lunes, 26 de noviembre de 2018

San Agustín: la ética. (Medieval).


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Michael Pacher (1435-1498). El diablo le presenta a San Agustín el libro de los vicios.

1. El problema del mal.


1.1. El maniqueísmo: el mal como ser.
1.2. Plotino: el mal como no-ser.
1.3. El mal como dilectio deficiente.

1.4. Tipos de mal:
a) El mal metafísico-ontológico.
b) El mal moral o cupiditas: el pecado.
c) El mal físico.


2. El problema de la libertad.


2.1. El intelectuarismo griego y el voluntarismo agustiniano.
2.2. El pecado original.
2.3. La gracia: restauración de la dilectio.

2.4. Libre arbitrio y libertad.
2.5. Controversias sobre la gracia.

a) Negación de la libertad humana.
b) El pelagianismo.
c) La respuesta agustiana: la predestinación.
 

3. El orden del amor.

3.1. Uti y frui.
3.2. El orden del amor como filosofía de la historia.

 


1. El problema del mal.

El problema de la creación está vinculado con el gran problema del mal: si todo proviene de Dios, origen de todo bien, ¿de dónde procede el mal?

Disputa entre san Agustín y Fausto el maniqueo.

1.1. El maniqueísmo: el mal como ser. 


En su juventud san Agustín se adhirió a las tesis maniqueas. Los maniqueos eran dualistas: creían que había una eterna lucha entre dos principios opuestos e irreductibles, el Bien y el Mal, que eran asociados a la Luz y las Tinieblas. Consideraban que el espíritu del hombre es de Dios pero el cuerpo del hombre es del demonio. En el hombre, el espíritu o luz se encuentra cautivo por causa de la materia corporal; por lo tanto, creen que es necesario practicar un estricto ascetismo para iniciar el proceso de liberación de la Luz atrapada. Desprecian por eso la materia, incluso el cuerpo. Los maniqueos son cristianos que siguen el dualismo antropológico negativo de Platón.


En la práctica, el maniqueísmo exime de cualquier responsabilidad sobre el mal al Dios cristiano, a quien identifica con la Luz. El responsable sería el otro "dios", el Mal. Y niega también la responsabilidad humana por los males cometidos porque cree que no son producto de la libre voluntad, sino del dominio del mal sobre nuestra vida. 


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1.2. Plotino: el mal como no-ser.

Resultado de imagen de san agustín el pecado originalMás tarde, la lectura de Plotino le ofreció a san Agustín la posibilidad de explicarse el mal sin atribuirle, como hacían los maniqueos, una realidad sustancial al principio del mal. Para Plotino el mal es puro no ser, no tiene, por lo tanto, carácter positivo (no es algo), sino que es ausencia de bien. El mal no es un ser, sino una carencia, una privación de ser, un bien que debería estar y no está; un vacío, una oquedad: "Y el mal, cuyo origen buscaba, no es una sustancia, porque si lo fuese, sería un bien. Y sería una substancia incorruptible, y por tanto sin ninguna duda un gran bien, o sería una substancia corruptible, y por tanto un bien que no podría estar sujeto a la corrupción. Por esto, vi con claridad que Tú habías hecho buenas todas las cosas".

Ver las imágenes de origen
Albert Gÿorgy. El vacío del alma. Ginebra (Suiza).
Una vez convertido san Agustín al cristianismo, la concepción plotiniana del mal, como no-ser, le permite explicar cómo siendo Dios bueno y autor de todo bien, existe, sin embargo, el mal. El mal no sería creado por Dios, puesto que no es nada sustancial (nada real, con una naturaleza positiva). El mal es ausencia de bien: un bien que debería estar pero no está.

De este modo, san Agustín puede salvar el monoteísmo y absolver al mismo tiempo a Dios de cualquier responsabilidad sobre el mal. Y devolverle al ser humano una de las facultades más importantes con las que Dios le ha creado: la libertad.

1.3. El mal como dilectio deficiente.

Sin embargo, a diferencia del neoplatonismo, Agustín no identifica el mal con lo sensible, con la materia (dado que esta también fue creada por Dios), sino que el mal es un amor desordenado, una dilectio deficiente, una capacidad de amar debilitada por el pecado original que nos lleva a dar la espalda a Dios y a gozar de esas decisiones desordenadas. Un amor imprudente.


