domingo, 22 de octubre de 2017

Ética


Hannah Arendt: «La fabricación se distingue de la acción por su comienzo de ido y su fin predecible: termina con un producto elabora­do, que no sólo sobrevive a la actividad de la producción sino que también, de inmediato, tiene una especie de "vida" propia. Por el contrario, la acción, como los griegos lo descubrieran, es en sí y por sí misma absolutamente fútil: jamás deja detrás un producto final. Si tiene alguna consecuencia, en principio será una nueva cadena interminable de acontecimientos cuya con­secuencia eventual, el agente, es totalmente incapaz de conocer o controlar con anticipación. Lo máximo que puede es hacer que las cosas vayan en determinada dirección, e incluso nunca está seguro de ello. Ninguna de esas características está pre­sente en la fabricación. Comparado con la futileza y fragilidad de la acción humana, el mundo generado por la fabricación tie­ne una permanencia perdurable y una solidez tremenda. Sólo en la medida en que el producto elaborado se incorpora al mundo humano, donde su uso y su "historia" eventual no se pueden predecir por entero, la fabricación a su vez inicia un proceso cuya salida no se puede prever por completo y, por tanto, está más allá del control de su ejecutor. Esto significa sólo que el hombre nunca es exclusivamente 'homo faber', que aun el fabricante sigue siendo a la vez un ser de acción, que em­pieza el proceso vaya donde vaya y haga lo que haga» («Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política»; Barcelona: Península, 1996 [1954], páginas 68-69).
Jürgen Habermas: "La discusión pública de los ciudadanos sobre la admisibilidad de métodos eugenésicos negativos se reavivará con cada nuevo ítem que aparezca en el índice de enfermedades hereditarias que el legislador tiene que detallar con exactitud. Pues cada intervención genética terapéutica anterior al nacimiento que se admite, representa una pesada carga para los padres que no quieren hacer uso de dicho permiso por razones de principio. Quien discrepe de una praxis eugenésica permitida o simplemente acostumbrada y acepte una minusvalía evitable, tendrá que soportar el reproche de omisión y posiblemente el resentimiento del propio hijo. En anticipación de estas consecuencias, la necesidad de justificación a la que se enfrenta el legislador a cada nuevo paso en este sentido es afortunadamente muy grande. La formación de la opinión y la voluntad política general se moverá en una constelación distinta a la del debate sobre el aborto pero estará también profundamente polarizada" («El futuro de la naturaleza humana. ¿Hacia una eugenesia liberal?»; Barcelona: Paidós, 2002 [2001], página 118).

Maria Zambrano: "En el vacío del aula sucede algo; algo que va más allá de lo que se aprende materialmente en ellas. Muchos de los que por ellas han pasado tal vez no adquirieron tantos conocimientos como fuera menester. Pero les sucedió algo en la frecuentación de las aulas; algo esencial para ser hombre se les enseñó en ellas: a oír, a escuchar, a atender, a dejar que el tiempo pase sin darse cuenta queriendo entender algo, abrirse al pensamiento que busca la verdad. Y a mucho más: a estar frente a un maestro que representa siempre, que es en verdad por poco brillantemente que cumpla su cometido, un mediador. Y esto de la mediación es cosa también a meditar. Y todavía algo más: las aulas se recorren; se va de unas a otras según se pasa de un curso a otro. Y ello solo es ya una iniciación a la vida" («Filosofía y educación. Manuscritos»; Málaga: Ágora, 2007, página 173).

