnan por zafarse para consolidar su autonomía. El combate por el reconocimiento será ganado entonces por la autoconciencia más capaz de sobreponerse al terror a morir: vence el temerario, capaz de combatir con la frialdad implacable de alguien que ya estuviera muerto, frente al timorato, aún demasiado apegado al latido vital y que nunca renuncia a cubrirse las espaldas o retroceder a tiempo. La situación es semejante a la de aquel tremendo juego que hizo furor hace pocas décadas en Estados Unidos, una de cuyas versiones aparece en la película de Nicholas Ray Rebelde sin causa: los competidores conducen dos automóviles lanzados a toda velocidad uno hacia el otro o ambos en paralelo hacia un pre-cipicio. El primero que frena o se desvía por instinto de supervivencia es «el gallina» y pierde. El otro -¡si salva el pellejo!- es reconocido como el valiente, es decir, el que más vale, aquel cuyo desprecio a la muerte le sitúa más lejos de la animalidad (por cierto, también la mayoría de los animales cuando luchan con sus semejantes y van perdiendo se ofrecen rendidos al oponente antes de que la bronca tenga un resultado fatal).
La autoconciencia vencida -vencida sobre todo por el miedo a morir- queda sometida a las órdenes del vencedor (que no reconoce más «amo» que la muerte misma). Pero el derrotado no se convierte en un mero animal: para servir al señor se ve obligado a trabajar, lo cual le aleja de la simple inmediatez de los apetitos zoológicos. Por medio del trabajo el mundo deja de ser sólo un obstáculo o un enemigo y se convierte en material para realizar transformaciones, proyectos, tareas creadoras. A la larga el amo, cuyos deseos se ven inmediatamente satisfechos por su esclavo, recae poco a poco en la animalidad y ya no le queda otro entretenimiento «humano» que contemplar una y otra vez su rostro en el espejo de la muerte, hasta identificarse con ella. En cambio el siervo se convierte en depositario de la más duradera autoconciencia, no limitada al estéril desafío frente a la muerte sino dedicada a la creación de nuevas formas para racionalizar la vida. Finalmente, cada una de las dos autoconciencias representa una mitad nada más de la voluntad autónoma del hombre: la afirmación de su independencia como valor superior a la mera supervivencia biológica y el empeño técnico de llegar a vivir más y mejor. Aún un paso más y cada una de las autoconciencias reconoce la validez de la otra: la validez del Otro. Ya en plano de igualdad, el individuo admite la dignidad humana de los demás no como meros instrumentos -de muerte o de creación- sino como fines en sí mismos cuyos derechos han de ser reconocidos en un marco social de cooperación.
Hasta aquí mi paráfrasis libérrima -¡Hegel me perdone!- de la dialéctica mitológica entre el señor y el siervo, que también ha inspirado a talentos mejores que el mío como los de Karl Marx o Alexandre Kojéve. A esta fábula especulativa se le pueden buscar diversas ilustraciones antropológicas o históricas. Lo que me parece más significativo de ella -sería absurdo tomarla al pie de la letra-es el esfuerzo por narrar de modo inteligible una perspectiva del tránsito entre naturaleza y cultura, entre la conciencia de la muerte y la voluntad de asegurar la vida: desde el rebaño sometido al despotismo del más fuerte hasta la sociedad igualitaria que se reparte las tareas sociales. Una vez llegados al plano de la sociedad humana -a la vez sometida a valoraciones éticas y a consideraciones políticas- la pregunta viene a ser ésta: ¿cómo organizar la convivencia? Pregunta que sigue vigente aunque ya se haya superado la oposición brutal entre amos y escla-vos. Porque los diversos «socios» que forman parte de la comunidad mantienen cada cual sus propios apetitos e intereses, su incansable necesidad de reconocimiento por los demás, sus enfrentamientos en torno a cómo deben repartirse los bienes que admiten reparto y quién debe poseer aquellos que no pueden tener más que un solo dueño. En una palabra, la cuestión es cómo se convierte la discordia humana en concordia social.
¿Por qué existe la discordia? Desde luego, no es porque los seres humanos seamos irracionales o violentos por naturaleza, como a veces dicen los predicadores de trivialidades. Más bien todo lo contrario. Gran parte de nuestros antagonismos provienen de que somos seres decididamente «racionales», es decir, muy capaces de calcular nuestro beneficio y decididos a no aceptar ningún pacto del que no salgamos claramente gananciosos. Somos lo suficientemente «racionales» al menos como para aprovecharnos de los demás y desconfiar del prójimo (suponiendo, con buenos argumentos, que se portará si puede con nosotros como nosotros intentamos portarnos con él). También usamos la razón lo suficiente para darnos cuenta de que nada nos sería tan beneficioso como vivir en una comunidad de gente leal y solidaria ante la desgracia ajena, pero nos preguntamos: «¿Y si los demás no se han dado cuenta todavía?», para concluir: «Que empiecen ellos y me comprometo a pagarles en la misma moneda». Todo muy racional, como se ve. Aunque a estas alturas del libro espero no tener que recordarle al lector la diferencia ya reiterada entre lo «racional» y lo «razonable». Por si falta hiciere, miren a la realidad que les circunda (en la que unos pocos centenares de privilegiados poseen la inmensa mayoría de las riquezas mientras millones de criaturas perecen de hambre) y podrán concluir que vivimos en un mundo tremendamente racional pero poquísimo razonable...