 1.4. Tipos de mal. 

En los tres tipos de mal late el drama del paraíso perdido. En el mito del Génesis, el pecado original, que daña el orden del amor de la voluntad, afecta al cuerpo, que se convierte en cuerpo finito y frágil que, desde entonces, queda expuesto a la naturaleza como una amenaza y al pecado como mal moral.


Si en la filosofía griega es central el proceso contra Sócrates y en la filosofía moderna el juicio cartesiano contra el yo, en la filosofía medieval se trata de esculpar a Dios de cualquier responsabilidad sobre el mal. Agustín profundiza en la cuestión. Distingue entre:

 a) El mal metafísico-ontológico: terremotos, inundaciones, tormentas, erupciones volcánicas.

En el cosmos no existe el mal, sino que existen solamente grados inferiores de ser en comparación con Dios, dependientes de la finitud de las cosas creadas y del diferente grado de esta finitud. No obstante, aquello que ante una consideración superficial parece un defecto (y podría por tanto parecer un mal), en realidad desaparece desde la perspectiva del universo visto en su conjunto. Los grados inferiores del ser y las cosas finitas -incluso aquellas de orden ínfimo- constituyen momentos articulados en un gran conjunto armónico. Por ejemplo, cuando juzgamos que es un mal la existencia de determinados animales nocivos, en realidad estamos empleando la medida propia de nuestra utilidad y de nuestro provecho contingente y, en consecuencia, apelamos a una perspectiva errónea. Desde una visión de conjunto, cada cosa, incluso la aparentemente más insignificante, posee su propio sentido y su propia razón de ser y, por lo tanto, constituye algo positivo.


b) El mal moral o "cupiditas": el pecado.



Es fruto de una "mala voluntad", de una perversión del querer, consistente en anteponer lo sensible a Dios (es decir, en anteponer los grados inferiores de ser a los grados superiores). Por lo tanto, la mala voluntad no tiene una causa eficiente sino, más bien, una causa deficiente. Por su propia naturaleza, la voluntad habría de tender hacia el sumo Bien. Sin embargo, puesto que existen numerosos bienes creados y finitos, la voluntad puede tender hacia éstos e, invirtiendo el orden jerárquico, puede preferir una criatura en lugar de Dios, prefiriendo los bienes inferiores a los superiores. Si esto es así, el mal procede del hecho de que no hay un único Bien, sino que hay muchos bienes, y consiste precisamente en una elección incorrecta entre éstos. El mal moral, en consecuencia, es una "aversio a Deo" y una "conversio ad creaturam". El haber recibido de Dios una voluntad libre ha sido un gran bien. El mal constituye un uso equivocado de este gran bien, que tiene lugar de la forma que hemos descrito. En definitiva, el mal, que es pura privación, reside en la anteposición de lo sensible a Dios, fruto de una mala voluntad.

El hombre bueno es aquel que ama, aquel que ama lo que debe amar. Este amor es la caridad que consiste en amar a Dios y a los hombres en función de Dios. Es decir, consiste en la voluntad que lleva a dispensar el amor según la jerarquía del ser. La caridad como virtud es una disposición de la voluntad inversa a la que lleva al pecado (que consiste en dispensar nuestro amor en primer lugar a lo sensible; el amor a lo sensible es lo que denomina Agustín "cupiditas": concupiscencia -que recuerda al caballo negro de Platón que el auriga es incapaz de controlar porque sus pasiones son irracionales). 
 
c) El mal físico.

Es decir, los padecimientos, las enfermedades, los dolores anímicos, la muerte, que son una consecuencia del mal moral (el mal físico aparece con el pecado original):
 

"La corrupción del cuerpo que pesa sobre el alma no es la causa, sino el castigo del primer pecado: la carne corruptible no es la que ha vuelto pecadora al alma, sino el alma pecadora la que ha hecho corruptible al cuerpo".

2. El problema de la libertad.


Con Agustín la voluntad se impone a la reflexión filosófica, invirtiendo la antropología griega y superando de manera definitiva el antiguo intelectualismo moral. A partir de Sócrates, los filósofos griegos habían dicho que el hombre bueno es aquel que sabe y conoce, y que el bien y la virtud consisten en la ciencia. La virtud aparecía siempre vinculada de una u otra forma al conocimiento (razón práctica). Platón privilegia una determinada concepción del amor, el eros, que por su belleza arrastra hacia la verdad y la justicia. Ahora, con Agustín, la virtud aparece vinculada a la voluntad, pues por virtud entiende la disposición de la voluntad que lleva al amor entendido como caridad.