Julián Marías Aguilera: «La vida humana es 'quehacer', y no mero hacer, porque consiste siempre en que 'tengo' que hacer algo, y en general tengo que hacerla. Se podría preguntar qué tengo cuando tengo que hacer; ante todo, un horizonte futuro, presente en la imaginación; en segundo lugar, posibilidades, que se actualizan como tales en vista de mis proyectos, y tienen por tanto una realidad imaginaria (sin ello, serían meras potencias, cuya actualización podría ser una vida biológica, pero en modo alguno 'mi' vida biográfica; habría actividades, pero en modo alguno quehacer); pero con las posibilidades no basta, porque se quedarían en eso; hacen falta, además, 'deseos'» («Antropología metafísica. La estructura empírica de la vida humana»; Madrid: Alianza, 1970, página 262).
Mario Bunge: "El técnico es moralmente responsable por sus actos profesionales porque éstos, lejos de ser espontáneos, resultan de decisiones deliberadas y racionales a la luz (o la oscuridad) de algún código moral. El tecnólogo es responsable 'de' su trabajo profesional y es responsable 'ante' todos aquellos que son afectados por él, no solamente ante su empleador. El tecnólogo que se empeña en agradar tan sólo a su patrón, ignorando los intereses de todos los demás, es un mero cómplice o instrumento, más que un profesional íntegro que enfrenta todas sus responsabilidades. Así como el buen político (exitoso o fracasado) hace buen uso del poder, así también el buen tecnólogo hace buen uso de su conocimiento y de su pericia, que es su uso para bien de la humanidad. Y esto no es mera retórica, ya que, si queremos sobrevivir, debemos tratar de evitar los desastres, de magnitud creciente, provocados con ayuda de la tecnología. No me refiero tan sólo a los efectos de la tecnología intrínsecamente perversa sino también al uso moralmente objetable y técnicamente miope de tecnología potencialmente buena" («Ética y ciencia»; Buenos Aires: Siglo Veinte, 1976 [1961], páginas 74-75)


Adam Smith: "Pero aunque, ciertamente, la razón es la fuente de las reglas generales éticas y de todos los juicios morales que por esas reglas formamos, es completamente absurdo e ininteligible suponer que las percepciones primarias de lo bueno y malo procedan de la razón, hasta en aquellos casos particulares de cuya experiencia se sacan las reglas generales. Estas percepciones primarias, así como toda experiencia en que cualquier regla general se funda, no pueden ser objeto de la razón, sino de un inmediato sentido y emoción. La manera como se forman las reglas generales éticas, es descubriendo que en una gran variedad de casos un modo de conducta constantemente nos agrada de cierta manera, y que, de otro modo, con igual constancia, nos resulta desagradable. Empero, la razón no puede hacer que un objeto resulte por sí mismo agradable o desagradable; la razón sólo puede revelar que tal objeto es medio para obtener algo que sea placentero o no, y de este modo puede hacer que el objeto, por consideración a esa otra cosa, nos resulte agradable o desagradable. Mas nada puede ser agradable o desagradable por sí mismo, que no sea porque así nos lo presenta un inmediato sentido y sensación. Por lo tanto, si en todos los casos particulares necesariamente nos agrada la virtud por ella misma, y si del mismo modo el vicio nos causa aversión, no puede ser la razón, sino un inmediato sentido y
sensación, lo que así nos reconcilie con la una y nos extraña del otro" («Teoría de los sentimientos morales»; México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1979 [1759], páginas 148-149).

Baruch Spinoza: "Sería demasiado largo enumerar todos Jos males de la soberbia, puesto que los soberbios están sometidos a todos los afectos, aunque a ninguno menos que a los afectos de amor y de misericordia. No obstante, no hay que silenciar aquí que también se llama soberbio a aquel que estima a los demás menos de lo justo; por eso, en este sentido, hay que definir la soberbia diciendo que es la alegría surgida de la falsa opinión de que un hombre se cree superior a los demás. Y la abyección, contraria a esta soberbia, habría que definirla como la surgida de la falsa opinión de que un hombre se cree inferior a los demás. Ahora bien, supuesto esto, concebimos que el soberbio es necesariamente envidioso y odia sobre todo a aquellos que son muy alabados por sus virtudes, y que su odio no es fácilmente vencido por el amor o los beneficios y que tan sólo disfruta con la presencia de aquellos que condescienden con su ánimo impotente y de necio lo hacen loco" («Ética demostrada según el modo geométrico»; Madrid: Trotta, 2000 [1677], página 221).

José Luis Pardo. Evil ways.

