formato de texto enloquecido
el malestar estético que provocaba la Fuente (¿es Arte o no lo es?) se reproduce aquí como malestar político (¿es fascista o es comunista? ¿es revolucionario o es reaccionario?). En semejante estado de ambigüedad (o sea, de malestar), sólo queda la confrontación, el antagonismo puro que se ha vaciado de todo contenido discursivo. Cuando el Estado se convierte en el Partido, es decir, en la casa de los amigos en donde todos somos de los nuestros, quienes se quedan fuera son los ciudadanos, los que no son de otro partido sino de ninguno. Ellos, los inauténticos, son ahora los únicos enemigos.
http://www.infobae.com/cultura/2017/06/19/georges-didi-huberman-el-arte-no-es-un-concurso-de-belleza/
https://www.youtube.com/watch?v=6r9BkuXyXe8
1. La mirada:
a) Propia.
b) Desprovista de intención.
c) Contagiosa
d) Tergiversada.
2. Imágenes icónicas.
3. Economía de materiales.
4. Sentido del humor.
5. No es posible partir de la nada.
6. Regar lo escondido, las posibilidades infinitas que ofrecen los objetos.
7. Fotografías en blanco y negro. Fotografías analógicas.
8. Penumbra cuya visión no nos cansa jamás: luz exterior y apariencia incierta.
9. Haikus, poemas visuales.
Chema Madoz es un poeta. También es un fotógrafo, pero eso viene después. Primero imagina, trastoca y tergiversa, y una vez que ha “soñado” la imagen, entonces entra en acción su cámara tomando nota de lo imaginado. Así, Madoz fotografía su mente.
En este documental, “Chema Madoz: Regar lo escondido”, hemos tirado del hilo de esta tesis para entrar en él, en su jardín secreto, para contar cómo funciona su imaginación y cómo surgen las imágenes.
Lo que hubo al principio fue un acto de fe, dejar un trabajo fijo en un banco para intentar vivir de lo que de verdad le apasionaba. Él ya sabía que se había topado con una veta creativa, que en su caso, se convertiría en oro puro. Y ahí siguió dándole vueltas a la realidad hasta que encontró un lenguaje propio, lo más difícil y lo único que podría convertirle en el artista que es hoy.
El ambiente de la época, los famosos años de la movida madrileña, influyeron en su determinación, en la valentía que se respiraba en el aire por intentar ser uno mismo y perseguir tus sueños. Como dice el crítico de arte Jose Luis Gallero, aunque Madoz pertenece generacionalmente a ese momento y a la misma constelación de García-Alix o Miguel Trillo, no es un fotógrafo representativo de la movida, porque entonces él no tenía el espíritu del reportero atento a lo que pasaba en la calle. Madoz ya estaba mirando hacia dentro.
“Su obra recuerda a Joan Brossa, a José Val del Omar, al surrealismo y a las greguerías de Gómez de la Serna“
Con paso lento, constante y sin estridencias, Chema Madoz ha ido mostrándonos un mundo que todos reconocemos pero al que sólo él nos acerca.
“Cuenta con esa capacidad común a los poetas, la de ver más allá de la realidad“
Con esa capacidad común a los poetas, la de ver más allá de la realidad, la de intuir otros mundos que están en este pero ocultos para la mayoría, ha ido levantando una obra que sorprende, nueva, única y en blanco y negro.
El círculo concéntrico que deja una gota de lluvia en la superficie del agua se transforma en su mente en un lago de latas de acero.
Pero es mejor ver sus fotos que explicarlas; su peso, la composición y el tamaño… Porque otra de las habilidades especiales de Madoz consiste en saber detectar la escala exacta que deben tener sus objetos, las dislocaciones del sentido al tamaño exacto.
“Sus imágenes son absolutamente reales, apegadas a los objetos, muchos de ellos de uso cotidiano“
Sus imágenes son absolutamente reales, apegadas a los objetos, muchos de ellos de uso cotidiano, humildes, como un dedal o un pan de pueblo. Otras más sofisticadas, elegantes, algunas punzantes, casi todas silenciosas. Enhebradas muchas de ellas por un hilo de humor fino.
Galapagar es una localidad de la sierra
norte de Madrid que ha tenido entre otros vecinos ilustres al Nobel de
Literatura Jacinto Benavente (1866-1954) y al destacado artista Pablo
Palazuelo (1915-2007). En la actualidad, sus 30.000 habitantes conviven
con uno de los creadores más singulares de nuestro tiempo. Se llama Chema Madoz,
nació en Madrid hace 57 años y es uno de los fotógrafos españoles de
mayor prestigio internacional. Su casa está enclavada en una calle de
nombre evocador donde a primera hora se escucha el canto de unos gallos
vecinos, huele a pasto fresco y se divisan desde una esquina los picos
nevados de la sierra de Guadarrama.