2.1. El intelectualismo griego y el voluntarismo agustiniano.

San Agustín intente comprender el mensaje bíblico con un marcado sentido voluntarista. Su formación intelectual se llevó a cabo por completo en el seno de la cultura latina de la que sería
maestro de retórica en la prestigiosa cátedra de Milán. Si tenemos en cuenta, por un lado, que una de las características que distingue a la cultura latina de la cultura griega es que la latina da mucha más importancia a la "voluntas" que a la razón y, por otro lado, que san Agustín confiesa su búsqueda de la verdad como un atormetado proceso interior en el que su voluntad se opone a la voluntad de Dios, entenderemos que sea el primer escritor que nos presente los conflictos de la voluntad haciendo uso de una terminología precisa. 


"Era yo quien quería, era yo quien no quería: era yo precisamente el que ni quería del todo, ni rehusaba del todo. Por esto, luchaba conmigo mismo y me atormentaba a mí mismo."


Para Aristóteles la libertad es un asunto más de la razón que de la libertad. En efecto, aunque es cierto que la justicia es la virtud de la facultad de la voluntad que le permite acertar habitualmente con el término medio según nosotros, es la razón práctica y, no propiamente la voluntad, a quien le concierne acostumbrar a la libertad a elegir bien. Esa íntima relación entre la voluntad justa y la razón recuerda al intelectualismo socrático, según el cual resulta imposible conocer el bien y hacer el mal.


En cambio, Agustín pone de manifiesto el drama de la desconexión entre la razón y la voluntad. Yo quiero una cosa pero la voluntad no hace lo que quiero. Mi libertad no colabora con mi querer. No es una verdadera libertad sino un impedimento para que pueda hacer lo que realmente quiero.

En efecto, la razón puede conocer el bien y la voluntad puede rechazarlo, porque ésta, aunque se halle vinculada al a razón, posee autonomía con respecto a ésta. La razón conoce, la voluntad elige y puede elegir incluso lo irracional, aquello que no se muestra conforme a la recta razón. Así se explica la posibilidad de la "aversio a Deo" y de la "conversio ad creaturam". Como decía san Pablo: "no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero.


2.2. El pecado original.

Esta desconexión entre razón práctica y voluntad es consecuencia del pecado original. En el mito del Génesis, los primeros padres habían sido creados con una voluntad dócil a los dictados de la razón. Sin embargo, al dar la espalda a Dios en esa condición tan favorable para no hacerlo, la soberbia de Adán desvía la voluntad del amor ordenado hasta tal punto que esa naturaleza caída se hace extensible a todos los hombres (traducianismo):


"Los dos primeros seres humanos comenzaron a ser malos en su interior, antes de caer en la abierta rebelión. No se puede llegar a cometer una mala obra, si antes no existe la mala voluntad. ¿Y qué pudo ser el comienzo de la mala voluntad, si no fue la soberbia?... ¿Y qué es la soberbia, si no un deseo desordenado de una perversa excelencia? Y se tiene una grandeza perversa cuando el ánimo después de abandonar aquel Principio al que siempre debería aferrarse, se cree y se convierte, por así decirlo, en principio de sí mismo. Esto sucede cuando uno quiere satisfacerse en exceso a sí mismo. Y el primer hombre se satisfizo a sí mismo cuando se apartó de aquel Bien inmutable que habría debido complacerle más que si mismo. Sin embargo, tal apartamiento era voluntario, porque si su voluntad hubiese permanecido firme en el amor del Bien supremo e inmutable que le iluminaba para contemplar y le encendía para amar, no se habría alejado de Él para complacerse a si mismo".

2.3. La gracia: restauración de la dilectio.


Resultado de imagen de Dilige et quod vis facNo podemos decir que seamos libres si queremos una cosa pero nuestra voluntad hace otra. Esa libertad, a la que Agustín llama libre arbitrio, no es de verdad "libertad" porque no hace lo que queremos. ¿Acaso puede decir alguien que es libre cuando no puede hacer lo que quiere? El drama interior es que soy yo mismo el sujeto que quiere el bien y el sujeto que decide no hacerlo. Esa escisión entre querer y hacer muestra el vacío que nos habita, el bien que debería estar y no está, y que sólo puede ser restaurado con la gracia de Dios que se relaciona directamente, por medio del Espíritu Santo, con la voluntad humana.

