Cuyo título completo en el original en latín es: Meditationes de prima philosophia, in qua Dei existentia et animæ immortalitas demonstrantur (Meditaciones metafísicas en las que se demuestran la existencia de Dios y la inmortalidad del alma).
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Publicadas en 1641 |
Consideraré
ahora con mayor circunspección si no podré hallar en mí otros
conocimientos de los que aún no me haya apercibido. Sé con certeza
que soy una cosa que piensa; pero ¿no sé también lo que se
requiere para estar cierto de algo? En ese mi primer conocimiento, no
hay nada más que una percepción clara y distinta de lo que conozco,
la cual no bastaría a asegurarme de su verdad si fuese posible que
una cosa concebida tan clara y distintamente resultase falsa. Y por
ello me parece poder establecer desde ahora, como regla general, que
son verdaderas todas las cosas que concebimos muy clara y
distintamente. Sin embargo, he admitido antes de ahora, como cosas
muy ciertas y manifiestas, muchas que más tarde he reconocido ser
dudosas e inciertas. ¿Cuáles eran? La tierra, el cielo, los astros
y todas las demás cosas que percibía por medio de los sentidos.
Ahora bien: ¿qué es lo que concebía en ellas como claro y
distinto? Nada más, en verdad, sino que las ideas o pensamientos de
esas cosas se presentaban a mi espíritu. Y aun ahora no niego que
esas ideas estén en mí. Pero había, además, otra cosa que yo
afirmaba, y que pensaba percibir muy claramente por la costumbre que
tenía de creerla, aunque verdaderamente no la percibiera, a saber:
que había fuera de mí ciertas cosas de las que procedían esas
ideas, y a las que éstas se asemejaban por completo. Y en eso me
engañaba; o al menos si es que mi juicio era verdadero, no lo era en
virtud de un conocimiento que yo tuviera.
Pero
cuando consideraba algo muy sencillo y fácil, tocante a la
aritmética y la geometría, como, por ejemplo, que dos más tres son
cinco o cosas semejantes, ¿no las concebía con claridad suficiente
para asegurar que eran verdaderas? Y si más tarde he pensado que
cosas tales podían ponerse en duda, no ha sido por otra razón sino
por ocurrírseme que acaso Dios hubiera podido darme una naturaleza
tal, que yo me engañase hasta en las cosas que me parecen más
manifiestas. Pues bien, siempre que se presenta a mi pensamiento esa
opinión, anteriormente concebida, acerca de la suprema potencia de
Dios, me veo forzado a reconocer que le es muy fácil, si quiere,
obrar de manera que yo me engañe aun en las cosas que creo conocer
con grandísima evidencia; y, por el contrario, siempre que reparo en
las cosas que creo concebir muy claramente, me persuaden hasta el
punto de que prorrumpo en palabras como éstas: engáñeme quien
pueda, que lo que nunca podrá será hacer que yo no sea nada,
mientras yo esté pensando que soy algo, ni que alguna vez sea cierto
que yo no haya sido nunca, siendo verdad que ahora soy, ni que dos
más tres sean algo distinto de cinco, ni otras cosas semejantes, que
veo claramente no poder ser de otro modo, que como las concibo.
Ciertamente,
supuesto que no tengo razón alguna para creer que haya algún Dios
engañador, y que no he considerado aún ninguna de las que prueban
que hay un Dios, los motivos de duda que sólo dependen de dicha
opinión son muy ligeros y, por así decirlo, metafísicos. Mas a fin
de poder suprimirlos del todo, debo examinar si hay Dios, en cuanto
se me presente la ocasión, y, si resulta haberlo, debo también
examinar si puede ser engañador; pues, sin conocer esas dos
verdades, no veo cómo voy a poder alcanzar certeza de cosa alguna.
Y
para tener ocasión de averiguar todo eso sin alterar el orden de
meditación que me he propuesto, que es pasar por grados de las
nociones que encuentre primero en mi espíritu a las que pueda hallar
después, tengo que dividir aquí todos mis pensamientos en ciertos
géneros, y considerar en cuáles de estos géneros hay, propiamente,
verdad o error.
Pues
bien, por lo que toca a las ideas, si se las considera sólo en sí
mismas, sin relación a ninguna otra cosa, no pueden ser llamadas con
propiedad falsas; pues imagine yo una cabra o una quimera, tan verdad
es que imagino la una como la otra.
No
es tampoco de temer que pueda hallarse falsedad en las afecciones o
voluntades; pues aunque yo pueda desear cosas malas, o que nunca
hayan existido, no es menos cierto por ello que yo las deseo.
Por
tanto, sólo en los juicios debo tener mucho cuidado de no errar.