Si tiene algo que
hacer en su estudio, cosa que ocurre cuando le ronda una idea por su
cabeza –llamaremos “idea” a una de sus obsesiones en forma de imagen que
acaban convertidas en fotografías en blanco y negro–, a Madoz le gusta
empezar temprano la jornada. La estancia luminosa y diáfana de techos
altos y tejado a dos aguas sostenido por vigas de madera a la vista, que
antes fue taller y granero, cuenta con una pequeña estufa eléctrica que
a duras penas intenta mitigar el frío helador de esta mañana de
invierno. Vestido con negros pantalones y jersey, el fotógrafo camina
hasta la casa contigua donde vive con su familia desde principios de los
noventa y trae café recién hecho. La luminosa cocina de la vivienda
aledaña, en una de cuyas paredes cuelga un memorable cartel del combate
de boxeo entre el poeta Arthur Cravan y el campeón europeo Jack Johnson
en la plaza de toros Monumental de Barcelona en 1916, se abre hacia un
jardín con piscina que ha servido de escenario en varias de sus obras.
Madoz siempre ha
trabajado alrededor de su entorno más cercano. La proximidad física y
emocional con lo retratado es clave en sus creaciones. Una parte
importante de los objetos que acaban transformados en poemas visuales
tras pasar por el tamiz de su cámara son enseres tan cotidianos como los
que pueblan cualquier hogar. Un abrelatas o algo tan sencillo como un
fósforo pueden mutar en pasaportes a la ensoñación tras pasar por las
manos –y la mente– de Madoz. Hasta que ocupó este estudio hace unos
años, siempre se había apañado en casa. Disparaba las fotografías en una
habitación con una ventana que dejaba pasar la luz natural. Eran
tiempos en los que no le daba por acumular los objetos. Cuando las
piezas formaban parte de los útiles caseros de la familia, regresaban a
su uso habitual una vez inmortalizadas. Hoy el viejo granero se ha
tornado en gigantesco cofre del tesoro del fotógrafo, una suerte de gran
almacén de esculturas objetuales a través de las que es posible seguir
el rastro de su trayectoria.
Repisas que
albergan jaulas vacías, libros mutilados, réplicas de pistolas, bustos
de sastre, piezas que se han convertido tras su manipulación en obras de
arte por sí mismas… Cajones que esconden guijarros, boyas de pescar,
anzuelos, perchas… “Trabajando con los objetos conocí el vértigo de no
vislumbrar el fin. A estas alturas todavía sigo descubriendo cosas
nuevas en ellos, no tengo la sensación de que se trate de algo que tengo
controlado”. Sentado en una de las sillas de madera que pueblan su
estudio, compradas en el Rastro madrileño, Madoz lía, uno tras otro,
pitillos de tabaco rubio que ahúman sus reflexiones en voz baja. Una voz
que es tan baja como la mirada de sus ojos marrones y grandes, y que no
obedece en esta ocasión, como pudiera parecer, a su timidez confesa. Si
la vista del fotógrafo se dirige hacia el suelo es porque hay algo por
ahí abajo que le interesa y que solo se atreverá a desvelar más
adelante.
Trabajando con los objetos conocí el vértigo
de no vislumbrar el fin”
Chema Madoz tiene
cara de buena persona. Muy probablemente lo sea. Parece difícil
encontrar a alguien de su propio gremio que niegue esta última
afirmación, lo cual ya es mucho decir. Durante este careo solo se
revolverá de la silla, enderezará la figura y mirará fijamente a su
interlocutor con rictus de seriedad brutal al escuchar la siguiente
pregunta:
–¿Es usted un fetichista?
–No. Pero sí
considero que desde la infancia estoy prendado por el aura de los
objetos, por su capacidad de absorber el mundo de las emociones. En el
día a día nos dejamos llevar por su uso cotidiano, dando la espalda a su
lado poético, al que quizá yo presto atención.
Los cachivaches
que pueblan el estudio de Madoz dejan poco margen como para no hacer la
pregunta. Un pequeño globo aerostático colgado del techo sobrevuela su
cabeza. A su derecha hay un reloj con las manecillas inquietantemente
fijas en las 7.25. Muy cerca permanece apoyada sobre un trípode la vieja
y majestuosa Hasselblad que compró de segunda mano en los noventa y que
sigue siendo su principal herramienta de trabajo. Suele guardarla en un
maletín de piel que le regaló la hija del fotógrafo Nicolás Muller
y que es un fetiche en toda regla. Siempre calza su cámara con un
objetivo de 50 milímetros, el que más se acerca al ángulo de visión
humana.
–La paradoja es que con sus obras siempre juega al engaño.