Por lo tanto, el arbitrio de la voluntad se muestra verdaderamente libre, y en un sentido pleno cuando no hace el mal. Y así le fue otorgado originariamente al ser humano. Después del pecado original, la voluntad se debilitó y se vio necesitada de la gracia divina. Por consiguiente, el hombre no puede ser autárquico en su vida moral: tiene necesidad de esa ayuda divina. Ha de recordar en contacto con el Padre (reminiscencia), que ha sido creado para amar y ser amado; que sólo entiende que es el amor si es iluminado por el ejemplo de Cristo; y que su voluntad será capaz de querer libremente actuar movida por ese amor cuando la presencia del Espíritu Santo la seduzca en la dirección del amor ordenado:

"Cuando el hombre intenta vivir rectamente apelando exclusivamente a sus propias fuerzas, sin la ayuda de la gracia divina liberadora, resulta vencido por el pecado; el hombre, sin embargo, en su libre voluntad, tiene el poder de creer en su liberador y de acoger la gracia."

2.4. Libre arbitrio y libertad.


Para hacer el bien, por lo tanto, no basta, como pensaba Sócrates, con conocer el bien, porque la razón puede conocer qué es el bien y, sin embargo, la voluntad puede negarse a realizarlo. Sin la gracia, el libre arbitrio (después del pecado original), no querría el bien o, si lo quisiese, no podría llevarlo a cabo. La gracia, pues, no tiene el efecto de suprimir la voluntad, sino de convertirla en buena, de mala que había llegado a ser. La libertad consiste, precisamente, en este poder de usar bien el libre arbitrio. La posibilidad de hacer el mal es inseparable del libre arbitrio, pero poder no hacerlo es la contraseña de la libertad, y hallarse confirmado en la gracia hasta el punto de ya no poder hacer el mal, es el grado supremo de la libertad. El hombre que se encuentra dominado más plenamente por la gracia de Cristo es, pues, el más libre: "libertas vera est Christo servire". Por lo tanto, hay que distinguir entre libre arbitrio y libertad.

 2.5. Controversias sobre la gracia.


San Agustín tuvo que presentarse a propuestas que negaban la necesidad de la gracia. Desde orígenes que consideraba que ya estamos de antemano destinados a salvarnos o a condenarnos y que por lo tanto la gracia carece de utilidad, hasta Pelagio quien negaba que el pecado original hubiera dañad la dilectio y por lo tanto no era necesaria la gracia para restaurar la voluntad.
 
a) Negación de la libertad humana.
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Orígenes. Egipto. 185 -254.
 El problema que se debatía era el siguiente: si el pecado original se transmite a todos los hombres de modo inexorable, y si la gracia es un don que Dios decide de antemano a quienes se lo dará y a quienes no, parece que la conclusión lógica es que los hombres no son libres de salvarse o condenarse (hagan lo que hagan no tiene importancia porque el pecado y la salvación no dependen para nada de ellos). Esta fue la conclusión a la que llegó Orígenes. 

Como podemos ver, si los maniqueos negaban la libertad humana porque cuando actuamos mal en realidad es el dios del mal el que domina nuestra voluntad y no nosotros, en este caso, la necesidad de la gracia para hacer el bien y el carácter de don de esta gracia hacen que uno no pueda hacer nada para elegir el bien si Dios no le ha dado el don del Espíritu Santo que restaure su voluntad caída.

b) El pelagianismo.

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Por el contrario, los pelagianos consideraban que el hombre es radicalmente libre, por lo que no puede estar condicionado por el pecado original (que sería cosa exclusiva de Adán) ni por la gracia que Dios conceda de una forma caprichosa. La diletio no está dañada y por lo tanto cualquiera puede hacer el bien si libremente decide imitar a Cristo sin necesidad del auxilio del Espíritu Santo.

c) La solución agustiniana: la predestinación.