Tampoco es verdad que seamos espontáneamente «violentos» o «antisociales». Ni mucho menos. Por supuesto existen en todas las sociedades personas así, que padecen alguna alteración psíquica o que han sido tan maltratadas por los demás que luego les pagan con la misma moneda. No podemos legítimamente esperar que aquellos a quienes el resto de la comunidad trata como si fuesen animales, utilizándolos como bestias de carga y desentendiéndose de su suerte, se porten después como perfectos ciudadanos. Pero no hay tantos casos como pudiera esperarse (sorprende realmente lo sociables que se empeñan en seguir siendo incluso quienes menos provecho sacan de la sociedad) ni rompen la convivencia humana tanto como otras causas diríamos que opuestas. En efecto, los grandes enfrentamientos colectivos no los suelen protagonizar individuos personalmente violentos sino grupos formados por gente disciplinada y obediente a la que se ha convencido de que su interés común depende de que luchen contra ciertos adversarios «extraños» y los destruyan. No son violentos por razones «antisociales» sino por exceso de sociabilidad: tienen tanto afán de «normalidad», de parecerse lo más posible al resto del grupo, de conservar su «identidad» con él a toda costa, que están dispuestos a exterminar a los diferentes, a los forasteros, a quienes tienen creencias o hábitos aje-nos, a los que se considera que amenazan los intereses legítimos o abusivos del propio rebaño. No, no abundan los lobos feroces ni los que hay representan el mayor riesgo para la concordia humana; el verdadero peligro proviene por lo general de las ovejas rabiosas...
Desde muy antiguo se viene intentando organizar la sociedad humana de tal modo que garantice el máximo de concordia. Por supuesto, no podemos confiar para lograrlo sencillamente en el instinto social que tiene nuestra especie. Es verdad que nos hace necesitar la compañía de nuestros semejantes, pero también nos enfrenta a ellos. Las mismas razones que nos aproximan a los demás pueden hacer que éstos se conviertan en nuestros enemigos. ¿Cómo puede suceder? Somos seres sociables porque nos parecemos muchísimo unos a otros (mucho más desde luego de lo que la diversidad de nuestras culturas y formas de vida hacen suponer) y aproximadamente solemos querer todos las mismas cosas esenciales: reconocimiento, compañía, protección, abundancia, diversión, seguridad... Pero nos parecemos tanto que con frecuencia apetecemos a la vez las mismas cosas (materiales o simbólicas) y nos las disputamos unos a otros. Incluso es frecuente que deseemos ciertos bienes solamente porque vemos que otros también los desean: ¡hasta tal punto resultamos ser gregarios y conformistas!
De modo que lo mismo que nos une nos enfrenta: nuestros intereses. La palabra «interés» viene del latín inter esse, lo que está en medio, entre dos personas o grupos: pero lo que está entre dos personas o dos grupos sirve en ocasiones para unirles y otras veces se interpone para separarles y volverles hostiles uno contra otro. A veces acerca a los distantes (sólo junto a ti puedo obtener lo que busco) y otras veces enfrenta a los distintos (quieres lo que yo quiero y si es para ti no podrá ser para mí). La misma «sociabilidad» indudable de los intereses humanos hace que necesitemos vivir en sociedad pero también que en demasiadas ocasiones la concordia social nos resulte imposible.
¿Cómo arreglárnoslas para organizar eso que Kant llamó con acierto y un punto de ironía «nuestra insociable sociabilidad»? Los filósofos han elucubrado sobre este punto, como sobre el resto de las cuestiones de alcance y hondura semejantes. Pero con una notable diferencia, que hizo notar perspicazmente Hannah Arendt. La filosofía del conocimiento no quiere que acabe el conocimiento, ni la filosofía cosmológica pretende abolir el universo, pero en cambio la filosofía política parece suponer que sólo obtendrá auténtico éxito cuando la política quede suprimida. O sea, de Platón en adelante, los filósofos han tratado siempre la política como un conflicto indeseable que hay que corregir, no como una expresión de libertad creadora que debe ser protegida y encauzada. Porque la política es colisión de intereses, tanteos hacia una armonía siempre precaria, hallar para los viejos problemas soluciones parciales que inevitablemente crean nuevas y no menos desconcertantes dificultades. Cuando hablan de política, la mayoría de los filósofos están deseando poner punto final a tanto embrollo. Sueñan con una fórmula definitiva que acabe de una vez por todas con las rivalidades, discordias y aporías de la vida en común, en una palabra: una solución que nos permita vivir sin política. Y por tanto también sin historia; sólo a un filósofo se le puede ocurrir hablar con cierto discreto ali-vio del «final de la historia», como se le ocurrió no hace mucho a Fukuyama. La mayoría de los restantes filósofos que le denunciaron con vehemencia lo que censuraban fue solamente el creer que ese momento jubiloso había llegado ya, porque cada uno de ellos tenía su propio final de la historia que aún aguardaba realizarse. Pero compartían con Fukuyama el deseo de que acabase de una buena vez la historia junto con la política, ese fatigoso y confuso dolor.
Por esta razón tantos grandes filósofos, desde los griegos de nuestros comienzos, han sido críticos y hasta declarados adversarios de las ideas democráticas. No deja de ser esta animadversión una auténtica paradoja, porque la filosofía nace con la democracia y en cierto sentido esencial es inseparable de ella: hay democracia cuando los humanos asumen que sus leyes y proyectos políticos no provienen de los dioses o la tradición, sino de la autonomía ciudadana de cada cual armonizada polémica y transitoriamente con las de los demás, con iguales derechos a opinar y decidir; hay filosofía cuando los humanos asumen que deben pensar por sí mismos, sin dogmas preestablecidos, soportando la crítica y el debate con sus semejantes racionales. En el fondo, el proyecto de la democracia es en el plano sociopolítico lo mismo que el proyecto filosófico en el plano intelectual. La democracia implica que siempre habrá política (en el sentido discordante y conflictivo que hemos visto) por la misma razón que la filosofía implica que siempre habrá pensamiento, es decir duda y disputa sobre lo más esencial. A esto último los filósofos suelen avenirse más o menos a regañadientes (¿a qué filósofo no le hubiera gustado que los grandes problemas quedaran definitivamente resueltos por él?), pero en lo tocante a los fundamentos de la política todos coinciden en querer dejarlos zanjados de una vez por todas. Que acabe el pensamiento autónomo representa una desdicha incluso para el pensador más arrogante; pero cancelar de una buena vez la discordante autonomía social de los individuos sería visto como un triunfo deseable por muchos grandes teóricos de la sociedad...