–Sí, pero no
ayudado por la óptica. Trato de acercarme lo más posible a la visión del
ojo para subvertir la realidad dentro de su propio territorio. Y poner
en evidencia de manera sencilla todo aquello que se mueve en el terreno
de lo que consideramos realidad.
Alguna noche me he despertado soñando estas imágenes. me muevo en la incertidumbre y la soledad”
Junto a la cámara
reposan una cornamenta de venado, una maleta y varios sombreros sobre
los que cae la luz tamizada por una cortina que se cuela por un
ventanal, fuente de iluminación para sus fotografías. “A veces la luz
natural te complica, pero hay una intención en este proceder pausado y
reflexivo”, dice Madoz manteniendo los ojos entornados permanentemente
hacia el suelo que pisa el visitante.
Una mesa de
pimpón, que suele sacar al jardín cuando viene su hijo, ejerce de
soporte para unas pruebas previas de las copias que forman parte de la
muestra sobre sus nuevas obras que puede verse hasta el 14 de marzo en
la madrileña galería Elvira González. Han pasado tres años desde su
última exposición y la próxima, una retrospectiva sobre imágenes
comprendidas entre 2008 y 2014, tendrá lugar en mayo bajo el comisariado
de Borja Casani y la organización de la Comunidad de Madrid en la Sala
Alcalá 31. Sus nuevos trabajos, que ilustran estas páginas, mantienen
vigentes las obsesiones de siempre. El tiempo y su fugacidad implacable.
La memoria perdida y recobrada. Las trampas del mapa y el territorio.
Los misterios de las constelaciones y el poder de atracción de las telas
de araña. “Sin duda debe ser el hijo nonato de Borges”, escribe el fotógrafo estadounidense Duane Michals
en el gran volumen sobre Madoz perteneciente a la serie Obras
Maestrasque edita La Fábrica. Es capaz de ahondar en las luces y sombras
del pliegue de un pantalón. O de sugerir un pubis mediante una copa de
cóctel triangular llena de vino delante de una muchacha vestida de
blanco, así como la llama de una cerilla en combustión sobre las vetas
de un trozo de madera.
Todo arranca con
los bocetos que guarda celosamente en sus cuadernos. La muleta vendada,
el pasamanos de una escalera que es en realidad un bastón… Son dibujos
sencillos, a tinta, emocionantes por la humildad de su ejecución. Antes
de manchar el cuaderno, esas imágenes han arrebatado la mente del
artista. Y el paso de la libreta al negativo de la cámara requiere
encontrar lo que llama “una solución”: el elemento o los elementos que
representarán la imagen soñada y que son en sí mismos obras de arte
escultórico. Nunca ha querido exponerlas. Sí ha desnudado en alguna
muestra una mínima parte de los modelos de sus fotografías. Su proceso
creativo no es constante. En ocasiones busca una pieza que manifieste
una idea. Otras veces es la propia imagen la que surge a partir de un
objeto.
“Es como colocar
una obsesión en tu mente, ya sea un objeto o una idea”, dice con los
ojos abiertos como platos mirando hacia el suelo (!). “Pongo a funcionar
mi subconsciente de manera que, aunque me dedique a otras actividades,
esa obsesión da vueltas de manera constante. Y entonces la imagen nace
en mi cabeza. A veces encontrar la solución a esa idea tarda días. Otras
veces se resuelve muy rápido. Mi proceso es lento y a la vez continuo.
No tengo un horario fijo, pero de alguna manera cada escena me ronda
todo el tiempo mientras atiendo a otras cosas. Alguna noche me he
despertado soñando con alguna de estas imágenes. En muchas ocasiones,
cuando termino una fotografía me viene una especie de vacío. Entonces no
sé si conseguiré hacer otra. O si la que hago resultará repetitiva. Me
muevo siempre en el terreno de la incertidumbre. Siempre en soledad”.
Hijo único de un
empleado de banca y un ama de casa, pasó su infancia en el madrileño
barrio de San Blas tras una temporada en unas casitas bajas que ocupaban
tierras donde hoy se alza el tanatorio de la capital. Descubrió por
primera vez las múltiples utilidades que pueden tener los objetos en las
clases que daba en su casa una vecina de sus padres. Cuando el pequeño
Chema se presentó a los cursos que aquella señora impartía en la cocina
no había mesa para él. La maestra abrió la puerta del horno y dijo al
niño que apoyara su libreta sobre ella. Y el muchacho quedó fascinado
por aquella paradoja visual.
