jueves, 21 de febrero de 2019

San Agustín: De libero arbitrio, libro II, cap. 1-2. (Medieval)

Texto y comentario

"De libero arbitrio" es el título de una obra teológica cristiana de Agustín de Hipona. Consta de tres libros, escrito el primero en Roma entre 387-389, tras su bautismo, y los dos últimos entre 391-395, tras incorporarse a su obispado en África.

 

 Libro II. Capítulo I

 

 Por qué nos ha dado dios la libertad, causa del pecado


• Los problemas que plantea este texto de San Agustín son el del sentido de la libertad y el de la existencia del mal. El punto de vista desde el que se abordan es el de su compati­bilidad con la existencia de un Dios que ha creado toda la realidad, incluido el hombre, y que es infinitamente bueno. Frente a este Dios, que el hombre pueda elegir el mal y que éste exista plantea posibles contradicciones que el autor quiere resolver.

• Piensa que la voluntad del hombre es libre y, como tal, puede decidir acercarse al Bien eterno e inmutable que es Dios o puede alejarse de él, poniendo sus miras bien en los bienes del alma ajenos a Dios o bien en los bienes corporales.

La voluntad busca la felicidad y lo hace de una manera necesaria. La satisfacción de esa necesidad sólo la puede encontrar en Dios. Pero en esta vida el hombre no sólo no tiene esa visión de Dios que colmaría sus deseos de felicidad, sino que además puede volverse hacia los bienes materiales. Y esto lo puede hacer de manera voluntaria, sin que se vea for­zado a ello. Por tanto, la voluntad es libre de ir hacia Dios o de no hacerlo.

Según San Agustín, en este asunto el hombre debe reconocer que a) la felicidad que busca sólo se encuentra en la posesión de Dios, y b) la orientación de la voluntad hacia ese Dios está puesta por Dios mismo y es eso lo que El quiere que haga el hombre y lo que se encuentra en la ley divina. Cuando la voluntad se aleja de Dios, está yendo en contra de la ley divina. Esta ley divina es la que el hombre puede captar mediante la iluminación. En ella ve no sólo verdades teóricas eternas, sino también principios prácticos que deben regir su voluntad libre. El hombre debe cumplir estas reglas prácticas que están in­sertas en su propia naturaleza, que son reflejos de la ley divina y que le hacen ver que está orientado hacia Dios. Dios, según esto, creó al hombre para que fuese lo que El quería que fuese. Por eso, aunque la voluntad es libre, está sujeta a obligaciones morales, entre las que está la de amar a Dios.

Hay, sin embargo, un abismo profundo entre el hombre y Dios. El hombre es una criatura finita y Dios es el ser infinito. Poner en relación estas dos realidades tan diversas es impo­sible, a menos que sea Dios el que lo posibilite con la ayuda de la gracia. Cuando el hombre intenta vivir sin esta ayuda divina, cae en el pecado porque se queda sólo con sus fuerzas. Pero en su propia voluntad libre tiene la capacidad de decidir recibir esa ayuda.

En la vida del hombre hay, pues, una referencia necesaria a Dios como el fin al que debe tender. Su voluntad es libre para que acepte su propio fin y para que lo haga recibiendo la necesaria ayuda de la gracia. Es importante la idea de que esto, a juicio de San Agustín, está en la esencia de la realidad, por lo que el filósofo debe aceptar previamente esa re­alidad así creada y orientada, si quiere comprenderla. Esto nos muestra la postura del autor en relación con la fe y con la razón, tema que aparece en varias ocasiones en el texto.

La obligación moral del hombre es, entonces, la de amar a Dios y la de orientar su voluntad hacia El, y con ella todas sus capacidades. El mal consistirá en alejar la voluntad de ese fin que es Dios. Dios le dio la libertad al hombre para que pudiera elegir lo que debía hacer. Si elige lo contrario es por un acto deliberado suyo del que es responsable. Podía haber elegido lo bueno, pero, en cambio, elige lo no bueno, aquello que no se ajusta al plan divino.

• Los personajes que aparecen en el diálogo son Evodio y el propio Agustín. Evodio es un coetáneo de Agustín, de cultura extensa. De joven fue militar, aunque luego se inclinó por el mundo de las letras. Se convirtió al cristianismo, llegando a ser obispo. Muestra en el texto su carácter obstinado, a pesar de lo cual Agustín lo trata con gran deferencia.