Supongo que de aquí proviene la afición de tantos filósofos de la política por las utopías. Aunque actualmente se utiliza la palabra «utopía» y sobre todo el adjetivo «utópico» en un sentido muy vago y genérico, que para unos significa «absurdo» o «irrealizable» mientras que para otros equivale al ímpetu racional de transformar positivamente el mundo y acabar con las injusticias, el término debería ser empleado de modo un tanto más preciso. Proviene, como es sabido, de un relato fantástico titulado precisamente así -Utopía- que escribió en 1516 sir Tomás Moro, un personaje realmente notable que reunió atributos tan escasamente conciliables como ser pensador, estadista, mártir de la fe y santo de la Iglesia católica. En una película biográfica muy notable en su día, interpretada con excelsitud por Paul Scofield, se le denominaba «un hombre para todas las ocasiones» y sin duda merece tal calificación. Su relato «Utopía» tiene algo de sátira y mucho de experimento mental: «Cómo serían las cosas si...». Desde el propio título la ironía de Moro juega con ambigüedades calculadas, porque según su etimología griega «utopía» significa «lugar que no está en ninguna parte» (es decir, un no lugar) pero también suena parecido a «utopía», lugar bueno, el lugar del Bien.
Muchas de las características de las utopías posteriores se encuentran ya en ese libro: un ámbito político cerrado y sin escapatoria («Utopía» es una isla), autoritarismo supuestamente benevolente basado en la estricta aplicación de criterios racionales, reglamentación minuciosa de la vida cotidiana de todo el mundo (incluidos los momentos de ocio, las relaciones familiares o la sexualidad), abolición de la propiedad privada, sometimiento absoluto de cada individuo al bien común (las personas pueden ser desplazadas de un lugar a otro de acuerdo con las necesidades generales), igualdad económica, abolición de la competencia, inmovilidad histórica (las leyes fueron dictadas por el mítico ancestro Utopus ¡hace novecientos años!), etc. También incluía Moro en su original diseño algunos elementos que chocaban con su propia ortodoxia eclesial, como la tolerancia religiosa (¿quizá un guiño a su amigo Erasmo?) o la eutanasia voluntaria, aunque finalmente reconocía que seguir la verdad revelada por la fe podía ser una «utopía» aún mejor. Sin duda sería inadecuado leer este relato como un programa político o, mejor dicho, «antipolítico», desconociendo su componente lúdico, de juego teórico. El propio autor se negó al final de su vida a que fuese traducido del latín al inglés porque temía que sirviese para corromper a los incultos. Un temor muy justificado, viendo algunos de los efectos «utopistas» posteriores.
Una vez establecido así el modo «utópico» como género literario, podemos extender el concepto hacia atrás -hasta la República de Platón- y verlo proseguir en obras como la Nueva Atlántida de Francis Bacon, la Ciudad del sol de Campanella, otras de Charles Fourier o Robert Owen y un extenso etcétera que llega hasta las ficciones de H. G. Wells en nuestro siglo, sin olvidar algunas perversiones del modelo como las Ciento veinte jornadas de Sodoma del marqués de Sade. En líneas generales, los aspectos positivos de las utopías son la propuesta de una alternativa global a las sociedades realmente existentes (modificando la forma de ver rutinaria que tiene por «inevitable» todo lo que de hecho está vigente) y en la mayoría de los casos la propuesta de una armonía social basada en la renuncia a la codicia y a los abusos del interés económico privado. Pero también abundan otros rasgos severamente negativos: autoritarismo claustrofóbico, conversión de los abiertos ideales humanos (libertad, justicia, igualdad, seguridad...) en reglamentos asfixiantes, suposición de que basta el cálculo racional -siempre ejercido por unos cuantos ilustrados-para determinar la vida mejor de «todos» los ciudadanos, desaparición de la espontaneidad y de la innovación (las «utopías» suelen proponerse para el futuro pero ninguna admite el desconocido futuro como prolongación de sí misma), ordenancismo que alcanza hasta los rincones más íntimos de la privacidad, etc.
La realización efectiva de proyectos que en su día pudieron parecer legítimamente «utópicos» (empezando por los Estados Unidos y siguiendo por la Unión Soviética, el Estado de Israel o incluso el tercer Reich de Hitler) nos han hecho bastante más recelosos sobre las bondades del género como guía de organización política de lo que fueron sus pioneros. Incluso en los mejores casos, los bienes sociales conseguidos nunca se dan sin serias contrapartidas que el mero planeamiento racional no preveía. De ahí que la ciencia ficción contemporánea abunde en «distopías», es decir «utopías» francamente detestables propuestas como modelos a no seguir, tales como Un mundo feliz de Aldous Huxiey o Nosotros de Zamiatin. Pese a las buenas intenciones filosóficas que inspiraron la mayoría de ellas, los intentos de acuñar una concordia prefabricada y sin resquicios como sueño de unos cuantos se transforma al realizarse históricamente en la pesadilla de todos los demás.
Algunos utopistas y casi todos los políticos totalitarios de nuestro siglo han reclamado un «hombre nuevo» como materia prima dispuesta para someterse a sus proyectos. Pero el hombre, afortunadamente, no puede ser «nuevo» sin dejar de ser propiamente humano puesto que su propia sustancia simbólica está compuesta con una tradición de conocimientos adquiridos, experiencias históricas, conquistas sociales, memoria y leyendas. Las personas nunca pueden ser pizarras recién borradas -y ¡qué métodos tan terribles se han utilizado en las últimas décadas para borrar de las mentes cuanto merece ser recordado y defendido!- en las que se escriba arbitrariamente la nueva ley social, por buena letra que se proponga hacer el legislador. Tampoco es factible purgar a los hombres del apego racional a sus propios intereses encontrados para someterlos a un interés global o bien común determinado por alguna sabiduría situada por encima de sus cabezas. No, es preciso fraguar la política de concordia a partir de los seres humanos realmente existentes con sus razones y pasiones, con sus discordias, con su tendencia al egoísmo depredador pero también con su necesidad de ser reconocidos por la simpatía social de los demás. Por lo que sabemos, tal concordia será siempre frágil y padecerá mil amenazas: segregará sus propios venenos, a veces a partir de sus mejores logros. ¿Cómo orientar la reflexión sobre tantas paradojas, sobre este drama colectivo de nuestra vida en común?