Decía Kant que el mal es al menos tan consustancial al corazón del hombre como el bien. Lo que hace inevitable que podamos ser malos es lo mismo que explica que podamos ser buenos, a saber, que somos libres y que somos mortales. Este es el motivo de que el mal no pueda extirparse de nosotros, porque habría que extirpar al mismo tiempo la libertad y la mortalidad. Esto ya es decir que si hemos de estar especialmente precavidos contra alguna clase de mal será contra ese que consiste en la promesa de que alguien o algo nos liberará definitivamente del mal (es decir, de nuestra mortalidad y nuestra vulnerabilidad), porque, además de ser una promesa incumplible, nos exige a cambio el sacrificio de la libertad, y sin ella tampoco podemos ya ser buenos ni llevar una vida digna de ser vivida, lo cual nos hace más proclives a justificar el sacrificio de las libertades y de las vidas ajenas. A este respecto, es indiferente que estas promesas vengan de la religión —de un uso político de la religión— o directamente de la política —de un uso religioso de la política—, pues de ambas cosas tenemos pruebas suficientes en la actualidad diaria. Pero esto no significa en absoluto que hayamos de resignarnos. Aunque el mal no pueda ser erradicado, sí que puede ser “gestionado” de maneras cualitativamente muy diferentes y moralmente calificables, para lo cual hay que empezar por reconocerlo. En los países llamados “desarrollados” estuvo algún tiempo vigente uno de estos programas de gestión del mal —el llamado “estado social de derecho”— que, aunque no pasó de ser un proyecto muy parcial y desigualmente realizado, supuso un grado muy notable de sensibilización social al sufrimiento y un amparo contra los infortunios más flagrantes para aquellos que hasta ese momento no habían tenido ninguno. En la medida en que ese proyecto colectivo se ha visto erosionado y va siendo paulatinamente abandonado, se ha impuesto un “estado del malestar” generalizado que, por una parte, nos hace más tolerable el dolor del prójimo (al que las barreras de la identidad nos impiden cada vez más ver como “nuestro” prójimo) y, por otra, hace cundir el desánimo en cuanto a la capacidad de las instituciones sociales para atenuarlo.


Albert Camus: «A los hombres nada les es dado y lo poco que pueden conquistar se paga con muertes injustas. Mas la grandeza del hombre no está allí. Está en su decisión de ser más fuerte que su condición. Y si su condición es injusta, hay una sola manera de superarla: ser justo él mismo. Nuestra verdad de esta noche, la que planea en el cielo de agosto, constituye precisamente el consuelo del hombre. Y la paz de nuestro corazón, como la de nuestros camaradas muertos, es poder decir ante la victoria reconquistada, sin espíritu de desquite ni de reivindicación: "Hicimos lo que había que hacer"» («Moral y política»; Buenos Aires: Losada, 1978 [1950], página 18).

José Luis López Aranguren: «La reacción es, pues, comprensible, pero, como suele ocurrir en tales casos, exagerada. Por eso, después de haber reconocido la parte de razón que asiste al realismo político, es menester denunciar su sinrazón. Por de pronto, ya hemos indicado que la separación de las esferas privada y política, que les sirve de supuesto, es insostenible. Un "realismo" verdaderamente consecuente tiene que eliminar la moral no sólo de la vida pública, sino también de la privada. Ahora bien, la moral es inelimitable, y la conciencia, un huésped enojoso, que levanta su voz para aguar la fiesta. Frente al utopismo "moralista" hay también un utopismo "amoralista", en el que cae de bruces este realismo. Sería cómodo, sin duda, para el político, poderse instalar, de una vez para siempre, "más allá del bien y del mal", en la paz de quien ha eliminado toda posibilidad de conflicto moral, todo sentido trágico o, al menos, dramático de la existencia. Sería cómodo, pero es imposible» ("Ética y política", en «Obras completas. Volumen 3: Ética y sociedad»; Madrid: Trotta, 1995 [1963], página 67).

José Luis Pardo

Con el miedo ocurre como con la culpa. Suena muy mal eso de “sentirse culpable” (parece un veneno inyectado en el alma por malévolos teólogos cristianos), pero es que hay gente que es culpable de ciertas cosas, y por tanto no sería nada patológico que se sintieran culpables (al contrario, lo patológico es que se crean libres de toda culpa). Con el miedo es igual. El miedo tiene muy mala fama, está muy mal visto tener miedo, y peor aún confesarlo públicamente. Pero es que hay cosas que nos dan muchísimo miedo porque son verdaderamente temibles, y por tanto no hay que avergonzarse de sentir miedo ante ellas (lo que sería temerario sería no tenerles miedo).