• El planteamiento que encontramos en el texto es el siguiente. Evodio le pregunta a Agus­tín por qué ha dado Dios al hombre la libertad, porque, si no se la hubiera dado, no habría podido pecar.
Agustín le contesta preguntándole, a su vez, si está seguro de que realmente Dios le ha dado al hombre una cosa que no debería haberle dado.

La respuesta de Evodio es que ha tenido que ser Dios porque de El procedemos y de El merecemos el premio o el castigo.

Pregunta ahora Agustín por el grado de seguridad con el que manifiesta Evodio su postura. En efecto, le pide que se pronuncie sobre si lo que dice lo comprende o, en cambio, lo cree basándose en algún argumento de autoridad. Un argumento de autoridad es el que nos hace aceptar como cierto algo porque el que nos lo dice, sea una persona o un libro, se hace acreedor, por ser una autoridad en la materia, a que creamos lo que nos dice.

Evodio confiesa que al principio lo creyó dando crédito a la autoridad, pero luego argu­mentó que si todo bien procede de Dios y que si lo justo es bueno y que si es justo castigar a los pecadores y premiar a los buenos, entonces se sigue que esto último, que es bueno, tiene que proceder de Dios.



1. Evodio - Explícame ya, si es posible, por qué ha dado Dios al hombre el libre arbitrio de la voluntad, puesto que de no habérselo dado, ciertamente no hubiera podido pecar.


Agustín - ¿Tienes ya por cierto y averiguado que Dios ha dado al hombre una cosa que, según tú, no debiera haberle dado?


Ev.- Por lo que me parece haber entendido en el libro anterior, es evidente que goza­mos del libre arbitrio de la voluntad y que, además, él es el único origen de nuestros pecados.


Ag.- También yo recuerdo que llegamos a esta conclusión sin género de duda. Pero ahora te he preguntado si sabes que Dios nos ha dado el libre arbitrio de que gozamos, y del que es evidente que trae su origen el pecado.


Ev.- Pienso que nadie sino Él, porque se Él procedemos, y ya sea que pequemos, ya sea que obremos bien, de Él merecemos el castigo y el premio.


Ag. - También deseo saber si comprendes bien esto último, o es que lo crees de buen grado, fundado en el argumento de autoridad, aunque de hecho no lo entiendas.


Ev.- Acerca de esto último confieso que primeramente di crédito a la autoridad. Pero ¿puede haber cosa más verdadera que el que todo bien procede de Dios, y que todo cuanto es justo es bueno, y que tan justo es castigar a los pecadores como premiar a los que obran rectamente? De donde se sigue que Dios aflige a los pecadores con la desgracia y que premia a los buenos con la felicidad.

• La pregunta de Agustín es ahora sobre algo que acaba de usar Evodio en su argumento, pero sin justificarlo: ¿cómo ha sabido que procedemos de Dios?
Evodio argumenta partiendo de la aceptación de que es Dios quien castiga los pecados y de que es justo que lo haga, así como que es bueno que premie a los que hagan el bien. Además, se considera bueno hacer el bien a los extraños, pero no sería justo castigarlos, precisamente por ser extraños. Si aceptamos que Dios nos castigue cuando obramos mal, es claro, entonces, que le pertenecemos.
Da, además, otro argumento. Todo bien procede de Dios. Como el hombre es un bien por­que puede actuar bien siempre que quiera, se deduce que el hombre procede de Dios.



2. Ag.- Nada tengo que oponerte, pero quisiera que me explicaras lo primero que di­jiste, o sea, cómo has llegado a saber que venimos de Dios, pues lo que acabas de decir no es esto, sino que merecemos de Él el premio y el castigo.


Ev.- Esto me parece a mí que es también evidente, y no por otra razón sino porque tenemos ya por cierto que Dios castiga los pecados. Es claro que toda justicia procede de Dios. Ahora bien, si es propio de la bondad hacer bien aun a los extraños, no lo es de justicia el castigar a aquellos que no le pertenecen, de aquí que sea evi­dente que nosotros le pertenecemos, porque no sólo es benignísimo en hacernos bien, sino también justísimo en castigarnos. Además, de lo que yo dije antes, y tú concediste, a saber, que todo bien procede de Dios, puede fácilmente entenderse que también el hombre procede de Dios, puesto que el hombre mismo, en cuanto hombre, es un bien, pues puede vivir rectamente siempre que quiera.