Hay dos enfoques principales, cada uno con muy diversos matices. El primero piensa la organización política de la comunidad humana a partir de un contrato social entre los individuos (no hace falta creer que ha tenido lugar como acontecimiento histórico, basta con aceptar el punto de partida teórico «como si» hubiese ocurrido), los cuales planean en común sus leyes, sus jerarquías, la distribución del poder y la mejor forma de atender a las necesidades públicas. Además de preocuparse por sus intereses privados, los socios comprenden también que es imprescindible organizar a determinados aspectos colectivos que redundan en beneficio de todos y sustentan la viabilidad misma del grupo como tal. Los intereses de cada cual pueden oponerse a los de otros pero no al marco comunitario del que reciben su sentido: son «particulares» pero no «antisociales», porque si fueran esto último dejarían de funcionar como propiamente «humanos». Por tanto, es posible decidir en común lo que concierne a todos y revisar periódicamente las normas así establecidas: también será necesario que los gobernantes intervengan periódicamente para corregir las disfunciones que resulten de la mera pugna entre los intereses particulares o proteger a quienes se vean por cualquier circunstancia incapacitados para atender a sus necesidades más básicas.
La segunda perspectiva, en cambio, desconfía de la capacidad deliberativa de los socios en lo tocante a lo mejor para la comunidad. El poder político debe establecer tan sólo un marco lo más flexible y menos intervencionista posible, dentro del cual tengan libre juego las libertades de los socios en busca de satisfacer sus intereses. Cada cual es muy capaz de buscar lo mejor para sí mismo, aunque no lo sea para planificar lo que ha de ser preferible para todos. Pero es que precisamente el mayor beneficio público surgirá de la interacción entre quienes buscan sin cortapisas su provecho privado, a causa de la ya mencionada condición «social» de nuestros intereses aparentemente más particulares. En la búsqueda de su propio bien, cada cual no tendrá más remedio que colaborar aún sin proponérselo con el de los demás porque siempre obtenemos más de los otros beneficiándoles que perjudicándoles. Una suerte de «mano invisible» armonizará lo aparentemente discordante, reforzará los mejores planes de vida comunitaria y condenará al fracaso las so-luciones caprichosas o erróneas. El poder político debe abstenerse lo más posible de intervenir en tal juego entre las astucias privadas para no viciar el resultado final y dañar al conjunto buscando un exceso «artificial» de perfección.
En resumen, por decirlo con palabras de Roger Scruton: «El defensor de la decisión colectiva busca una sociedad explícitamente consentida por sus miembros: es decir, que ellos mismos hagan la elección acerca de las instituciones y las condiciones materiales. El defensor de la mano invisible busca una sociedad que resulte del consentimiento, aunque nunca haya sido explícitamente consentida en conjunto puesto que las elecciones de sus miembros individuales recaen sobre cuestiones que nada tienen que ver con el resultado global»32. En líneas generales, la primera de las dos perspectivas políticas es considerada «de izquierdas» y la segunda «de derechas»; pero creo que la marcha efectiva de casi todas las sociedades que conocemos actualmente no puede ser comprendida sin aplicar en un grado u otro ambos criterios.
El gran problema es que -a diferencia de lo que sucede en las utopías- en las sociedades existentes no todos los ideales resultan plenamente compatibles. Por ejemplo, las libertades públicas son sumamente deseables pero a veces chocan con la seguridad ciudadana, que también es un principio digno de consideración. En muchos casos se dan conflictos semejantes y aún peores: es importante defender los derechos humanos de las mujeres en aquellas sociedades -como la impuesta por los talibanes en Afganistán- que no los respetan pero también merece respeto el derecho de cada comunidad humana a desarrollar sus propias interpretaciones valorativas sin injerencias violentas de otras naciones, la libertad de comercio y empresa es un principio muy respetable pero entre sus consecuencias indeseables parece estar la miseria creciente de gran parte de la humanidad, etc. A comienzos de nuestro siglo, Max Weber habló de las «batallas entre dioses» que representan estos choques en la realidad histórica de ideales contrapuestos. Son como licores fuertes y puros que no pueden ser tomados sin mezcla. Quizá el arte político por excelencia sea acertar en la dosificación del cóctel que los integre todos sin dejar de ser socialmente «digerible»...
Desde Platón, la virtud que mejor expresa esa concordia social a partir de elementos discordantes de la que venimos hablando se llama justicia. Estamos demasiado acostumbrados, a mi juicio, a enfocarla de modo meramente distributivo (darle a cada cual lo suyo, a cada cual según sus merecimientos o sus necesidades) o retributivo (castigar a los malos y premiar a los buenos). Pero hay definiciones más amplias y que me parecen preferibles. La que más me gusta es de un pensador anarquista del siglo XIX, Pierre-Joseph Proudhon, y dice así: «La justicia... es el respeto, espontáneamente experimentado y recíprocamente garantizado, de la dignidad humana, en cualquier persona y en cualquier circunstancia en que se encuentre comprometida, y a cualquier riesgo que nos exponga su defensa» (De la justicia en la revolución y en la Iglesia). El concepto de dignidad humana en su forma contemporánea (aunque en el capítulo tercero ya hemos visto que lo empleaba también el renacentista Pico della Mirandola) empieza a generalizarse a partir del siglo XVIII, cuando entra en crisis revolucionaria el sistema de honores propio de la aristocracia -reservado a una minoría- para dar paso a la exigencia de cada cual del reconocimiento de su calidad como hombre y como ciudadano. Entonces aparece el concepto político de «derechos humanos», que se incorporan a las constituciones democráticas y que se han ido fortificando teóricamente -aunque no siempre, ay, cumpliendo en la práctica- durante los últimos doscientos años. Implican una verdadera subversión de las sociedades tradicionales, tanto en su origen (en América aparecieron tras una guerra de independencia y en Europa se impusieron tras una revolución que decapitó reyes) como ahora mismo cuando se los intenta defender de veras. Los derechos humanos o derechos fundamentales son algo así como una declaración más detallada de lo que implica esa «dignidad» que es justo que los hombres se reconozcan los unos a los otros.