Adam Smith: "Sin embargo, la simpatía no puede, en modo alguno, considerarse un principio egoísta. Cuando simpatizo con vuestra aflicción o vuestra indignación, puede sostenerse, ciertamente, que mi emoción se funda en amor a mí mismo, porque surge de ese hacer mío vuestro caso, de ese ponerme en vuestra situación y de ahí concebir lo que sentiría en tales circunstancias. Empero, aunque con mucha propiedad se dice que la simpatía surge de un cambio imaginario de situaciones con la persona principalmente afectada, con todo, tal cambio imaginario no se supone que me acontezca a mí, en mi propia persona y carácter, sino en la persona con quien simpatizo. Cuando me conduelo de la muerte de tu hijo, no considero, a fin de poder compartir tu aflicción, lo que yo, persona determinada por mi carácter y profesión, sufriría si tuviese un hijo, sino que considero lo que sufriría si en verdad yo fuera tú, y no solamente cambio contigo de circunstancias, sino de personas y sujetos. Mi aflicción, pues, es enteramente por tu causa y en absoluto por la mía. Por lo tanto, no es en nada egoísta. ¿Cómo puede considerarse que sea pasión egoísta aquella que no responde a algo que ni siquiera en la imaginación me ha acontecido ni que se refiera a mí en mi propia persona y carácter, sino que en todo atañe a lo que a ti concierne? Un hombre muy bien puede simpatizar con una parturienta, aunque es imposible que se imagine sufriendo en su persona los dolores del parto. De cualquier modo, esta doctrina de la naturaleza humana que deriva todos los sentimientos y afectos del amor a sí mismo, y que tanto ruido ha metido en el mundo, pero que, hasta donde alcanzo, jamás ha sido cabal y distintamente explicada, me parece que ha salido de una confusa y falsa interpretación del mecanismo de la simpatía" («Teoría de los sentimientos morales»; México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1979 [1759], páginas 142-143).

Hannah Arendt: "El peligro mayor es que hay tormentas de arena en el desierto, que el desierto no está siempre tan tranquilo como un cementerio donde, después de todo, cualquier cosa es aún posible, sino que puede espolear un avance por sí mismo. Dichas tormentas son los movimientos totalitarios, cuya característica principal es que están extremadamente bien adaptados a las condiciones del desierto. De hecho, no toman nada más en consideración y, por tanto, parecen ser la forma política más adecuada para la vida del desierto.Tanto la psicología, la disciplina de ajustar la vida humana al desierto, como los movimientos totalitarios, las tormentas de arena en las cuales la acción falsa o la pseudoacción estalla de pronto en medio de una calma total, representan un peligro inminente para las dos facultades humanas que, pacientemente, nos capacitan para transformar el desierto antes que a nosotros mismos: las facultades conjugadas de la pasión y la acción. Es cierto que sufrimos menos cuando quedamos atrapados en los movimientos totalitarios o en los ajustes de la psicología moderna; perdemos la capacidad de sufrir y, con ella, la virtud de la resistencia. Sólo aquellos que son capaces de mantener la pasión bajo las condiciones del desierto pueden armarse con el valor que descansa en la raíz de la acción y convertirse en seres activos" («La promesa de la política»; Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Paidós, 2015 [2005], páginas 225-226).

José Luis Pardo. Papelín.
"La pregunta de la filosofía, ahora como siempre, es la pregunta sobre cómo hay que vivir la vida. Pero la diferencia específica de la filosofía con respecto a las franquicias de la autoayuda  —que una cierta clase media que aspira a una sofisticación cultural prefiere a la “magia”, más proletaria o barriobajera— es que la filosofía no da respuestas de ese tipo, o si las da —como podría parecer que es el caso de Tito Lucrecio Caro o de Schopenhauer, por ejemplo— lo hace después de casi mil trescientos versos de Física atómica Sobre la naturaleza de las cosas o de dos gruesos volúmenes de metafísica sobre El mundo como voluntad y representación sin los cuales las respuestas apenas tienen relevancia. Escritores de manuales de buena vida los ha habido siempre, como siempre ha habido gente que se ha creído autorizada a decirles a los demás cómo deben vivir. La filosofía enseña a preguntar esa pregunta, a convertir la experiencia de vida en un apasionante problema práctico y teórico, pero no es un prontuario de respuestas, y para evitar que nadie la confunda con ello escriben sus representantes obras disuasorias —disuasorias para quien ande buscando recetas rápidas y sencillas para problemas urgentes— como la Crítica de la razón pura, las Meditaciones metafísicas, la Ciencia de la Lógica, Así habló Zaratustra o la Ética a Nicómaco. Pero toda la dificultad de estas obras, que sin duda la tienen, no consiste en la complejidad de sus aspectos técnicos o de sus vocabularios específicos, sino que es la dificultad de aprender a preguntar sin esperar una respuesta consoladora, eficaz, inmediatamente rentable, la dificultad de aprender a escuchar la verdad y a querer la libertad. Es un papel —el de la filosofía, digo, más papelín que papelón— discreto y humilde (aunque nada modesto), pero que nadie más que ella puede desempeñar."