• Agustín anuncia que si admitimos lo anterior, la pregunta está respondida. El argumento es que a) si el hombre es un bien y b) sólo puede obrar bien cuando quiere, cuando lo elige, entonces necesariamente ha de tener libre arbitrio, para que con él pueda elegir hacer el bien.


Por otra parte, aunque el libre arbitrio sea el origen del pecado, porque el hombre puede elegir obrar mal, de aquí no debemos deducir que nos lo haya dado Dios para que pequemos, sino que nos lo ha dado porque sin él no podríamos elegir hacer el bien.


3. Ag.- Evidentemente, si esto es así, ya está resuelta la cuestión que propusiste. Si el hombre en sí es un bien y no puede obrar rectamente sino cuando quiere, siguese que por necesidad ha de gozar de libre arbitrio, sin el cual no se concibe que pueda obrar rectamente. Y no porque el libre arbitrio sea el origen del pecado, por eso se ha de creer que nos lo ha dado Dios para pecar. Hay, pues, una razón suficiente de habér­noslo dado, y es que sin él no podía el hombre vivir rectamente.

• Si el libre arbitrio se nos ha dado para poder elegir hacer el bien, entonces se entiende que se castigue con justicia al que lo usa para elegir el mal, castigo que no se entendería si se nos hubiera dado el libre arbitrio para hacer el mal. Dios castiga al pecador precisamente porque lo usa para aquello para lo que no se le dio.
Por otra parte, sin libre arbitrio no habría acciones buenas ni malas, porque no podríamos elegir ninguna de ellas, ni se nos podría premiar ni castigar por ellas. Sería injusto hacerlo. Pero premiar lo bueno y castigar lo malo, o sea, hacer justicia, es uno de los bienes que pro­cede de Dios. Por tanto, para que esto pudiera ser así ha tenido Dios que dar al hombre el libre arbitrio.
Y, habiéndonos sido dado para este fin, de aquí puede entenderse por qué es justa­mente castigado por Dios el que usa de él para pecar, lo que no sería justo si nos hubiera sido dado no sólo para vivir rectamente, sino también para poder pecar. ¿Cómo podría, en efecto, ser castigado el que usara de su libre voluntad para aquello para lo cual le fue dada? Así, pues, cuando Dios castiga al pecador, ¿qué te parece que le dice, sino estas palabras: te castigo porque no has usado de tu libre voluntad
para aquello para lo cual te la di, esto es, para obrar según tu razón? Por otra parte, si el hombre careciese del libre arbitrio de la voluntad, ¿cómo podría darse aquel bien que sublima a la misma justicia, y que consiste en condenar los pecados y en premiar las buenas acciones? Porque no sería ni pecado ni obra buena lo que se hi­ciera sin voluntad libre. Y, por lo mismo, si el hombre no estuviera dotado de volun­tad libre, sería injusto el castigo e injusto sería también el premio. Mas por necesidad ha debido haber justicia, así en castigar como en premiar, porque éste es uno de los bienes que procede de Dios. Necesariamente debió, pues, dotar Dios al hombre de libre arbitrio.

Capítulo II

 

Objección: si el libre arbitrio ha sido dado para el bien, ¿cómo es que obra el mal?

 

• Presenta ahora Evodio una nueva objeción. Admite que Dios ha dado al hombre la liber­tad para que pudiera con ella elegir el bien. Pero podría ocurrir con la libertad como ocurre con la justicia. Esta le ha sido dada al hombre para que obre bien y nadie puede usar la jus­ticia para obrar y vivir mal. ¿Por qué no nos ha sido dada la libertad para poder elegir el bien, pero sin que pudiéramos elegir el mal, sin que pudiéramos entregarnos al pecado?
• En su respuesta, Agustín quiere hacerle ver a Evodio que está cayendo en una cierta contradicción, pues habiendo admitido antes que Dios nos ha dado la voluntad libre, no pa­rece que tenga sentido decir ahora que no nos la debía haber dado. La argumentación que emplea es como sigue.
Las posibilidades son dos: que no sea Dios quien nos ha dado la voluntad libre o que haya sido El.
Si no ha sido El, entonces nos podemos preguntar si se nos ha dado, por quien sea, con razón o sin ella. Si nos convencemos de que se nos ha dado con razón, debemos aceptar entonces que nos la ha dado el que nos da todos los bienes, o sea, Dios. Pero si conside­ramos que se nos ha dado sin razón, sin motivo, entonces no podemos culpar de ello a quien no tiene la culpa.
Pero si ha sido Dios quien nos la ha dado, entonces, nos la haya dado de la manera que nos la haya dado, no podemos hacer conjeturas sobre si no debió dárnosla o si lo debió hacer de otro modo, porque los actos de Dios no los podemos criticar nosotros con la razón.