¿Qué implica la dignidad humana? En primer lugar, la inviolabilidad de cada persona, el reconocimiento de que no puede ser utilizada o sacrificada por los demás como un mero instrumento para la realización de fines generales. Por eso no hay derechos «humanos» colectivos, por lo mismo que no hay seres «humanos» colectivos: la persona humana no puede darse fuera de la sociedad pero no se agota en el servicio a ella. De aquí la segunda característica de su dignidad, el reconocimiento de la autonomía de cada cual para trazar sus propios planes de vida y sus propios haremos de excelencia, sin otro límite que el derecho semejante de los otros a la misma autonomía. En tercer lugar, el reconocimiento de que cada cual debe ser tratado socialmente de acuerdo con su conducta, mérito o demérito personales, y no según aquellos factores aleatorios que no son esenciales a su humanidad: raza, etnia, sexo, clase social, etc. En cuarto y último lugar, la exigencia de solidaridad con la desgracia y sufrimiento de los otros, el mantener viva y activa la complicidad con los demás. La sociedad de los derechos humanos debe ser la institución en la que nadie resulta abandonado.
Estos factores de la dignidad humana individual han tropezado modernamente con presunciones supuestamente «científicas» que tienden a «cosificar» a las personas, negando su libertad y responsabilidad y reduciéndoles a meros «efectos» de circunstancias genéricas. El racismo es el ejemplo más destacado de tal negación de la dignidad humana, pero en la actualidad va siendo sustituido por otro tipo de determinismo étnico o cultural, según el cual cada uno se debe exclusivamente a la configuración inevitable que recibe de su comunidad. Se supone así que las culturas son realidades cerradas sobre sí mismas, insolubles las unas para las otras e incomparables, cada una de las cuales es portadora de un modo completo de pensar y de existir que no debe ser «contaminado» por las demás ni alterado por las decisiones individuales de sus miembros. Tales dispositivos fatales «programan» a sus crías, en ocasiones para enfrentarlas sin remedio con los de otras culturas (el «choque de civilizaciones» del que habla Samuel Huntington) o al menos para cerrarlos al intercambio espiritual con ellos. ¡Ojalá dentro de cincuenta o cien años las invocaciones a la hoy sacrosanta «identidad cultural» de los pueblos que según algunos debe ser a toda costa preservada polí-ticamente sean vistas con el mismo hostil recelo con que ya la mayoría acogemos las menciones al Rh de la sangre o al color de la piel! Porque sin duda encierran en el fondo una voluntad no menos «injusta» de atentar contra el presupuesto esencial de la dignidad humana de cada uno: el de que los hombres no hemos nacido para vivir formando batallones uniformados, cada uno con su propia bandera al frente, sino para mezclarnos los unos con los otros sin dejar de reconocernos a pesar de todas las diferencias culturales una semejanza esencial y a partir de esa mezcla inventarnos de nuevo una y otra vez (véase lo que dijimos al respecto en la última parte del capítulo cuarto).
La obsesión característica de los nacionalismos, esa dolencia mayor del siglo XX, glorifica la necesaria «pertenencia» de cada ser humano a su terruño y la convierte en fatalidad orgullosa de sí misma. En el fondo no se trata más que de la detestable mentalidad posesiva que no sólo quiere poner el sello del dueño en las casas y en los objetos sino hasta en las tierras o paisajes. El imbécil «aquí somos así» y la mitificación de las «raíces» propias -como si los seres humanos fuésemos vegetales- bloquea la verdadera necesidad humana de hospitalidad que nos debemos unos a otros de acuerdo a lo que hemos llamado «dignidad». Para quien es capaz de reflexionar, todos somos extranjeros, judíos errantes, todos venimos de no se sabe dónde y vamos hacia lo desconocido (¿hacia los desconocidos?), todos nos debemos mutuamente deber de hospedaje en nuestro breve tránsito por este mundo común a todos, nuestra única verdadera «patria». Lo ha formulado muy bien un escritor judío contemporáneo, George Steiner:
«Los árboles tienen raíces; los hombres y las mujeres, piernas. Y con ellas cruzan la barrera de la estulticia delimitada con alambradas, que son las fronteras; con ellas visitan y en ellas habitan entre el resto de la humanidad en calidad de invitados. Hay un personaje fundamental en las leyendas, numerosas en la Biblia, pero también en la mitología griega y en otras mitologías: el extranjero en la puerta, el visitante que llama al atardecer tras su viaje. En las fábulas, esta llamada es a menudo la de un dios oculto o un emisario divino que pone a prueba nuestra hospitalidad. Quisiera pensar en estos visitantes como en los auténticos seres humanos que debemos proponernos ser, si es que deseamos sobre vivir».
Según dice Sigmund Freud -fundador del psicoanálisis y uno de los espíritus mayores de nuestra época- en su obra El malestar de la cultura, el sufrimiento humano tiene tres fuentes:
«La supremacía de la Naturaleza, la caducidad de nuestro cuerpo y la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad».
Pero ninguna de estas tres desdichas puede ser propiamente considerada lo peor de lo que nos asedia: para el ser que necesita la mirada comprensiva y confirmadora del otro a fin de llegar a ser él mismo «lo malo es, originariamente, aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida del amor». Nada nos deja más inermes, más desvalidos, más amenazados que la pérdida del amor, entendido éste tanto en su sentido más literal (paternofilial o erótico) como también en el más general que los griegos denominaban filia: la amistad entre quienes se eligen mutuamente como complementarios («porque él era él, porque yo era yo», con estas hermosas palabras justifica Montaigne su filia por Étienne de la Boétie) y la simpatía «civil» -cortés y vagamente impersonal pero solidaria de modo nada irrelevante- que los conciudadanos tienen que demostrarse cotidianamente unos a otros para que la vida en sociedad resulte gratificante. Sin amor ni filia la humanidad se atrofia y quedamos en manos de la inhóspita ley de la jungla. Con razón dijo Goethe que
«Saberse amado da más fuerza que saberse fuerte».