Ahora bien, el principal y más frecuente error que puede encontrarse
en ellos consiste en juzgar que las ideas que están en mí son
semejantes o conformes a cosas que están fuera de mí, pues si
considerase las ideas sólo como ciertos modos de mi pensamiento, sin
pretender referirlas a alguna cosa exterior, apenas podrían darme
ocasión de errar.
Pues
bien, de esas ideas, unas me parecen nacidas conmigo, otras extrañas
y venidas de fuera, y otras hechas e inventadas por mí mismo. Pero
también podría persuadirme de que todas las ideas son del género
de las que llamo extrañas y venidas de fuera, o de que han nacido
todas conmigo, o de que todas han sido hechas por mí, pues aún no
he descubierto su verdadero origen. Y lo que principalmente debo
hacer, en este lugar, es considerar, respecto de aquellas que me
parecen proceder de ciertos objetos que están fuera de mí, qué
razones me fuerzan a creerlas semejantes a esos objetos. Hasta el
momento, no ha sido un juicio cierto y bien pensado, sino sólo un
ciego y temerario impulso, lo que me ha hecho creer que existían
cosas fuera de mí, diferentes de mí, y que, por medio de los
órganos de mis sentidos, o por algún otro, me enviaban sus ideas o
imágenes, e imprimían en mí sus semejanzas.
Mas
se me ofrece aún otra vía para averiguar si, entre las cosas cuyas
ideas tengo en mí, hay algunas que existen fuera de mí. Es a saber:
si tales ideas se toman sólo en cuanto que son ciertas maneras de
pensar no reconozco entre ellas diferencias o desigualdad alguna, y
todas parecen proceder de mí de un mismo modo; pero, al
considerarlas como imágenes que representan unas una cosa y otras
otra, entonces es evidente que son muy distintas unas de otras. Las
que me representan substancias son sin duda algo más, y contienen
(por así decirlo) más realidad objetiva, es decir, participan, por
representación, de más grados de ser o perfección que aquellas que
me representan sólo modos o accidentes. Y más aún: la idea por la
que concibo un Dios supremo, eterno, infinito, inmutable,
omnisciente, omnipotente y creador universal de todas las cosas que
están fuera de él, esa idea —digo— ciertamente tiene en sí más
realidad objetiva que las que me representan substancias finitas.
Ahora
bien, es cosa manifiesta, en virtud de la luz natural, que debe haber
por lo menos tanta realidad en la causa eficiente y total como en su
efecto: pues ¿de dónde puede sacar el efecto su realidad, si no es
de la causa? ¿Y cómo podría esa causa comunicársela, si no la
tuviera ella misma? Y de ahí se sigue, no sólo que la nada no
podría producir cosa alguna, sino que lo más perfecto, es decir, lo
que contiene más realidad, no puede provenir de lo menos perfecto.
De manera que la luz natural me hace saber con certeza que las ideas
son en mí como cuadros o imágenes, que pueden con facilidad ser
copias defectuosas de las cosas, pero que en ningún caso pueden
contener nada mayor o más perfecto que éstas. Y cuanto más larga y
atentamente examino todo lo anterior, tanto más clara y
distintamente conozco que es verdad. Mas, a la postre, ¿qué
conclusión obtendré de todo ello? Ésta, a saber: que, si la
realidad objetiva de alguna de mis ideas es tal que yo pueda saber
con claridad que esa realidad no está en mí formal ni eminentemente
(y, por consiguiente, que yo no puedo ser causa de tal idea), se
sigue entonces necesariamente de ello que no estoy solo en el mundo,
y que existe otra cosa, que es causa de esa idea; si, por el
contrario, no hallo en mí una idea así, entonces careceré de
argumentos que puedan darme certeza de la existencia de algo que no
sea yo, pues los he examinado todos con suma diligencia, y hasta
ahora no he
podido encontrar ningún otro.
Así
pues, sólo queda la idea de Dios, en la que debe considerarse si hay
algo que no pueda proceder de mí mismo. Por “Dios” entiendo una
substancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente,
omnipotente, que me ha creado a mí mismo y a todas las demás cosas
que existen (si es que existe alguna). Pues bien, eso que entiendo
por Dios es tan grande y eminente, que cuanto más atentamente lo
considero menos convencido estoy de que una idea así pueda proceder
sólo de mí. Y, por consiguiente, hay que concluir necesariamente,
según lo antedicho, que Dios existe. Pues, aunque yo tenga la idea
de substancia en virtud de ser yo una substancia, no podría tener la
idea de una substancia infinita, siendo yo finito, si no la hubiera
puesto en mí una substancia que verdaderamente
fuese
infinita.