4. Ev.- Concedo que Dios haya dado al hombre la libertad. Pero dime: ¿no te parece que, habiéndonos sido dada para poder obrar el bien, no debería poder entregarse al pecado? Como sucede con la misma justicia, que, habiendo sido dada al hombre para obrar el bien, ¿acaso puede alguien vivir mal en virtud de la misma justicia? Pues igualmente, nadie podría servirse de la voluntad para pecar si ésta le hubiera sido dada para obrar bien.


Ag.- El señor me concederá, como lo espero, poderte contestar, o mejor dicho, que tú mismo te contestes, iluminado interiormente por aquella verdad que es la maestra so­berana y universal de todos. Pero quiero antes de nada que me digas brevemente si, te­niendo como tienes por bien conocido y cierto lo que antes te pregunté, a saber: que Dios nos ha dado la voluntad libre, procede decir ahora que no ha debido darnos Dios lo que confesamos que nos ha dado. Porque, si no es cierto que Él nos la ha dado, hay motivo para inquirir si nos ha sido dada con razón o sin ella, a fin de que, si llegáramos a ver que nos ha sido dada con razón, tengamos también por cierto que nos la ha dado aquél de quien el hombre ha recibido todos los bienes, y que si, por el contrario, descu­briéramos que nos ha sido dada sin razón, entendemos igualmente que no ha podido dárnosla aquél a quien no es lícito culpar de nada. Mas si es cierto que de Él la hemos recibido, es preciso confesar también que, sea cual fuere el modo como nos fue dada, ni debió no dárnosla ni debió dárnosla de otro modo distinto de como nos la dio, pues nos la dio aquel cuyos actos no pueden en modo alguno ser razonablemente censurados.

• Manifiesta ahora Evodio su firme deseo de no quedarse en la fe, sino de intentar en­tender aquello que cree. Para ello propone seguir con la investigación "como si todo fuera incierto", es decir, como si no estuviera seguro de nada de lo que cree.
La situación que expone es la siguiente. Si no estamos seguros de que la libertad nos haya sido dada para obrar el bien, nos encontramos,
a) por una parte, con que sí estamos seguros de que pecamos libremente. Deducimos de aquí, entonces, que no podemos estar seguros de si se nos debió dar o no, puesto que con ella podemos obrar mal.
b) por otra parte, que tampoco podemos estar seguros de que se nos haya debido dar. De aquí deducimos que no es seguro que nos la haya dado Dios, porque no estaría bien entonces creer que Dios nos da algo que no debe darnos.

5. Ev.- Aunque creo con fe inquebrantable todo esto, sin embargo, como aún no lo entiendo, continuemos investigando como si todo fuera incierto. Porque veo que, de ser incierto que la libertad nos haya sido dada para obrar bien, y siendo también cierto que pecamos voluntaria y libremente, resulta incierto si debió dársenos o no. Si es in­cierto que nos ha sido dada para obrar bien, es también incierto que se nos haya de­bido dar, y, por consiguiente, será igualmente incierto que Dios nos la haya dado; porque, si no es cierto que debió dárnosla, tampoco es cierto que nos la haya dado aquél de quien sería impiedad creer que nos hubiera dado algo que no debería ha­bernos dado.