¿Cómo podemos merecer el amor de los otros? Gran parte de las pautas éticas en todas las culturas se han dedicado a darnos instrucciones para conseguirlo. Isaac Asimov, un escritor de ciencia ficción que a mi juicio también es buen filósofo, inventó las «tres leyes de la ro-bótica» que llevan grabadas en su programación las criaturas mecánicas que protagonizan Yo, robot y otros relatos suyos. Son éstas:
Primera: No dañarás a ningún ser humano.
Segunda: Ayudarás cuanto puedas a los seres humanos (siempre que no sea violando la primera regla).
Tercera: Conservarás tu propia existencia (siempre que no sea a costa de violar las dos leyes anteriores).
Como nosotros no somos robots, la mayoría de las morales pasadas y presentes invierten el orden de estos tres preceptos pero por lo demás sus normas quedan bien resumidas en la tríada de Asimov. Por supuesto, siempre ha habido, hay y habrá consejeros provocativamente desengañados que nos recomiendan aprovecharnos cuanto sea posible de quienes respetan la moralidad para obtener otras ventajas. Gracias a tales sabios vivimos rodeados de policías, cárceles, miseria y abandono. ¿Son tan astutos tales consejeros cínicos como suele creerse? ¿Merecen verdaderamente la pena las ventajas ocasionales que personalmente obtenemos escuchándoles frente a lo que perdemos todos en general? ¿Es prudente que tú o yo renunciemos a intentar merecer el amor de nuestros semejantes hasta que el último de los despistados o de los malvados se haya convencido de que es filia y no otra cosa lo que necesitamos?
Las más características manifestaciones humanas sólo pueden comprenderse en un contexto social: son cosas que hacemos pensando en los demás y llamándoles por medio de ellas cuando no están presentes. Por ejemplo, reír. El humor es un guiño en busca de auténticos «compañeros vitales» que puedan compartir con nosotros la aparición gozosa y a veces demoledora del sinsentido en el orden rutinario de los significados establecidos. Nada es tan sociable ni une tanto como el sentido del humor: por eso cuando en una reunión amistosa se oyen muchas risas o se intercambian abundantes sonrisas decimos que «lo están pasando bien». Es decir, que se encuentran a gusto reconociéndose unos a otros. Hasta quien ríe solo en verdad ríe a la espera de las almas gemelas que puedan unirse a reír con él. Y muchas amistades -¡y no pocos amores!- comienzan cuando dos entienden un chiste que se les escapa a los demás...
Tampoco la creación estética y sus goces pueden entenderse adecuadamente si no se comparten. Cuando descubrimos algo hermoso lo primero que hacemos es buscar a alguien que pueda disfrutarlo con nosotros: junto a él o a ella, también nosotros lo disfrutaremos más. Los niños pequeños se pasan la vida arrastrando de la manga a los mayores para enseñarles pequeñas maravillas que a veces los adultos son demasiado estúpidos para apreciar en lo que valen. Pero ¿qué es la belleza? ¿Por qué resulta tan importante para nosotros descubrirla, crearla y compartirla? ¿Por qué hasta lo feo tiene que arreglárselas a veces para aparecer como bonito o si no la vida deja de resultarnos apetecible?
4. Lógica. (2ª ev. 19-20).
Prepara especialmente:
Formalizar argumentos del lenguaje natural. Leerlos, describirlos, proponer otros en lenguaje natural con la misma forma lógica.
Calcular la validez de fórmulas lógicas por medio del método de tablas de verdad (indicando también el tipo de argumento: indeterminación, tautología, contradicción) y por deducción natural. Esta última, tanto por deducción directa ( pasar de fórmulas a esquemas lógicos, reglas de inferencia: introducción y eliminación de la conjunción, disyunción y doble implicación, Modus Ponens y Modus Tollens) como por deducción indirecta (reducción al absurdo).
Falacias no-formales (informales o sofismas): Lingüísticos o de ambigüedad (equívocos, anfibologías y homonimias), de pertenencia (ad Hominem, ad Baculum, ad Verecundiam o autoridad) y falacias de datos insuficientes (Generalización Inadecuada, Falta de Causa y Falta de Pruebas o ad Ignorantiam).
Paradojas: de Zenón de Elea (Aquiles y la Tortuga), de Epiménides del cretense (o del mentiroso) y de Jourdain (o de los enunciados autofalsables).
1. Los problemas del lenguaje natural.
Formalizar argumentos del lenguaje natural. Leerlos, describirlos, proponer otros en lenguaje natural con la misma forma lógica.
Calcular la validez de fórmulas lógicas por medio del método de tablas de verdad (indicando también el tipo de argumento: indeterminación, tautología, contradicción) y por deducción natural. Esta última, tanto por deducción directa ( pasar de fórmulas a esquemas lógicos, reglas de inferencia: introducción y eliminación de la conjunción, disyunción y doble implicación, Modus Ponens y Modus Tollens) como por deducción indirecta (reducción al absurdo).
Falacias no-formales (informales o sofismas): Lingüísticos o de ambigüedad (equívocos, anfibologías y homonimias), de pertenencia (ad Hominem, ad Baculum, ad Verecundiam o autoridad) y falacias de datos insuficientes (Generalización Inadecuada, Falta de Causa y Falta de Pruebas o ad Ignorantiam).
Paradojas: de Zenón de Elea (Aquiles y la Tortuga), de Epiménides del cretense (o del mentiroso) y de Jourdain (o de los enunciados autofalsables).
1. Los problemas del lenguaje natural.
Es
el que utilizamos normalmente en nuestra vida cotidiana. Este tipo de
lenguaje posee una gran riqueza, que le permite ser útil en una gran
variedad de circunstancias. Sin embargo, esta ventaja provoca frecuentes
casos de polisemia (pluralidad de significados de una palabra o de
cualquier signo lingüístico) y homonimia (dicho de doso más persons o
cosas que llevan un mismo nombre) que generan ambigüedad e imprecisión.
