LOS MODELOS INICIALES DE APEGO.
El vínculo inicial del apego permite el desarrollo del niño. Estos modelos de apego adoptados en nuestros primeros vínculos se reflejan no solo en nuestra manera de relacionarnos con los demás sino en nuestros hábitos a la hora de sentir y pensar. Dependen de tres aspectos:
1. La necesidad evolutiva del sistema conductual del apego en la infancia y durante toda la vida.
El bebé tiene la necesidad absoluta (el imperativo biológico) de mantener la proximidad física del cuidador, no sólo para obtener seguridad emocional sino para lograr su supervivencia. En los entornos naturales a los que que tuvieron que adaptarse nuestros ancestros humanos, una serie de depredadores y otras amenazas mortales hicieron sumamente improbable que un niño pequeño separado de las figuras protectoras pudiera sobrevivir varios minutos, y ya no digamos horas. Así pues, la evolución "diseñó" el sistema conductual del apego con el fin de incrementar la probabilidad de supervivencia y el éxito reproductivo.
Como tal, el sistema de apego es un componente de la programación genética humana tan importante como la alimentación y el apareamiento. Y no solo en la conducta de los niños pequeños, sino a lo largo de toda la vida. Así por ejemplo, los individuos que viven en pareja y/o tienen amigos íntimos viven mas tiempo que aquellos que están aislados. Esa cercanía física, esencial para la supervivencia del niño pequeño, se puede sentir como una necesidad emocional en los años posteriores de la infancia y la edad adulta. El apego debe entenderse como una necesidad humana continua, no como una dependencia infantil que superamos al crecer. Los apegos íntimos a otros seres humanos son el núcleo en torno al cual gira la vida de una persona, no sólo en la primera infancia sino durante la adolescencia, los años de madurez y la vejez.
Ahora bien, ¿qué es lo que posibilita los apegos seguros en la primera infancia y a lo largo de la vida? Esta necesidad biológica del apego se verifica en un conjunto de respuestas o conductas innatas e instintivas ante la amenaza y la inseguridad:
a) Proximidad y accesibilidad física del cuidador.
Búsqueda, seguimiento y mantenimiento de la proximidad a una figura de apego protectora. Llorar, agarrarse, llamar a la(s) figura(s) de apego o reptar hacia ella(s) son actos que forman parte del repertorio biológicamente integrado para establecer la seguridad de la proximidad.
El hecho de que los niños pequeños busquen preferentemente la proximidad de su madre proviene de que el apego es ante todo una función de la disponibilidad. Incluso cuando la madre trabaja fuera de casa y el padre es de facto la principal figura parental, el niño sigue prefiriendo a la madre. Quizá eso se deba a la exposición intrauterina del bebé a la voz de la madre, que hace que ella sea la principal figura de apego ya antes de que el niño salga del vientre materno.
b) Sistema conductual y exploratorio.
Cuando el niño tiene a su alcance una figura de apego como base segura que le aporta protección y apoyo en caso necesario le hace sentirse libre para explorar. En cambio, cuando la figura de apego está temporalmente ausente, la exploración cesa de forma abrupta.
c) Búsqueda de una figura de apego como "refugio" en situaciones de peligro y momentos de alarma.
A diferencia de otras especies, los niños humanos que se ven amenazados (oscuridad, ruidos fuertes, entornos desconocidos, separación actual o inminente de la madre) no buscan la seguridad en un lugar (como una madriguera o una guarida) sino en la compañía de una persona considerada como "más fuerte y/o sabia".
d) Disponibilidad de la figura de apego (el cuidador) y la seguridad sentida del niño.
La finalidad de la conducta del apego no es sólo la protección del peligro presente sino la tranquilidad asociada a la continua disponibilidad del cuidador. Y dado que el cuidador podría estar al mismo tiempo físicamente accesible y ausente en el plano emocional, habrá que definir la "disponibilidad" de la figura de apego como una cuestión no sólo sino también de receptividad emocional. El objetivo primordial del sistema de apego no es la regulación de la distancia sino la seguridad sentida, un estado subjetivo que no depende sólo Es más, el factor crucial en el apego es la valoración que hace el niño acerca de la disponibilidad del cuidador sino también de la experiencia interna del niño, en la que se incluyen su propio estado de ánimo, su condición física, sus imaginaciones, etc.