Adam Smith: "Por más egoísta que quiera suponerse al hombre, evidentemente hay algunos elementos en su 'naturaleza' que lo hacen interesarse en la suerte de los otros de tal modo, que la felicidad de éstos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla. De esta 'naturaleza' es la lástima o compasión, emoción que experimentamos ante la miseria ajena, ya sea cuando la vemos o cuando se nos obliga a imaginarla de modo particularmente vivido. El que con frecuencia el dolor ajeno nos haga padecer, es un hecho demasiado obvio que no requiere comprobación; porque este sentimiento, al igual que todas las demás pasiones de la 'naturaleza humana', en modo alguno se limita a los virtuosos y humanos, aunque posiblemente sean éstos los que lo experimenten con la más exquisita sensibilidad. El mayor malhechor, el más endurecido transgresor de las leyes de la sociedad, no carece del todo de ese sentimiento" («Teoría de los sentimientos morales»; México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1979 [1759], página 31).

Antonio Gallego Raus.

Las aulas se llenan de alumnos hiperactivos. Son una plaga, bíblica o anti bíblica, no sé. El famoso y justamente célebre estudio Dunedin predijo que el éxito o fracaso en la vida estaba principalmente determinado por la capacidad de auto control del individuo (fuerza de voluntad en términos menos posmodernos). Y es lógico. Puedes ser un tipo con un CI alto, pero si no aprendes a controlar tus impulsos e instintos inadecuados, pronto te verás envuelto en problemas de todo tipo, inclusos legales. De esta predicción acertada nació, en parte, el concepto de “inteligencia emocional” tan en boga hoy. Me malicio que muchos de quienes hoy lo quieren incardinar en el corazón mismo de la escuela son, precisamente, quienes más están contribuyendo a malograr el carácter de los educandos, pues defienden una educación basada en el “laissez faire”, la motivación, la diversión y las loas de la novedad. 

Esos niños y jóvenes diagnosticados de hiperactivos no son otra cosa, en su mayoría, que maleducados a quienes jamás se les ha impuesto ningún límite. Los límites (las prohibiciones, las obligaciones, las normas…) forjan el carácter de la persona, le dan forma. Cuando no hay límites, o hay límites laxos y porosos (o sea, nominales), el carácter se expande sin contención, originando espíritus caprichosos, incontinentes y cargados de ansiedad. ¿Por qué son tan ansiosos y nerviosos todos estos alumnos diagnosticados como hiperactivos? Entre otros motivos, porque su mente no puede reposar en nada, en ninguna actividad: porque no pueden completar y finalizar ninguna tarea. Todo esfuerzo se torna amargo, toda dificultad, insuperable. En consecuencia, deben buscar otra cosa que los entretenga, que los distraiga, que los des-aburra. Cuando no se es capaz de estar concentrado en una actividad mental más o menos exigente durante un tiempo sustancial, surgen problemas de adaptación más o menos severos. El cambio continuo (pasar de una actividad a otra sin finalizar ninguna) es realmente agotador e irritante. El sujeto se siente como una veleta gobernada por vientos incontrolables. No es posible el sosiego.

El estudio firme y serio es una de las actividades mentales que mejor forjan el carácter y la voluntad de la persona. Seguramente, uno de los mejores programas de “inteligencia emocional” que tenemos a nuestro alcance es, sencillamente, el estudio. Estudiar fortalece la capacidad de atender, la concentración, y ello permite el establecimiento de proyectos a largo plazo.