Inconvenienetes que pueden ser asumibles en el uso ordinario del
lenguaje, pero que resultan perjudiciales cuando lo usamos para
comunicar conocimiento científico.
2. La
lógica: un lenguaje totalmente artificial (es decir, formal), compuesto
de cálculo (vocabulario, gramática, sintaxis) e interpretación
(semántica).
Puede
ser presentada como un lenguaje formal en el que desaparecen los
problemas que plantea el lenguaje ordinario cuando se utiliza para
expresar el conocimiento científico.La mayoría de los lenguajes
artificiales creados por los científicos se limitan a introducir y
definir términos específicos para nombrar objetos o propiedades
estudiadas en su discilplina. Pero, a veces, los problemas de los
lenguajes naturales no se limitan al vocabulario, sino que encuentran su
raíz en la estructura gramatical. De ahí surge la necesidad de
construir un lenguaje en el que todo sea artificial: no solo el
vocabulario, sino también la gramática. Es decir, un lenguaje formal.
Un lenguaje totalmente artificial (formal), como la lógica, consta de un cálculo y una interpretación:
- El cálculo
es el equivalente al vocabulario, a la gramática del lenguaje natural
que permite constuir oraciones ya la sintaxis con la que componemos
oraciones para formar un razonamiento. El vocabulario son los símbolos
elementales (variables proposicionales, conectivas o términos de enlace,
paréntesis -equivalentes a los signos de puntuación del lenguaje
natural-), la gramática son las reglas que para combinar correctamente
los símbolos elementales (formalización de enunciados: proposiciones
atómicas y moleculares) para formar expresiones complejas y la sintaxis
nos permite pasar de unas combinaciones de símbolos a otras (reglas de
inferencia).
- La interpetación del cálculo
en el lenguaje formal equivale a la semántica de un lenguaje natural.
Consiste en asignar un significado a cada término y a cada expresión del
cálculo (tablas de verdad, deducción natural, reducción al absurdo).
3. El tipo de razonamiento que estudica la lógica: la inferencia deductiva (premisas y conclusión).
Inferir
es obtener un enunciado a partir de otro u otros. Los enunciados dede
los que se parte se llaman premisas. El enunciado que se obtiene comor
esultdo se denomina conclusión.
Una
inferencia deductiva es formalmente válida cuando no es posible que los
datos de los que se parte sean verdaderos y la conclusión falsa.
4. Validez formal (lócia) y verdad (ciencias experimentales, naturales y sociales, de hechos).
-
La lógica, al ser una ciencia formal, prescinde del valor semántico de
los enunciados. Las expresiones con significado en el lenguaje natural
son sustituidas por símbolos, carentes de significado.
-
El objetivo de la lógica es averiguar la validez de una estructura, el
orden y la coherencia de nuestros pensamientos. La validez puede ser de
tres tipos: taulología (ley lógica), indeterminación o contradicción. De
la verdad o falsedad del contenido se encargan las ciencias
experimentales.
-
Un razonamiento tiene validez formal cuando su conclusión se deduce de
la estructura interna de las premisas que lo componen, sin necesidad de
recurrir a los hechos que sostienen dicho razonamiento.
Por
el contrario, las proposiciones del lenguaje natural, basadas en la
observación y utilizadas por las ciencias naturales y sociales,
necesitan ser contrastadas para comprobar su verdad o falsedad.
5. Elementos de la lógica proposicional.
La
lógica formal es un lenguaje diseñado para comprobar la validez de las
inferencias deductivas en las que la estructura del razonamiento no
depende de las partes en las que se pueden descomponer las
proposiciones.
5.1. Enunciado y proposición.
a)
Un enunciado es una oración en la que se informa objetivamente de un
hecho. Este puede ser verdadero o falso. Debemos diferneciarlo de otro
tipo de oraciones como las interrogativas, las exclamativas, las
desiderativas, etc...
b Un proposición
es el sentido que tienen uno o varios enunciados con idéntico
significado.Es decir, un enunciado es la expresión lingüístic de una
proposición. Desde un punto de vista lógico podemos distinguir dos tipos
de proposiciones:
- Proposición atómica:
consta de una única proposición y no se puede descomponer en
expresiones más simples sin que pierda su sentido. Se simbolizan
utilizando las letras minúsculas del alfabeto latino a partir de la
letra p. Estas letras reciben el nombre de variables del enunciado o
variables proposicinales.
- Proposición molecular:
está formada por dos o más proposiciones atómicas que pueden separarse y
cada una conservar intacto su sentido completo e independiente de la
otra proposición.
- Conectivas o términos de enlace: son los elementos de la lógica proposicional que sirven para conectar proposiciones atómicas formando proposiciones moleculares. Su importancia es extrarodinaria ya que de ellas depende la estructura de las proposiciones moleculares y de los razonamientos de las que forman parte. Las cinco conectivas que emplea la lógica son: negador, conjuntor, disyuntor, condicional, bicondicional. Salvo el negador, que es una conectiva monádica porque se une a una única proposición, las demás conectan dos proposiciones; de ahí que sean conectivas diádicas o binarias. En la condicional importa el orden como se encuentran colocados sus miembros. De ahí que la proposición que precede a la conectiva se llame antecedente y la que la sigue, consecuente.
- Los paréntesis son los equivalentes a los signos de puntuación del lenguaje natural. Cumplen dos funciones fundamentales: evitan la ambigüedad de algunas expresiones y ponen de manifiesto la forma lógica de cualquier proposición molecular que contenga más de una conectiva.
- Formas lógicas o estructuras de las proposiciones moleculares: hay cinco, tantas como conectivas diferentes. Si en una proposición molecular tenemos una única conectiva, su forma lógica es fácil de determinar. Pero cuando hay más de una, los paréntesis nos ayudan a identificarla. La conectiva que quede fuera de ellos será la que indique el tipo de proposición que sea.
- Formalizar una expresión del lenguaje natural (enunciados) consiste en representarla correctamente mediante los símbolos del lenguaje de la lógica.