Veo
manifiestamente que hay más realidad en la substancia infinita que
en la finita y, por ende, que, en cierto modo, tengo antes en mí la
noción de lo infinito que la de lo finito: antes la de Dios que la
de mí mismo. Pues ¿cómo podría yo saber que dudo y que deseo, es
decir, que algo me falta y que no soy perfecto, si no hubiese en mí
la idea de un ser más perfecto, por comparación con el cual
advierto la imperfección de mi naturaleza?
Aunque
mi conocimiento aumentase más y más, con todo no dejo de conocer
que nunca podría ser infinito en acto, pues jamás llegará a tan
alto grado que no sea capaz de incremento alguno. En cambio, a Dios
lo concibo infinito en acto, y en tal grado que nada puede añadirse
a su perfección.
Si
yo fuese independiente de cualquier otro, si yo mismo fuese el autor
de mi ser, entonces no dudaría de nada, nada desearía, y ninguna
perfección me faltaría, pues me habría dado a mí mismo todas
aquellas de las que tengo alguna idea: y así, yo sería Dios. Y si
me hubiera dado a mí mismo lo más difícil, es decir, mi
existencia, no me hubiera privado de lo más fácil, a saber: de
muchos conocimientos de que mi naturaleza no se halla provista; no me
habría privado, en fin, de nada de lo que está contenido en la idea
que tengo de Dios.
El
tiempo todo de mi vida puede dividirse en innumerables partes, sin
que ninguna de ellas dependa en modo alguno de las demás; y así, de
haber yo existido un poco antes no se sigue que deba existir ahora, a
no ser que en este mismo momento alguna causa me produzca y —por
decirlo así— me cree de nuevo, es decir, me conserve. En efecto, a
todo el que considere atentamente la naturaleza del tiempo, resulta
clarísimo que una substancia, para conservarse en todos los momentos
de su duración, precisa de la misma fuerza y actividad que sería
necesaria para producirla y crearla en el caso de que no existiese.
Así pues, sólo hace falta aquí que me consulte a mí mismo, para
saber si poseo algún poder en cuya virtud yo, que existo ahora,
exista también dentro de un instante; ya que, no siendo yo más que
una cosa que piensa (o, al menos, no tratándose aquí, hasta ahora,
más que de esta
parte de mí mismo), si un tal poder residiera en mí, yo debería
por lo menos pensarlo y ser consciente de él; pues bien, no es así,
y de este modo sé con evidencia que dependo de algún
ser diferente de mí.
Por
tanto, no puede haber dificultades en este punto, sino que debe
concluirse necesariamente, del solo hecho de que existo y de que hay
en mí la idea de un ser sumamente perfecto (esto es, de Dios), que
la existencia de Dios está demostrada con toda evidencia.
Sólo
me queda por examinar de qué modo he adquirido esa idea. Pues no la
he recibido de los sentidos, y nunca se me ha presentado
inesperadamente, como las ideas de las cosas sensibles, cuando tales
cosas se presentan, o parecen hacerlo, a los órganos externos de mis
sentidos. Tampoco es puro efecto o ficción de mi espíritu, pues no
está en mi poder aumentarla o disminuirla en cosa alguna. Y, por
consiguiente, no queda sino decir que, al igual que la idea de mí
mismo, ha nacido conmigo a partir del momento mismo en que yo he sido
creado. Y nada tiene de extraño que Dios, al crearme, haya puesto en
mí esa idea para que sea como el sello del artífice, impreso en su
obra; y tampoco es necesario que ese sello sea algo distinto que la
obra misma. Sino que, por sólo haberme creado, es de creer que Dios
me ha producido, en cierto modo, a su imagen y semejanza, y que yo
concibo esta semejanza (en la cual se halla contenida la idea de
Dios) mediante la misma facultad por la que me percibo a mí mismo;
es decir, que cuando reflexiono sobre mí mismo, no sólo conozco que
soy una cosa imperfecta, incompleta y dependiente de otro, que tiende
y aspira sin cesar a algo mejor y mayor de lo que soy, sino que
también conozco, al mismo tiempo, que aquel de quien dependo posee
todas esas cosas grandes a las que aspiro, y cuyas ideas encuentro en
mí; y las posee no de manera indefinida y sólo en potencia, sino de
un modo efectivo, actual e infinito, y por eso es Dios.
Dios,
digo, cuya idea está en mí, es decir, que posee todas esas altas
perfecciones, de las que nuestro espíritu puede alcanzar alguna
noción, aunque no las comprenda por entero, y que no tiene ningún
defecto ni nada que sea señal de imperfección. Por lo que es
evidente que no puede ser engañador, puesto que la luz natural nos
enseña que el engaño depende de algún defecto.
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