Pero el mundo de los móviles, las redes sociales, los vídeos y las imágenes abole toda posibilidad de formar personas serenas. Las víctimas de la era digital son individuos instalados en la levedad y la insignificancia. Su incapacidad para concentrarse en actividades mentales rigurosas los deja expuestos a la tiranía de los impulsos y los instintos. Y esto puede traer consecuencias sociales de dimensiones dramáticas.  La civilización es fruto del carácter y la paciencia. Sin paciencia no hay inteligencia creativa que valga, pues el pensamiento riguroso exige siempre esfuerzo y auto control. La civilización es creación. Muchos de nuestros jóvenes quedarán privados de la capacidad de crear. Uno de los rasgos comunes de la mayoría de los delincuentes juveniles (o adultos) es su dificultad para concentrarse en algo con que evitar caer en la tentación. Los niños pequeños que saben concentrarse en actividades mentales que les distrae de la tentación de comerse la golosina que tienen a mano, tendrán un mejor futuro que aquéllos incapaces de concentrarse. Los niños continentes serán adultos con mejores vidas: relaciones y trabajos estables, mejor salud, ausencia de vicios o adicciones, etc. Los niños incontinentes serán adultos con más problemas de salud, de adicciones, con peores trabajos, etc. Y también, ojo, adultos más inclinados al delito, inclinados a la destrucción de bienes creados por las personas continentes.

El aburrimiento pasajero carece de importancia. Todos nos aburrimos ocasionalmente. Pero el aburrimiento más o menos permanente puede ser devastador y terrible. Las personas que pierden interés por la vida son personas en un lamentable estado de aburrimiento: nada les interesa, nada les atrae la atención. El aburrimiento patológico, el desinterés y la apatía son rasgos propios de la ansiedad y la depresión. Dicen los psiquiatras y los psicólogos (también sociólogos como Guilles Lipovetsky) que vivimos en la era de la depresión. ¿Pero por qué? ¿Cómo es posible que cuantas más distracciones y estímulos tengamos a nuestro alcance más cunda la depresión? La respuesta es complicada, pero es casi seguro que el aburrimiento tiene mucho que ver en ello. Los chicos que viven en un laissez faire permanente en sus casas y en las aulas, tienen todas las papeletas de convertirse en aburridos patológicos; es decir, en depresivos. Cuando no soy capaz de comprometerme en una actividad mental exigente, cuando me es imposible concentrarme en actividades como la lectura, la escritura, el cálculo, el dibujo, tocar un instrumento, etc., mi espíritu buscará asidero en el espectáculo exterior, y siempre un espectáculo fácil de seguir: un vídeo tonto, un chiste, un chascarrillo, un cotilleo, una travesura… un delito. El caso es sacudirse como sea la nada de la mente, el aburrimiento, esa especie de muerte en vida. Si el espectáculo interior no es posible, si no es posible prender el ser a las creaciones propias de la mente, la solución es el espectáculo adrenalínico, el fogonazo de la trasgresión, el “subidón” narcotizante.

Cuanto más crece el mundo del espectáculo exterior, cuantas más distracciones superficiales tenemos a mano, más nos acecha la depresión; pues lo que nos mantiene en la vida con alguna firmeza son nuestras propias obras intelectuales o morales, por ser ellas quienes nos justifican y conceden algún valor, y no los parques de atracción externos, por muy variopintos que sean. La era de la depresión es la misma que la del vacío, que la de la nada. La posmodernidad es ya un fastuoso monumento a la nada. Lo podemos comprobar por doquier. El mundo del arte ya ha alcanzado el bostezo perpetuo: ha alcanzado la nada, la nada más desoladora, triste y aburrida posible. Miles de quisicosas y baratijas con precios millonarios infaman las paredes de las galerías de arte. La televisión basura también está en las postrimerías gaseosas (que diría nuestro amigo Alberto) de la nada. El mundo de la música popular, ídem. La educación pedagogista nació siendo nada y lleva camino de ser menos que nada. El pensamiento político adolece de los mismo males y no es más que un espantajo de discursos vacíos y desmembrados… 
¿Hay solución? Por supuesto. La solución para nuestros niños es relativamente sencilla en la teoría: formarlos con los libros de siempre, lapiceros y libretas; requisarles todas las prótesis digitales que malogran el desarrollo de su fuerza de voluntad; obligarles a estudiar, imponerles límites firmes, leer delante de ellos, tirar el ordenador por la ventana, defenestrar la televisión, martillear el Smartphone delante de sus narices, recuperar la autoridad paterna y docente, no celebrar sus cumpleaños hasta que no se ganen la vida por su cuenta, reírse de su fatua pero recuperable existencia, comprarle ropa sin marca (y reponérsela cuando el uso y no la misma fábrica la desgaste), regalar a los niños pobres los miles de juguetes que desprecian, dejarlos sin cenar cuando no cumplan con sus deberes, dejarlos sin almorzar cuando nos falten el respeto, suspenderlos cuando no aprueben (¡!) y unas doscientas cosas por el estilo. ¿Fácil o difícil?