- Comprobación de inferencias. La validez de una inferencia no depende de su contenido, sino de la estructura de su argumentación (de la forma lógica). Al trasladar cualquier inferencia al lenguaje de la lógica, la despojamos de su contenido dejando al descubierto su estructura. Así, resulta más fácil detectar errores que, de otros modos pasarían desapercibidos. Básicamente, existen dos métodos de comprobación de inferencias: el método de las tablas de verdad y el cálculo de deducción natural.
- Comprobación de inferencias mediante el método de las tablas de verdad: sirven para establecer todos los posibles valores de verdad que puede tener un enunciado a partir de las combinaciones de verdad de sus componentes. A partir de ellas, podemos clasificar las proposiciones en tres tipos generales, dependiendo de la combinación de valores de verdad que obtengamos en su columna correspondiente. Así, toda proposición podrá ser una indeterminación, una taugología o una contradicción. Para la indeterminación, en algunas combinaciones se obtiene que la proposición molecular es verdadera y en otras, falsa. En este tipo de fórmulas, la verdad o falsedad depende de sus componentes simbles. En el caso de la tautología, en todas las posibles combinaciones la proposición molecular es verdadera. Independientemente del valor de verdad de sus componentes simples, cualquier razonamiento que presente esta estructura será formalmente válido. Por último, la contradicción, en la que todas las posibles combinaciones es siempre falsa. Independientemente del valor de verdad de sus componentes simples, cualquier razonamiento que presente esta estructura no será válido. La comprobación de la validez de inferencias utilizando las tablas de verdad tiene la ventaja de proporcionar un procedimiento algorítimico que permite, a cualquiera que conozca las reglas, aplicarlas adecuadamente y decidir sobre la validez de cualquier inferencia. Pero posee también dos inconvenientes: al realizar la comprobación, este procedimiento no nos muestra el curso del razonamiento empleado en la inferencia; y si el número de proposicones atómicas que intervienen en la inferencia es elevado, la tabla a realizar sería desmesuradamente grande.
- Comprobación de inferencias mediante el cálculo de deducción natural. Consiste en aplicar una serie de reglas de inferencia al conjunto de premisas, de modo que se avance paso a paso hasta obtener la conclusión. De esta manera, se consigue evitar los problemas que aquejan al sistema de comprobación de inferencias basado en las tablas de verdad.
- Conectivas o términos de enlace: son los elementos de la lógica proposicional que sirven para conectar proposiciones atómicas formando proposiciones moleculares. Su importancia es extrarodinaria ya que de ellas depende la estructura de las proposiciones moleculares y de los razonamientos de las que forman parte. Las cinco conectivas que emplea la lógica son: negador, conjuntor, disyuntor, condicional, bicondicional. Salvo el negador, que es una conectiva monádica porque se une a una única proposición, las demás conectan dos proposiciones; de ahí que sean conectivas diádicas o binarias. En la condicional importa el orden como se encuentran colocados sus miembros. De ahí que la proposición que precede a la conectiva se llame antecedente y la que la sigue, consecuente.
- Los paréntesis son los equivalentes a los signos de puntuación del lenguaje natural. Cumplen dos funciones fundamentales: evitan la ambigüedad de algunas expresiones y ponen de manifiesto la forma lógica de cualquier proposición molecular que contenga más de una conectiva.
- Formas lógicas o estructuras de las proposiciones moleculares: hay cinco, tantas como conectivas diferentes. Si en una proposición molecular tenemos una única conectiva, su forma lógica es fácil de determinar. Pero cuando hay más de una, los paréntesis nos ayudan a identificarla. La conectiva que quede fuera de ellos será la que indique el tipo de proposición que sea.
- Formalizar una expresión del lenguaje natural (enunciados) consiste en representarla correctamente mediante los símbolos del lenguaje de la lógica.
- Comprobación de inferencias. La validez de una inferencia no depende de su contenido, sino de la estructura de su argumentación (de la forma lógica). Al trasladar cualquier inferencia al lenguaje de la lógica, la despojamos de su contenido dejando al descubierto su estructura. Así, resulta más fácil detectar errores que, de otros modos pasarían desapercibidos. Básicamente, existen dos métodos de comprobación de inferencias: el método de las tablas de verdad y el cálculo de deducción natural.
- Comprobación de inferencias mediante el método de las tablas de verdad: sirven para establecer todos los posibles valores de verdad que puede tener un enunciado a partir de las combinaciones de verdad de sus componentes. A partir de ellas, podemos clasificar las proposiciones en tres tipos generales, dependiendo de la combinación de valores de verdad que obtengamos en su columna correspondiente. Así, toda proposición podrá ser una indeterminación, una taugología o una contradicción. Para la indeterminación, en algunas combinaciones se obtiene que la proposición molecular es verdadera y en otras, falsa. En este tipo de fórmulas, la verdad o falsedad depende de sus componentes simbles. En el caso de la tautología, en todas las posibles combinaciones la proposición molecular es verdadera. Independientemente del valor de verdad de sus componentes simples, cualquier razonamiento que presente esta estructura será formalmente válido. Por último, la contradicción, en la que todas las posibles combinaciones es siempre falsa. Independientemente del valor de verdad de sus componentes simples, cualquier razonamiento que presente esta estructura no será válido. La comprobación de la validez de inferencias utilizando las tablas de verdad tiene la ventaja de proporcionar un procedimiento algorítimico que permite, a cualquiera que conozca las reglas, aplicarlas adecuadamente y decidir sobre la validez de cualquier inferencia. Pero posee también dos inconvenientes: al realizar la comprobación, este procedimiento no nos muestra el curso del razonamiento empleado en la inferencia; y si el número de proposicones atómicas que intervienen en la inferencia es elevado, la tabla a realizar sería desmesuradamente grande.
- Comprobación de inferencias mediante el cálculo de deducción natural. Consiste en aplicar una serie de reglas de inferencia al conjunto de premisas, de modo que se avance paso a paso hasta obtener la conclusión. De esta manera, se consigue evitar los problemas que aquejan al sistema de comprobación de inferencias basado en las tablas de verdad.
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