• Como respuesta a las conjeturas que le presenta Evodio, en las que extiende su duda a casi todo sobre lo que están investigando, Agustín le va a instar a que acepte argumentos de autoridad, tanto en el caso de la existencia de Dios, como en el de los asuntos de los que están tratando. Evodio, al final, insistirá en que él no se contenta con creer, sino que quiere entender lo que cree.
• Una verdad inconcusa es una que es firme y sobre la que no hay dudas. Un insipiente es una persona falta de sabiduría.
• Evodio, ante la pregunta de que si tiene por cierto que Dios existe, responde afirmativa­mente, pero que lo hace mediante la fe, no a través de la razón.
El argumento que le propone Agustín es el de que en el caso de que algún ignorante que ne­gara la existencia de Dios quisiera, no tanto creer lo que cree Evodio, sino saber si lo que cree es verdad o no, si entonces no debería intentar convencerle de aquello en lo que él cree, sobre todo si se pudiera dialogar con él y manifestara el deseo de conocer la verdad.
Evodio responde afirmativamente y argumenta que seguramente tal persona admitiría que con un hombre que no quiere dialogar no se debe discutir y menos de cosas tan serias, y tal hombre le pediría que creyera que venía de buena fe intentando saber lo que quiere.
Entonces, según Evodio, le diría al ignorante que si quiere que él crea, sin conocerlo, lo que aquél tiene en su alma, mucho más justo sería que creyera en la existencia de Dios basán­dose en la autoridad del testimonio de los que escribieron los textos sagrados, en donde se relatan sucesos que no habrían podido suceder si Dios no existiese. Tal persona sería suma­mente necia si le echase en cara a Evodio que creyera esos testimonios y, en cambio, de­seara que lo creyera a él.
La propuesta de Agustín es que si acepta un argumento de autoridad en el caso de la exis­tencia de Dios, por qué no lo acepta también en todas estas cosas que están investigando como si no estuvieran seguros de ellas.



Ag.- Tú tienes por cierto, al menos, que Dios existe.


Ev.- Sí; esto tengo por verdad inconcusa, mas también por la fe, no por la razón.


Ag.- Entonces, si alguno de aquellos insipientes de los cuales está escrito: Dijo el necio en su corazón: No hay Dios, no quisiera creer contigo lo que tú crees, sino que quisiera saber si lo que tú crees es verdad, ¿abandonarías a ese hombre a su incredulidad o pensarías quizá que debieras convencerle de algún modo de aquello mismo que tú crees firmemente, sobre todo si él no discutiera con pertinacia, sino más bien con deseo de conocer la verdad?


Ev.- Lo último que has dicho me indica suficientemente qué es lo que debería respon­derle. Porque, aunque fuera él el hombre más absurdo, seguramente me concedería que con el hombre falaz y contumaz no se debe discutir absolutamente nada, y menos de cosa tan grande y excelsa. Y una vez que me hubiera concedido esto, él sería el pri­mero en pedirme que creyera de él que procedía de buena fe en querer saber esto, y que tocante a esta cuestión no había en él falsía ni contumacia alguna.


Entonces le demostraría lo que juzgo que a cualquiera es facilísimo demostrar, a saber: que, puesto que él quiere que yo crea, sin conocerlos, en la existencia de los senti­mientos ocultos de su alma, que únicamente él mismo puede conocer, mucho más justo sería que también creyera en la existencia de Dios, fundado en la fe que merecen los libros de aquellos tan grandes varones que atestiguan en sus escritos que vivieron en compañía del Hijo de Dios, y que con tanta más autoridad lo atestiguan, cuanto que en sus escritos dicen que vieron cosas tales que de ningún modo hubiera podido suceder si realmente Dios no existiera, y sería este hombre sumamente necio si pre­tendiera echarme en cara el haberles yo creído a ellos, y deseara, no obstante, que yo


le creyera a él. Ciertamente no encontraría excusa para rehusar hacer lo mismo qué no podría censurar con razón.


Ag.- Pues, si respecto de la existencia de Dios juzgas prueba suficiente el que nos ha parecido que debemos creer a varones de tanta autoridad, sin que se nos pueda acusar de temerarios, ¿por qué, dime, respecto de estas cosas que hemos determinado in­vestigar, como si fueran inciertas y absolutamente desconocidas, no piensas lo mismo, o sea, que, fundados en la autoridad de tan grandes varones, debemos creerlas tan fir­memente que no debamos gastar más tiempo en su investigación?


Ev.- Es que nosotros deseamos saber y entender lo que creemos.