Johan Gottlieb Fichte: "Si todo el propósito de nuestra existencia consistiera en producir un cierto estado terreno de nuestra especie, entonces solo se requeriría un mecanismo infalible que determinase nuestro obrar extemo, y nosotros no necesitaríamos ser otra cosa que engranajes bien acoplados al conjunto de la máquina. La libertad sería en ese caso no solo inútil, sino incluso contraproducente; la buena voluntad, absolutamente superflua. El mundo habría sido dispuesto muy torpemente y avanzaría hacia su meta con derroches y rodeos. ¡Ojalá, poderoso espíritu del mundo, nos quitaras esta libertad que solo con esfuerzos y ajustes puedes acomodar a tus planes y nos obligaras directamente a obrar como conviene a esos planes! Así alcanzarías tu meta por el camino más corto, tal como puede confirmártelo el habitante más modesto de tus mundos. ¡Pero yo soy libre! Y por eso una conexión de causas y efectos, donde la libertad es absolutamente superflua e inútil, no puede colmar mi destino. Yo he de ser libre; pues no en el acto mecánico, sino solo en la libre determinación de la libertad con arreglo al mandamiento —y rigurosamente a ningún otro fin, según nos dice la voz interior de la conciencia— consiste nuestro valor verdadero. El vínculo por el que la ley me obliga es un vínculo para espíritus vivos: desdeña dominar un mecanismo muerto y se dirige únicamente a lo vivo y autoactivo. Es él quien reclama obediencia; esa obediencia no puede ser superflua" («El destino del hombre»; Salamanca: Sígueme, 2011 [1800], páginas 158-159).
Robert Nozick: "Desde luego deseamos que la gente tenga muchos momentos y días de felicidad. (¿El día es la unidad adecuada de felicidad?) Pero no está claro que queramos esos momentos constantemente o queramos que nuestra vida consista toalmente en ellos. También queremos experimentar otros sentimientos, sentimientos con aspectos valiosos que la felicidad no posee con el mismo vigor. Y aun los sentimientos de felicidad pueden querer consagrarse a otras actividades, como ayudar a los demás o una tarea artística, que entonces involucran el predomino de otros sentimientos. Queremos experiencias adecuadas de profunda conexión con los demás, de profunda comprensión de los fenómnenos naturales, de amor, de honda conmoción ante la música o la tragedia, de tareas nuevas e innovadoras, experiencias muy diferentes de la rosada euforia de los momentos felices" («Meditaciones sobre la vida»; Barcelona: Gedisa, 2013 [1989]; página 93).
Jürgen Habermas: "Entiendo el comportamiento moral como una respuesta constructiva a las dependencias y necesidades derivadas de la imperfecta dotación orgánica y la permanente fragilidad de la existencia humana (especialmente clara en los períodos de infancia, enfermedad y vejez). La regulación normativa de las relaciones interpersonales puede entenderse como una envoltura protectora porosa contra las contingencias a las que se ven expuestos el cuerpo ('Leib') vulnerable y la persona en él encarnada. Los ordenamientos morales son construcciones quebradizas que, 'ambas cosas en una', protegen a la 'physys' contra lesiones corporales y a la 'persona' contra lesiones interiores o simbólicas. Pues la subjetividad, que es lo que convierte el cuerpo ('Leib') humano en un recipiente animado del espíritu, se sustenta sobre las relaciones intersubjetivas con los demás. El sí mismo individual sólo se forja por la vía social del extrañamiento e, igualmente, sólo puede 'estabilizarse' en el entramado de unas relaciones de reconocimiento intactas" («El futuro de la naturaleza humana. ¿Hacia una eugenesia liberal?»; Barcelona: Paidós, 2002 [2001], página 51).
Otfried Höffe: "La moral verdadera e inalterable no se pone al servicio ajeno. Como un criterio que en caso de conflicto se sobrepone a los demás criterios, no se deja ni comprar ni chantajear ni seducir, ya sea por otras personas o por otros impulsos de sí mismo. La moral genuina tampoco desea prometer nada, ni siquiera la felicidad, excepto aquella que reside ya en la moral: la autoestima plena por la cual se puede contar con el respeto de aquellos que importan, porque ellos mismos piensan de forma moral" («El proyecto político de la modernidad»; Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2008, página 124).

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