Acabado el
bachillerato, comenzó a fichar en el mismo banco donde estaba empleado
su padre. Llegó a ser tomado como rehén en un atraco, pero tardó poco en
darse cuenta de que aquel no era su sitio por otra razón: su cabeza
estaba en otra parte. Algunos viejos sobres del Banco Español de Crédito
son testigos de las ensoñaciones que el joven Chema albergaba en su
cabeza y a las que convertía en sencillos dibujos de imágenes como las
que acabaría retratando con su cámara años más tarde. Antes de cumplir
con el entonces servicio militar obligatorio en Salamanca compró su
primera cámara: una Olympus OM-2 que vendió años más tarde para comprar
la Hasselblad con la que sigue conviviendo. Al regresar a Madrid se
matriculó en Historia en la Complutense y empezó a acudir a un curso de
fotografía por las tardes. Descubrir a André Kertész y la potencia de su
mirada le hicieron tomar conciencia de las posibilidades del medio.
Entre sus primeros disparos, recuerda como obra determinante del camino
que emprendería hasta hoy aquella en la que aparece una mano que
descubre una cortina tras la cual se abre una senda campestre. En 1992
renunció al banco para dedicarse por entero a la fotografía.
“En aquel momento
fue una decisión absurda. O colaborabas con la prensa, o montabas un
estudio y hacías bodas, bautizos y comuniones. Pensar que podías vivir
de fotos que nadie te pedía era una locura. Pero nunca perseguí
funcionar por encargo. Hacer algo que no me apetecía a cambio de dinero
ya lo había probado en el banco”. Su obra es hoy una de las más
cotizadas entre la pléyade de fotógrafos españoles. Valgan como muestra
sus precios en la actual exposición de la galería Elvira González, que
oscilan entre los 2.900 euros por las copias más pequeñas y los 16.000
por las grandes.
Su trabajo motivó
al Centro de Arte Reina Sofía a dedicar por primera vez en su historia a
un fotógrafo español vivo una muestra retrospectiva, que llevó por todo
título Objetos 1990-1999. Muchos otros grandes museos, como el
Pompidou parisiense, han acogido exposiciones suyas. El verano pasado,
durante los Encuentros Internacionales de Fotografía de Arlés (Francia),
tuvo lugar una de las retrospectivas más destacadas de su trayectoria.
Pero quizá el momento más emotivo llegó con el Premio Nacional de
Fotografía en 2000. A su padre le quedaba entonces poco de vida. “Al
enterarse de que su hijo recibía este galardón pudo ver que todo esto
tenía algo de sentido. Siempre he sido muy consciente de dónde vengo y
de dónde he salido”.
–¿Por qué sigue haciendo fotos?
–No entiendo mi vida sin eso. Me sirve para poner en orden mi relación con el mundo.
–¿Pero es usted realmente un fotógrafo?
–Yo tiro por la
calle de en medio. Sigo utilizando una cámara para transmitir esas
imágenes. Y me parece que la etiqueta define mi actividad sin ningún
tipo de pretensión. Tuve desde pequeño cierta afinidad hacia los
artistas y los poetas, aunque no me veía en su papel ni pensaba tener
sus cualidades.
Sus
colaboraciones con otros grandes creadores han dejado patente que sí
atesora esas cualidades. “Han tenido que pasar 70 años para conocer a mi
hermano”, dijo en 1995 el poeta Joan Brossa (Barcelona, 1919-1998) tras
un encuentro con Madoz que sirvió de génesis de una joya firmada a dúo
llamada Fotopoemario (La Fábrica), donde Brossa puso palabras a
una serie de poemas visuales concebidos por este fotógrafo que ha
retratado como pocos el poder de la sombra y la fuerza de la paradoja.
Podría pensarse que mientras existan objetos, Madoz seguirá encadenando
su metáfora infinita. “Ellos son el eje sobre el que se sustentan mis
imágenes. Es todo tan elemental que lo hace muy reconocible. Ese intento
de jugar con los mínimos quizá ha conseguido que mi trabajo se pueda
identificar de una forma tan simple, tan sencilla. Enfrentarte a un
compás o a un huevo te lleva a buscar la rotundidad que tienen por sí
mismos. ¡Es que un huevo es bello, joder! Si le da la luz adecuada, caes
en la cuenta de que se trata de una forma perfecta. Es lo mismo que
ocurre con… esos botines que llevas puestos”.
Así que era eso
lo que le llevaba tanto tiempo intrigándole a ras del suelo… La presa
del cazador es un castigado par de zapatos de piel punteados hasta el
tobillo. “Es que me gustan así, tal y como están”, dice de camino hacia
el portón de hierro que separa el universo onírico de su casa y su
estudio de las calles de Galapagar. La duda sobre lo que sería capaz de
hacer con estos botines es demasiado tentadora como para no contemplar
la posibilidad de emprender el camino de vuelta a casa descalzo.
–Si quiere, le dejo los zapatos.
–El problema es que igual me da por cortarlos con un serrucho…
No hay comentarios:
Publicar un comentario