• Si creer y entender fueran lo mismo y si no hubiera que creer antes lo que queremos en­tender, entonces no tendría sentido lo que decía el profeta de si no creyereis, no entende­réis. El mismo Jesucristo parece que invitaba a lo mismo. Sin embargo, también decía que no era cuestión sólo de creer, sino también de conocer.
La conclusión del párrafo es que, obedeciendo los mandatos de Dios, deben ser constantes en la investigación, intenten encontrar lo que buscan, en la medida en que esta vida puedan hacerlo, confiando en que en la otra podrán obtener el verdadero conocimiento.
• Las últimas frases de este párrafo hacen referencia a la iluminación divina, a una visión clara y perfecta en la otra vida, al desprecio de los bienes terrenos y al amor a las cosas di­vinas. Todas estas son características de la forma que tiene San Agustín de entender el co­nocimiento. Vamos a exponerla brevemente.
El grado de conocimiento más bajo que considera San Agustín es el conocimiento sensible, que es un acto del alma que usa los órganos de los sentidos como instrumentos suyos. Es un tipo de conocimiento común a los animales y a los hombres, pero con él no se alcanza el verdadero conocimiento.
El siguiente grado de conocimiento es el de un nivel racional, propio de los hombres, pero no compartido con los animales. Este conocimiento aún necesita de los sentidos y se refiere a los objetos sensibles, pero está dirigido a la acción.
El nivel más alto de conocimiento es el de la sabiduría, que consiste en la contemplación de las cosas eternas e inmutables exclusivamente con la mente y sin intervención de las sensaciones. Tales cosas son tanto ideas como verdades.
Aunque esta sabiduría contemplativa es el nivel de conocimiento más deseable, la razón ha de dirigirse también a las cosas corpóreas, puesto que son necesarias para vivir.
Esta manera agustiniana de entender el conocimiento es marcadamente platónica, aunque nuestro autor no admitió ni la reminiscencia ni la preexistencia del alma.
Los objetos corpóreos son captados por los sentidos, pero hay otros objetos que están por encima de la mente humana y que son descubiertos y aceptados por ésta. Por ejemplo, la idea de belleza con respecto a la cual juzgamos si algo es más o menos bello. Estas ideas son verdades eternas comunes a todos. En cambio, las sensaciones son privadas y propias de cada uno.
¿Dónde están estas ideas? Estas ideas no son contenidos mentales, sino esencias objetivas. Por tanto, la pregunta no se refiere a un lugar físico, sino a una especie de situación ontológica. Los neoplatónicos, que comprendieron la dificultad de esta pregunta y de su posible respuesta, consideraron que estas ideas eran pensamientos de Dios y las situaron en la mente divina.
San Agustín aceptará básicamente esta teoría y considerará que estas ideas, llamadas ideas ejemplares, junto con las verdades eternas, están en la mente de Dios y han existido eter­namente y sin cambios.
El problema es cómo puede la mente humana captar estas ideas y verdades, que son eter­nas e inmutables, y que están en la mente de Dios. Dice San Agustín que para que ello pueda producirse tiene que haber una iluminación divina, una luz que proceda de Dios y que, iluminando la mente, haga que ésta pueda captarlas. Este tema tiene un referente neoplatónico, ya que Plotino identificaba a Dios con el Sol, una especie de luz trascendente. En el caso de San Agustín, la iluminación divina consiste en una iluminación espiritual que hace con los objetos de la mente lo mismo que la luz del sol hace con los objetos que vemos. Tal actividad iluminadora de Dios permite que la mente humana pueda captar las caracte­rísticas de eternidad y de necesidad que poseen las verdades y las ideas eternas. Sin esta iluminación, la mente humana sería incapaz de captar estas verdades superiores y trascen­dentes a ella.



6. Ag.- Veo que te acuerdas perfectamente del principio indiscutible que establecimos en los comienzos de la cuestión precedente: si el creer no fuese cosa distinta del en­tender, y no hubiéramos de creer antes las grandes y divinas verdades que deseamos entender, sin razón habría dicho el profeta: Si no creyereis, no entenderéis. El mismo Señor exhortó también a creer primeramente en sus dichos y en sus hechos a aquellos a quienes llamó a la salvación. Mas después, al hablar del don que había de dar a los creyentes, no dijo: Esta es la vida eterna, que crean en mí; sino que dijo: Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, sólo Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien enviaste. Des­pués, a los que creían, les dice: Buscad y hallaréis; porque no se puede decir que se ha hallado lo que se cree sin entenderlo, y nadie se capacita para hallar a Dios si antes no creyere lo que ha de conocer después. Por lo cual, obedientes a los preceptos de Dios, seamos constantes en la investigación, pues iluminados con su luz, encontraremos lo que por su consejo buscamos, en la medida que estas cosas pueden ser halladas en esta vida por hombres como nosotros; porque si, como debemos creer, a los mejores aun mientras vivan esta vida mortal, y ciertamente a todos los buenos y piadosos des­pués de esta vida, les es dado ver y poseer estas verdades más clara y perfectamente, es de esperar que así sucederá también respecto de nosotros y, por tanto, despre­ciando los bienes terrenos y humanos, debemos desear y amar con toda nuestra alma las cosas divinas.

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