Agustín combatió las tesis de los pelagianos pero intentando al mismo tiempo defender frente a Orígenes la libertad humana. Esto le lleva a defender la peculiar doctrina de la predestinación, según la cual Dios sabe desde la eternidad quiénes serán condenados, pero estos continúan siendo libres de salvarse. Agustín lo explica así:
 

"Dios ofrece la posibilidad de salvación a los hombres, pero estos, libremente, la rechazan."
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- Frente a Orígenes está de acuerdo en que la gracia la da Dios a quien quiere y que sin ella la voluntad humana seguiría siendo capaz de hacer el mal (libre arbitrio). Pero la aceptación de la gracia no la vive cada persona como si estuviera poseído por un hechizo. La gracia no obra en nosotros sin nuestra colaboración. Más bien al contrario. Agustín describe con todo detenimiento el drama interior de quien sabiéndose necesitado del amor de Dios se resiste a aceptarlo.

- Frente a los pelagianos, no puede aceptar que el pecado original solo afectara a Adán y Eva, de manera que nuestra voluntad no estaría escindida y podría seguir a Cristo siempre que quisiera. La prueba de nuestra naturaleza caída está precisamente en la escisión de la voluntad que no hace el bien que quiere sino el mal que no quiere. De ahí la necesidad de la gracia de Dios para obrar el bien.


3. El amor ordenado.

3.1. Uti y frui.
 

Agustín proporciona un criterio preciso para el amor, a través de la distinción entre el "uti" y el "frui". Los bienes finitos son usados como medios y no se transforman en objeto de fruición y de gozo, como si fuesen fines. La "virtus" es el "ordo amoris", es decir, amarse a sí mismo, a los demás y a las cosas según la dignidad ontológica que es propia de cada uno de estos seres. 

Esta distinción entre uti y frui recuerda sin duda a la virtud de la prudencia que para Aristóteles sabe distinguir entre fines y medios. O a la virtud de la moderación que es la costumbe de disfrutar de los placeres pare recuperar la alegría de vivir sin que estos nos esclavicen.
 

Resultado de imagen de Dilige et quod vis fac"Pondus meum, amor meus", mi peso reside en mi amor. El peso de su amor es el que le da consistencia al hombre, y su amor es el que determina su destino terreno y ultraterreno. En este horizonte, se comprende muy bien la exhortación de san Agustín: "dilige, et fac quod vis", ama y haz lo que quieras. "Dilige", es el amor ordenado que nos permite no solo querer el bien sino también hacerlo. Es el amor que supera la desconexión entre razón y voluntad. Que permite que la libertad de la voluntad colabore con nuestro qurer.

3.2.El orden del amor como filosofía de la historia.


Aristóteles presenta en su Política formas de estado que utilizan a la polis para el bien privado y formas políticas que buscan el bien común de la polis. El bien común es la traducción pública de la virtud moral y el bien privado es la expresión social del vicio. San Agustín también traslada a la historia la lucha interior del hombre que no acaba de acoger el amor de Dios: el amor desordenado (bien privado) al que llama Ciudad temporal y el amor ordenado (bien común) al que llama Ciudad de Dios.

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El mal es amor de sí (soberbia) y el bien es el amor de Dios, es decir, el amor al verdadero bien. Esto se aplica al ser humano como al individuo y al que vive en comunidad con los demás. Podemos dividir a los seres humanos, nos dice San Agustín, en dos grupos: los que aman a Dios, se someten a su Palabra y buscan la paz eterna, y los que quieren los bienes materiales y temporales y se prefieren a sí mismos antes que a Él. Aunque estos grupos están mezclados desde el principio de la historia, en cierto modo pertenecen a dos pueblos o ciudades distintas: los primeros al territorio místico de la Ciudad de Dios (Jerusalén), y los segundos a la Ciudad temporal o terrena (Babilonia). San Agustín cree que desde el principio del mundo están enfrentadas, pero con el juicio final se separarán definitivamente.
 

Las dos ciudades tienen un correlativo en el más allá, en el ejército de los ángeles rebeldes y en el de los que permanecieron fieles a Dios. En esta tierra, ambas ciudades surgieron junto con Caín y Abel. Los dos personajes bíblicos asumen el valor de símbolos de las dos ciudades. En este mundo, el ciudadano de la ciudad terrena parece ser el que domina; en cambio, el ciudadano de la ciudad celestial es como un peregrino. No obstante, el primero está destinado a la condenación eterna y el segundo a la salvación eterna.

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