2. El ambiente no verbal (prelingüístico).
Lo que determina la seguridad o inseguridad del bebé -y su actitud hacia sus propios sentimientos- es la calidad de la comunicación no verbal en el vínculo de apego. Las interacciones no verbales tempranas, de origen biológico, se registran en el bebé como representaciones mentales y normas para procesar la información e influyen, a su vez, en el grado de libertad con el que después el niño, el adolescente y el adulto es capaz, de pensar, sentir, recordar y actuar.
3. La relación del yo con la experiencia.
La seguridad del apego, la resiliencia y la capacidad de infundir seguridad en los hijos guarda relación con la aptitud del individuo para adoptar una postura reflexiva ante la experiencia (la postura del yo en relación con su propia experiencia).
EL APEGO TERAPÉUTICO TRANSFORMADOR.
Así como el vínculo inicial de apego permite el desarrollo del niño, el nuevo vínculo de apego con el terapeuta propicia la transformación en el paciente porque ofrece una base segura que facilita la exploración, el desarrollo y el cambio.
a) El contexto seguro de la relación terapéutica.
El paciente es capaz de desmontar los modelos apego del pasado y de construir otros nuevos para el presente que transformen de manera radical su propia realidad interna y externa. Tolera, modula y comunica sentimientos difíciles gracias a que en el contexto de la terapia, en su vínculo con el terapeuta, se siente seguro para acceder a las experiencias negadas o disociadas que no han sido -y que quizá no puedan ser- puestas en palabras.
b) La competencia narrativa del paciente.
Este acceso a los sentimientos, pensamientos e impulsos disociados y no verbalizados, el intento de expresarlos y reflexionar sobre ellos, fortalece la competencia narrativa del paciente y contribuye a orientar una dirección más reflexiva ante la experiencia. Facilita la integración de la experiencia negada y fomenta en el paciente un sentido del yo más coherente y seguro. El paciente se arriesga a sentir lo que supuestamente no debe sentir y a saber lo que supuestamente no debe saber.
c) Lo sabido impensado: la experiencia relacional y no verbal.
Dadas las raíces preligüísticas de los modelos iniciales de apego del paciente, y las negaciones y disociaciones que exigen dichos modelos, el terapeuta debe sintonizar con las expresiones no verbales de la experiencia para las que el paciente todavía carece de palabras. Para comprender este subtexto inexpresado (o impensado) de la conversación terapéutica se requiere "visión binocular" del clínico, que atiende tanto a la subjetividad del paciente como a la del terapeuta. El paciente que no puede (o no quiere) expresar su propia experiencia disociada o negada la evoca en los demás, la representa con los demás o la corporiza. La consecuencia clínica es que el terapeuta debe prestar atención a su propia experiencia subjetiva, a las representaciones de la transferencia y contratransferencia creadas por el paciente y el terapeuta
d) La movilización de la postura reflexiva del yo hacia su propia experiencia (metacognición).
La actitud reflexiva ante la experiencia (profundización psicológica o mentalización) permite reconocer la naturaleza meramente representativa de nuestros propios sentimientos y creencias. Nos permite distanciarnos de la realidad inmediata de la experiencia y reaccionar en función de los estados mentales subyacentes. De ese modo es menos probable que nos veamos ineludiblemente atrapados por los reflejos emocionales establecidos en el transcurso de nuestros primeros vínculos. Por lo general, cuanto más podamos movilizar la postura reflexiva, más resilentes y menos nos costará infundir seguridad en nuestros hijos. Los individuos inseguros suelen carecer de esta postura reflexiva. Por ese motivo tienden a minimizar y a negar el impacto (en el estado de ánimo negador) o a sentirse abrumados por él (en el estado anímico preocupado). De ese modo, al posibilitar que los pacientes mentalicen, el terapeuta fortalece su capacidad de regular sus afectos, de integrar experiencias que han sido disociadas y de tener un sentido más sólido y coherente del yo.
e) La atención plena.
Arraigados en el aquí y el ahora -antes que en pasado recordado, en el futuro deseado o en las abstracciones teóricas-, somos menos proclives al desdén o a la preocupación. Nos permite sintonizar con nuestras respuestas somáticas y sintonizar con las expresiones no verbales del estado interno del paciente. Fomenta una actitud de aceptación, una receptividad y una apertura no defensiva ante la experiencia tal como es.